Francisco Fernández-Carvajal 13 de agosto de
2020
@hablarcondios
— La Virgen Nuestra Señora, Arca de la Nueva
Alianza.
— La esperanza del Cielo.
— Vale la pena ser fieles.
I. ¡Qué
pregón tan glorioso para Ti, Virgen María! Hoy has sido elevada por encima de
los ángeles y con Cristo triunfas para siempre1.
La Primera lectura de la Misa2,
en la Vigilia de esta Solemnidad, nos recuerda el pasaje del Antiguo Testamento
que narra el traslado del Arca de la Alianza a su lugar definitivo. David
convocó a todo Israel, ordenó a los sacerdotes que se purificasen para el
traslado, nombró cantores y músicos para que la procesión tuviera el mayor
realce posible y, en medio de una alegría incontenible, el Arca fue trasladada
y colocada en medio del Tabernáculo preparado para tal fin en la ciudad de
David. Encontró su reposo en el monte Sión, que Dios mismo había elegido para
su perpetua morada3.
El Arca era el signo de la presencia de Dios en medio
de su Pueblo; en su interior se guardaba su Palabra, reseñada en las Tablas
de la Ley4. Se menciona hoy este pasaje porque María es el Arca
de la Nueva Alianza, en cuyo seno habitó el Hijo de Dios, el Verbo, la
Palabra de Dios hecha carne, durante nueve meses5,
y con su Asunción a los Cielos encontró su morada definitiva en el seno de la
Trinidad Santísima. Allí, «llevada en medio de aclamaciones de alegría y de
alabanza, fue conducida junto a Dios, colocada en un trono de gloria, por
encima de todos los santos y ángeles del Cielo»6.
El Arca del Antiguo Testamento estaba construida con
materiales preciosos, revestida de oro en su interior; en el caso de María,
Dios la llenó de dones incomparables, y su belleza externa era reflejo de esta
plenitud de gracia con que había sido adornada7.
Así correspondía a la nueva morada de Dios en el mundo.
No olvidemos hoy que el Arca era para los judíos un lugar
privilegiado donde Dios escuchaba sus oraciones: mi Nombre estará allí,
se lee en el Libro de los Reyes8.
María, Arca de la Nueva Alianza, es también el lugar privilegiado
donde Dios escucha nuestras plegarias. Con la ventaja de que Ella suma su voz a
la nuestra. Acudir a Nuestra Señora no solo es el mejor medio para ser
atendidos por Dios, sino que Ella misma, desde el Cielo, intercede y endereza
nuestras súplicas cuando no andan del todo bien encaminadas: «asunta a los
Cielos (...), continúa obteniéndonos los dones de la salvación eterna»9,
reafirma el Concilio Vaticano II.
«En cuerpo y alma ha subido a los Cielos nuestra
Madre. Repítele que, como hijos, no queremos separarnos de Ella... ¡Te
escuchará!»10. Madre nuestra, Tú que estás en cuerpo y alma tan cerca de
Dios Padre, de Dios Hijo, de Dios Espíritu Santo, no nos dejes de tu mano... No
me dejes... no los dejes, Madre mía. ¡Qué seguridad tan grande nos da en todo
momento la devoción a la Virgen Santísima! Ella nos escuchará siempre en cualquier
circunstancia en que nos encontremos.
II. Cuando Jerusalén
fue destruida por los ejércitos de Babilonia, el profeta Jeremías se llevó el
Arca, según cuenta una antigua tradición judía, y la escondió en algún lugar
secreto. Ninguna noticia se tuvo jamás del Arca. Solo San Juan nos dice que la
vio en el Cielo, según recoge una de las Lecturas de la Misa
de mañana, con clara referencia al cuerpo santísimo de Nuestra Señora: Se
abrió el templo de Dios en el Cielo y el Arca de su Testamento fue vista en su
templo11. «Nadie puede decirnos con seguridad cuándo y dónde, ni de
qué manera, dejó la tierra la Virgen. Pero sabemos dónde está. Cuando Elías fue
llevado al Cielo, los hijos de los profetas de Jericó preguntaron a Eliseo si
podían salir a buscarle. “Es posible le dijeron que el espíritu del Señor le
haya transportado a lo alto de una colina o le haya dejado en alguna hendidura
de los valles”. Eliseo consintió a regañadientes, y cuando volvieron de su
búsqueda infructuosa, les recibió con estas palabras: ¿No os había
dicho que no fuerais? (2 Rey 2, 16-18). Lo mismo sucede
con el cuerpo de la Santísima Virgen. En ningún lugar de la cristiandad oiréis
ni siquiera un rumor acerca de él. Hay tantas iglesias en todas partes del
mundo que afirman con entusiasmo que poseen las reliquias de este o aquel
santo... ¿Quién puede decirnos si San Juan Bautista descansa en Amiens o en
Roma? Pero nunca de Nuestra Señora. Y si alguno de vosotros confiaba aún en
encontrar tan inestimable tesoro, el Santo Padre hace un tiempo ordenó terminar
la búsqueda. Sabemos dónde está su cuerpo: en el Cielo.
»Naturalmente, lo sabíamos ya antes»12.
El Papa Pío XII, el 1 de noviembre de 1950, definía como dogma de fe que «la
Inmaculada Madre de Dios, siempre Virgen María, cumplido el curso de su vida
terrena, fue asunta en cuerpo y alma a la gloria celestial»13.
