Francisco Fernández-Carvajal 14 de enero de
2020
@hablarcondios
— El corazón del hombre
está hecho para amar a Dios. Y el Señor desea y busca el encuentro personal con
cada uno.
— No desaprovechar las
ocasiones de apostolado. Mantener firme la esperanza apostólica.
— Oración y apostolado.
I. Cierto día,
después de haber pasado la tarde anterior curando enfermos, predicando y
atendiendo a las gentes que acudían a Él, Jesús se levantó de
madrugada, cuando era todavía muy oscuro, salió de la casa de Simón y se
fue a un lugar solitario, y allí oraba. Fueron a buscarle Simón y los que
estaban con él; y cuando le encontraron, le dijeron: Todos te buscan.
Lo relata San Marcos en el Evangelio de la Misa1.
Todos te buscan.
También ahora las muchedumbres tienen «hambre» de Dios. Continúan siendo
actuales aquellas palabras de San Agustín al comienzo de sus Confesiones:
«Nos has creado, Señor, para ti y nuestro corazón no halla sosiego hasta que
descansa en ti»2.
El corazón de la persona humana está hecho para buscar y amar a Dios. Y el
Señor facilita ese encuentro, pues Él busca también a cada persona, a través de
gracias sin cuento, de cuidados llenos de delicadeza y de amor. Cuando vemos a
alguien a nuestro lado, o nos llega una noticia de alguna persona por medio de
la prensa, de la radio o de la televisión, podemos pensar, sin temor a
equivocarnos: a esta persona la llama Cristo, tiene para ella gracias eficaces.
«Fíjate bien: hay muchos hombres y mujeres en el mundo, y ni a uno solo de
ellos deja de llamar el Maestro.
»Les llama a una vida cristiana, a una vida de
santidad, a una vida de elección, a una vida eterna»3.
En esto reside nuestra esperanza apostólica: a todos, de una manera u otra,
anda buscando Cristo. Nuestra misión –por encargo de Dios– es facilitar estos
encuentros de la gracia.
San Agustín, comentando este pasaje del Evangelio,
escribe: «El género humano yace enfermo; no de enfermedad corporal, sino por
sus pecados. Yace como un gran enfermo en todo el orbe de la tierra, de Oriente
a Occidente. Para sanar a este moribundo descendió el médico omnipotente. Se
humilló hasta tomar carne mortal, es decir, hasta acercarse al lecho del
enfermo»4. Han pasado pocas semanas desde que hemos contemplado a Jesús
en la gruta de Belén, pobre e indefenso, habiendo tomado nuestra naturaleza
humana para estar muy cerca de los hombres y salvarnos. Hemos meditado después
su vida oculta en Nazaret, trabajando como uno más, para enseñarnos a buscarle
en la vida corriente, para hacerse asequible a todos y, mediante su Santa
Humanidad, poder llegar a la Trinidad Beatísima. Nosotros, como Pedro, también
vamos a su encuentro en la oración –en nuestro diálogo personal con Él–, y le
decimos: Todo el mundo te busca, ayúdanos, Señor, a facilitar el
encuentro contigo de nuestros parientes, de nuestros amigos, de los colegas y
de toda alma que se cruce en nuestro camino. Tú, Señor, eres lo que necesitan;
enséñanos a darte a conocer con el ejemplo de una vida alegre, a través del
trabajo bien realizado, con una palabra que mueva los corazones.
II. Un pueblecito
alemán, que quedó prácticamente destruido durante la Segunda Guerra Mundial,
tenía en una iglesia un crucifijo, muy antiguo, del que las gentes del lugar
eran muy devotas. Cuando iniciaron la reconstrucción de la iglesia, los
campesinos encontraron esa magnífica talla, sin brazos, entre los escombros. No
sabían muy bien qué hacer: unos eran partidarios de colocar el mismo crucifijo
–era muy antiguo y de gran valor– restaurado, con unos brazos nuevos; a otros
les parecía mejor encargar una réplica del antiguo. Por fin, después de muchas
deliberaciones, decidieron colocar la talla que siempre había presidido el
retablo, tal como había sido hallada, pero con la siguiente inscripción: Mis
brazos sois vosotros... Así se puede contemplar hoy sobre el altar5.
Somos los brazos de Dios en el mundo, pues Él ha querido tener necesidad de los
hombres. El Señor nos envía para acercarse a este mundo enfermo que no sabe
muchas veces encontrar al Médico que le podría sanar. Hablamos de Dios a las
gentes con la esperanza cierta de que Cristo conoce a todos, y que solo en Él
encuentran la salvación y palabras de vida eterna. Por eso, no debemos dejar
pasar –por pereza, comodidad, cansancio, respetos humanos– ni una sola ocasión:
acontecimientos normales de todos los días, el comentario sobre una noticia
aparecida en el periódico, un pequeño servicio que prestamos o que nos
prestan..., y también los sucesos extraordinarios: una enfermedad, la muerte de
un familiar... «Quienes viajan por motivo de obras internacionales, de negocios
o de descanso, no olviden que son en todas partes heraldos itinerantes de Cristo
y que deben portarse como tales con sinceridad»6.
El Papa Juan Pablo I, en su primer mensaje a los fieles, exhortaba a que se
estudiaran todos los caminos, todas las posibilidades, y se procurasen todos
los medios para anunciar, oportuna e inoportunamente7,
la salvación a todas las gentes. «Si todos los hijos de la Iglesia –decía el
Romano Pontífice– fueran misioneros incansables del Evangelio, brotaría una
nueva floración de santidad y de renovación en este mundo sediento de amor y de
verdad»8.
