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jueves, 31 de agosto de 2017

La fractura de América Latina, por RAFAEL ROJAS



RAFAEL ROJAS 30 de agosto de 2017

El año 2015 marcó uno de los mejores momentos de la integración latinoamericana en toda su historia. Arrancó con el restablecimiento de relaciones entre Estados Unidos y Cuba y con el avance definitivo del proceso de paz en Colombia. En la cumbre de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (Celac), en San José, Costa Rica, participaron los 33 países miembros. Y a la de las Américas, en Panamá, unos meses después, asistieron los mismos 33, incluida Cuba sin ser miembro de la OEA, más Estados Unidos y Canadá.

Dos años más tarde, en la nueva cita de la Celac en Punta Cana, República Dominicana, sólo se acreditaron ocho presidentes, casi todos, de países afiliados a la Alianza Bolivariana de Nuestra América (ALBA). En poco más de un año, el integracionismo se había deprimido de manera dramática ¿Por qué? Según los medios oficiales cubanos y venezolanos, y sus no pocos partidarios en la izquierda iberoamericana, la crisis de la Celac era consecuencia de la llegada de la derecha al poder en Argentina, Brasil y Perú. Sin embargo, un análisis histórico más preciso permite sostener que en 2016, ya gobernando Mauricio Macri, Michel Temer y Pedro Pablo Kuczynski, los foros regionales se mantuvieron a flote.

El quiebre de América Latina y el Caribe se produjo cuando la crisis venezolana llegó a un punto de no retorno en octubre de ese año, con la desestimación del referéndum revocatorio por el Consejo Nacional Electoral y la posposición indefinida de las elecciones locales y regionales. Es entonces que la oposición comienza a manifestarse en las calles, primero gradualmente, y a partir de marzo de 2017, tras el intento de transferencia del poder legislativo de la Asamblea Nacional al Tribunal Supremo de Justicia, de manera sistemática. A partir de abril, el tema venezolano comienza a dividir a los gobiernos latinoamericanos en varios foros: Mercosur, Unasur, Celac, OEA.

Entre marzo y mayo, cuando el gobierno de Nicolás Maduro idea la solución de una Asamblea Constituyente, las protestas populares se habían vuelto cotidianas y a inicios del verano cobraban más de 100 víctimas. Para entonces, ya las cancillerías latinoamericanas se posicionaban, especialmente dentro de la OEA, sobre el conflicto venezolano. Todas favorecían el diálogo entre gobierno y oposición, dando por sentado que en el país se vivía algo cercano a una “crisis humanitaria”. Pero se dividían en cuanto a la solución constituyente: la mayoría de los países continentales se oponía a esa salida y sugería la recuperación del calendario electoral, mientras que las naciones de la ALBA (Bolivia, Ecuador, Nicaragua, Cuba y varias islas del Caribe) secundaban al gobierno.

Al enfrentar las posiciones de México, Colombia, Perú, Argentina e, incluso, Chile y Uruguay, dos países gobernados por la izquierda, Nicolás Maduro, Diosdado Cabello y la canciller Delcy Rodríguez aseguraban que esos gobiernos respondían a presiones de Washington. Pero no fue hasta fines de julio de 2017, días antes de la elección de la Asamblea Constituyente, que la administración de Donald Trump adoptó las primeras sanciones contra el gobierno de Maduro. Desde marzo, casi todos los gobiernos latinoamericanos habían hecho, por sí mismos, una interpretación crítica de la realidad venezolana. La mejor prueba de que esa posición no repetía mecánicamente la perspectiva de Estados Unidos es que en cuanto Trump hizo amenazas de intervención militar, los primeros gobiernos en rechazarlas fueron el colombiano, el peruano, el mexicano y el chileno, cuatro de los más enfáticos en el cuestionamiento de la deriva autoritaria.

La idea de que América Latina reacciona contra la crisis venezolana por entreguismo a Washington o por interés en el petróleo venezolano no es sostenible con un mínimo de rigor analítico. No es popular la hipótesis, pero tal vez haya que darle crédito a lo que esos gobiernos acaban de afirmar en Lima: se oponen a la Asamblea Constituyente porque, como la fiscal general Luisa Ortega Díaz, la consideran violatoria de la Constitución de 1999 y de la democracia venezolana. Todos los gobiernos latinoamericanos, menos el cubano, son democráticos, y, a pesar de que apuestan por la integración unánime a los foros regionales, rechazan que un país de la misma comunidad abandone el orden democrático.

La narrativa hegemónica en los medios cubanos y venezolanos es que el rechazo continental a la opción autoritaria de Maduro forma parte de un golpe de Estado. Un golpe mítico o metahistórico, que sería, en el fondo, el mismo golpe que dieron a Jacobo Arbenz en Guatemala en 1954, a Joao Goulart en Brasil en 1964, a Salvador Allende en 1973 y al propio Chávez en 2002. Un golpe que llaman “blando” o “suave”, y que emparentan con los que depusieron a Manuel Zelaya, Fernando Lugo y Dilma Rousseff en los últimos años. Se trata de una narrativa que, supuestamente, se basa en la historia, pero que no podría ser más anacrónica y ahistórica.

La historia no pasa, es siempre la misma, en ese relato. No es historia, es propaganda. Sus defensores pueden aceptar que Maduro no es Allende, pero están convencidos de que sus enemigos son siempre los mismos: el imperialismo yanqui y las derechas locales. Si así fuera, ¿por qué la mayoría de los países latinoamericanos rechazó los golpes contra Chávez y contra Zelaya y hoy apuesta por la integración plena de Cuba? La Guerra Fría no ha concluido, según los ideólogos cubanos y venezolanos. No pueden reconocer que las transiciones democráticas de fines del siglo XX renovaron la cultura constitucional latinoamericana y que esa renovación se refleja en la diplomacia.

No sólo los gobiernos, también las esferas públicas de cada país latinoamericano son mayoritariamente críticas de la destrucción de la democracia venezolana emprendida por el gobierno de Nicolás Maduro. No hay otra definición para un proceso que parte del desconocimiento de un parlamento opositor y de instrumentos constitucionales para la solución de conflictos como los referéndums y las elecciones ¿Cómo no llamar dictatorial la activación desde el poder ejecutivo de una asamblea constituyente, sin referéndum, cuyos más de 500 miembros son todos partidarios del gobierno y que durará dos años, hasta las próximas elecciones presidenciales?

La crisis venezolana tiene un origen político preciso: la cohabitación imposible entre dos poderes legítimos, el ejecutivo de Nicolás Maduro y el legislativo de la Asamblea Nacional opositora. La solución a ese dilema debió encontrarse en los propios mecanismos constitucionales de la Carta Magna del 99. Si el madurismo prefirió otra ruta es porque temía someterse a un referéndum revocatorio y a unas elecciones competidas. Las democracias latinoamericanas, con todas sus limitaciones y arbitrariedades, reprueban ese despotismo.

Rafael Rojas es historiador.

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