Pero desde los comienzos de la fe, los cristianos tuvieron el convencimiento de
que Santa María no experimentó la corrupción del sepulcro, sino que había sido
llevada en cuerpo y alma a los Cielos. Como escribe un antiguo Padre de la
Iglesia, «convenía que Aquella que en el parto había conservado íntegra su
virginidad, conservase sin ninguna corrupción su cuerpo después de la muerte.
Convenía que Aquella que había llevado en su seno al Creador hecho niño,
habitara en la morada divina. Convenía que Aquella que había visto a su Hijo en
la Cruz, recibiendo así en su corazón el dolor de que había estado libre en el
parto, lo contemplara sentado a la derecha del Padre. Convenía que la Madre de
Dios poseyera lo que corresponde a su Hijo, y que fuera honrada como Madre y
Esclava de Dios por todas las criaturas»14.
La Asunción de Nuestra Señora nos llena de alegría y
nos alienta en ese camino que nos falta por recorrer hasta llegar al Cielo.
Ella nos da ánimo y fuerzas para alcanzar la santidad a la que por vocación
hemos sido llamados. Para eso, es necesario que luchemos para ser buenos hijos
de Dios, «que procuremos mantener el alma limpia, por la Confesión sacramental
frecuente y por la recepción de la Eucaristía. De esta manera, también llegará
para nosotros el momento de subir al Cielo. No del mismo modo que la Santísima
Virgen María, porque nuestros cuerpos conocerán la corrupción del sepulcro
debida al pecado. Sin embargo, si morimos en la gracia de Dios, nuestras almas
irán al Cielo, quizá pasando antes por el Purgatorio para adquirir el traje
nupcial que es indispensable para entrar en el banquete de la vida eterna, la
limpieza necesaria para ser dignos de ver a Dios sicuti est (1
Jn 3, 2), tal como es. Después, en el momento de la resurrección
universal de los muertos, también nuestros cuerpos resucitarán y se unirán a
nuestras almas, glorificados, para recibir el premio eterno»15.
Y estaremos junto a Jesús y a su Madre Santísima, con una alegría sin término.
III.
Mirando ese final feliz en la vida de la Virgen, comprendemos la alegría de ser
fieles cada día. Nos damos cuenta de que «vale la pena luchar, decir al Señor
que sí; vale la pena en este ambiente pagano en el que vivimos, y en el que por
vocación divina tenemos que santificarnos y santificar a los demás, vale la
pena rechazar con decisión todo lo que nos pueda apartar de Dios, y responder
afirmativamente a todo lo que nos acerque a Él. El Señor nos ayudará, porque no
pide imposibles. Si nos manda que seamos santos, a pesar de nuestras innegables
miserias y de las dificultades del ambiente, es porque nos concede su gracia.
Por lo tanto, possumus! (Mc 10, 39), ¡podemos!
Podemos ser santos, a pesar de nuestras miserias y pecados, porque Dios es
bueno y todopoderoso, y porque tenemos por Madre a la misma Madre de Dios, a la
que Jesús no puede decir que no.
»Vamos, pues, a llenarnos de esperanza, de confianza:
a pesar de nuestras pequeñeces, ¡podemos ser santos!, si luchamos un día y otro
día, si purificamos nuestras almas en el Sacramento de la penitencia, si
recibimos con frecuencia el pan vivo que ha bajado del Cielo (cfr. Jn 6,
41), el Cuerpo y la Sangre, el Alma y la Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo,
realmente presente en la Sagrada Eucaristía.
»Y cuando llegue el momento de rendir nuestra alma a
Dios, no tendremos miedo a la muerte. La muerte será para nosotros un cambio de
casa. Vendrá cuando Dios quiera, pero será una liberación, el principio de la
Vida con mayúscula. Vita mutatur, non tollitur (Prefacio I
de difuntos) (...). La vida se cambia, no nos la arrebatan. Empezaremos a
vivir de un modo nuevo, muy unidos a la Santísima Virgen, para adorar
eternamente a la Trinidad Beatísima, Padre, Hijo y Espíritu Santo, que es el
premio que nos está reservado»16.
Mientras tanto, Nuestra Madre nos ayuda desde el Cielo, cada día, en todos
nuestros apuros y dificultades. No dejemos de acudir a Ella; de modo
particular, en sus grandes fiestas.
1 Antífona
de entrada de la Misa vespertina. —
2 Primera
lectura. Cr 15, 3-4: 15-16; 16, 1-2. —
3 Sal 131,
4. —
4 Dt 10,
15. —
5 Cfr. C.
Pozo, María en la Escritura y en la fe de la Iglesia, BAC,
3.ª ed., Madrid 1985. p. 160. —
6 San
Amadeo de Lausana, Ocho homilías marianas, coed., Cistercienses
y Claretiana, Buenos Aires 1980, Homilías 7, p. 250. —
7 Cfr. Pablo
VI, Alocución 17-V-1975. —
8 1
Rey 8, 29. —
9 Conc.
Vat. II, Const. Lumen gentium, 62. —
10 San
Josemaría Escrivá, Surco, n. 898. —
11 Segunda
lectura del día 15. Apoc. 11, 119. —
12 R.
A. Knox. Tiempos y fiesta del Año litúrgico, Rialp, Madrid
1964, p. 243 —
13 Pío
XII, Const. Apost. Munificentissimus Deus, 1-XI-1950.
—
14 San
Juan Damasceno, Homilía II en la Dormición de la Bienaventurada
Virgen María, 14. —
15 A.
del Portillo, Homilía en el Santuario de Nuestra Señora de los
Ángeles de Torreciudad, 15-VIII-1989, en Romana, nº 9.
—
16 Ibídem.
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