Mantengamos con firmeza la esperanza en el apostolado,
aunque el ambiente se presente difícil. Los caminos de la gracia son,
efectivamente, inescrutables. Pero Dios ha querido contar con nosotros para
salvar a las almas. ¡Qué pena si, por omisión de los cristianos, muchos hombres
quedan sin acercarse al Señor! Por eso debemos sentir la responsabilidad
personal de que ningún amigo, compañero o vecino, con quienes tuvimos algún trato,
pueda decir al Señor: hominem non habeo9:
no encontré quien me hablara de Ti, nadie me enseñó el camino. En ocasiones,
nuestro trato solo será el comienzo de ese camino que lleva a Cristo: un
comentario oportuno, un libro para reafirmar la fe, un consejo certero, una
palabra de aliento... y siempre el aprecio y el ejemplo de una vida recta.
«El cristianismo posee el gran don de enjugar y curar
la única herida profunda de la naturaleza humana, y esto vale más para su éxito
que toda una enciclopedia de conocimientos científicos y toda una biblioteca de
controversias; por eso el cristianismo ha de durar mientras dure la naturaleza
humana»10. Preguntémonos hoy: ¿a cuántas personas he ayudado a vivir
cristianamente el tiempo de Navidad que acabamos de celebrar? Encomendemos a
los amigos a quienes estamos ayudando para que se acerquen a la Confesión o a
algún medio que facilite su formación y su conocimiento de la doctrina del
Señor.
III. El
Señor nos quiere como instrumentos suyos para hacer presente su obra redentora
en medio de las tareas seculares, en la vida corriente. Pero, ¿cómo podríamos
ser buenos instrumentos de Dios sin cuidar con esmero la vida de piedad, sin un
trato verdaderamente personal con Cristo en la oración? ¿Acaso puede un
ciego guiar a otro ciego?, ¿no caerán los dos en el precipicio?11.
El apostolado es fruto del amor a Cristo. Él es la Luz con la que iluminamos,
la Verdad que debemos enseñar, la Vida que comunicamos. Y esto solo será
posible si somos hombres y mujeres unidos a Dios por la oración. Conmueve
contemplar cómo el Señor, entre tanta actividad apostólica, se levanta muy de
madrugada, cuando aún era oscuro, para dialogar con su Padre Dios y
confiarle la nueva jornada que comienza, llena también de atención a las almas.
Nosotros debemos imitarle: es en la oración, en el
trato con Jesús, donde aprendemos a comprender, a mantener la alegría, a
atender y apreciar a las personas que el Señor pone en nuestra senda. Sin
oración, el cristiano sería como una planta sin raíces: acaba seca, sin
posibilidad de dar frutos, en poco tiempo. En nuestro día podemos y debemos
dirigirnos al Señor muchas veces. Él no está lejos: está cerca, a nuestro lado,
y nos oye siempre, pero particularmente en los ratos –como ahora– que dedicamos
expresamente a hablar, sin anonimatos, de tú a tú, con Dios. En la medida en
que nos abrimos a los requerimientos divinos, la jornada será divinamente
eficaz y tendremos más facilidad para no interrumpir el diálogo con Jesús. En
verdad, nuestra vida de apóstoles vale lo que valga nuestra oración12.
La oración siempre da sus frutos, es capaz de sostener
toda una vida. De ella sacaremos la fortaleza para afrontar las dificultades
con el garbo de los hijos de Dios. Y para la perseverancia –la constancia en el
trato con nuestros amigos– que requiere todo apostolado. Por eso nuestra
amistad con Cristo ha de ser día a día más honda y sincera. Para esto debemos
empeñarnos seriamente en evitar todo pecado deliberado, guardar el corazón para
Dios, procurar rechazar los pensamientos inútiles, que frecuentemente dan lugar
a faltas y pecados, rectificar muchas veces la intención, dirigiendo al Señor
nuestro ser y nuestras obras... Hemos de luchar contra el desaliento –si
llegara alguna vez– que puede producirse al pensar que no mejoramos en la
oración personal, pues entonces es fácil que el demonio insinúe la tentación de
abandonarla. No debemos dejarla jamás, aunque estemos cansados y no podamos
centrar del todo la atención, aunque no tengamos ningún afecto, aunque –sin
desearlo– lleguen muchas distracciones. La oración es el soporte de nuestra
vida y la condición de todo apostolado.
Acudimos, al terminar este rato de oración, a la
intercesión poderosa de San José, maestro de la vida interior. A él, que
durante tantos años vivió junto a Jesús, le pedimos que nos enseñe a amarle y a
dirigirnos a Él con confianza todos los días de nuestra vida; también aquellos
que parecen más apretados de trabajos y en los que nos sentimos con más
dificultades para dedicarle ese rato de oración que acostumbramos. Nuestra
Madre Santa María intercederá, junto al Santo Patriarca, por nosotros.
1 Mc 1,
29-39. —
2 San
Agustín, Confesiones, 1, 1, 1. —
3 San
Josemaría Escrivá, Forja, Rialp, 1ª ed., Madrid 1987, n.
13. —
4 San
Agustín, Sermón 87, 13. —
5 Cfr. F.
Fernández-Carvajal, La tibieza, Palabra, 6ª ed., Madrid
1986, p. 149. —
6 Conc.
Vat. II, Decr. Apostolicam actuositatem, 14. —
7 2
Tim 4, 2. —
8 Juan
Pablo I, Alocución 27-VIII-1978. —
9 Jn 5,
7. —
10 Card. J.
H. Newman, El sentido religioso, p. 417. —
11 Lc 6,
39. —
12 Cfr. San
Josemaría Escrivá, Camino, Rialp, 30ª ed., Madrid 1976, n.
108.
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