Javier Marrodán 17 de abril de 2021
@javiermarrodan
El
Papa nos invita a ser constructores de nuevos vínculos sociales. Para eso es
imprescindible, además de predicar el Evangelio, procurar personalmente ser un
auténtico testimonio de caridad cristiana.
«Vosotros
sois la luz del mundo» (Mt 5,14), dijo Jesús en uno de sus primeros discursos,
desde la cima de un monte. Era un reto ambicioso para sus oyentes, que
difícilmente habrían salido de Palestina y que en muchos aspectos no eran
mejores que otros pueblos del entorno. ¿Cómo podían iluminar todo el mundo? El
Papa Francisco también ha recordado en alguna ocasión que los bautizados
estamos llamados a ser en el mundo «un evangelio viviente», a sazonar todos los
ambientes con «una vida santa», con «el testimonio de una caridad genuina»[1]. Su propuesta
adquiere en nuestros días una relevancia especial al considerar que los
cristianos, en algunos lugares del mundo, son una inmensa minoría,
como ocurría en los primeros tiempos de la Iglesia: para muchos hombres y
mujeres del siglo XXI, la relación con un católico que vive su fe será a veces
la única oportunidad de aproximarse al Evangelio. Esto supone una enorme
oportunidad. Además, contamos con una garantía: la luz que aspiramos a
transmitir a otros no es nuestra, sino de Dios.
Esa
luz tiene que ver, ciertamente, con el contenido de un mensaje que nos gustaría
extender en el mundo; pero también –y no es menos importante– con el medio que
lo transmite y con el modo de hacerlo. Ambos aspectos están intrínsecamente
unidos, el uno influye en el otro: nuestra condición de discípulos de Jesús se
manifiesta a la vez en el qué y en el cómo.
Sabemos bien que el cristianismo no es puro conocimiento, no consiste en un
saber teórico ni en una suma de lecturas: es, sobre todo, un modo de estar en
el mundo y de relacionarse con los demás que tiene su origen en el encuentro
con Jesucristo. Implica un empeño práctico que, cuando surge de ese diálogo
interior con Dios, acaba interpelando a las personas cercanas. San Josemaría lo
resumió en uno de los puntos iniciales de Camino: «Ojalá fuera tal
tu compostura y tu conversación que todos pudieran decir al verte o al oírte
hablar: éste lee la vida de Jesucristo»[2].
Por
eso, la formación cristiana no busca una simple erudición doctrinal, sino
conformarnos con Jesús. Así extenderemos la buena noticia a través de nuestras
palabras y especialmente con nuestra propia vida, como él mismo hizo. Este modo
de desenvolvernos en el mundo no es ajeno a la convivencia con los otros
hombres, incluidos, como es lógico, los que pueden parecer más lejanos. El
planteamiento de Jesús es magnánimo, incluso revolucionario, supone una de las
grandes novedades del Evangelio: «Amad a vuestros enemigos, haced bien a los
que os odian; bendecid a los que os maldicen y rogad por los que os calumnian»
(Lc 6,27-29). Siempre podremos mirarnos en ese mensaje y examinar hasta qué
punto lo hemos hecho nuestro.
La
diferencia es un regalo
Todas
las personas somos diferentes. Nos distinguimos en el aspecto físico, la voz,
la forma de pensar, el modo de interpretar la libertad, las soluciones que
proponemos a los conflictos de la existencia, hasta en la manera de entender la
humanidad o la propia vida. Frente a esa realidad, nuestra actitud no es
simplemente la de tolerar la diferencia, resignarse ante ella, aceptarla como
si fuera un mal inevitable. Esa diversidad ha sido querida por Dios y, por
tanto, es una riqueza, una manifestación de su infinitud. Las diferencias
forman parte de la grandeza de la creación, podemos y debemos beneficiarnos de
ellas. Queriendo a los demás tal como son, los queremos como los quiere Dios.
Hemos escuchado tantas veces decir que el amor de Dios es incondicional que
tal vez el alcance del adjetivo se ha podido diluir un poco. Sin embargo se
trata de un reto decisivo: el amor de Dios supera y desborda todas nuestras
condiciones, por muy razonadas que nos parezcan. Por eso se convierte también
en un desafío, en una llamada para que amemos incondicionalmente, sin
prejuicios, sin antecedentes, sin excepciones, sin inercias de ninguna clase.
Ese
empeño nos conducirá a evitar el riesgo de pasar sutilmente del «soy distinto»
a «soy mejor», a alejar la tentación de convertirnos en el criterio para medir
a los demás, un peligro frecuente en todo tipo de grupos humanos, desde un
círculo de amigos hasta una nación entera. Ese «soy el mejor» puede inducir una
cierta superioridad moral que aumenta las distancias entre personas hasta crear
a veces fronteras impermeables. Por el contrario, san Josemaría, pensando en el
espíritu del Opus Dei, predicó siempre que «la misión sobrenatural que hemos
recibido no nos lleva a distinguirnos y a separarnos de los demás; nos lleva a
unirnos a todos, porque somos iguales que los otros ciudadanos de nuestra
patria»[3]. Además,
siempre es posible descubrir en el prójimo cualidades que lo hace mejor que
nosotros. «Lo dijo con claridad santo Tomás de Aquino, una de las mentes más
prodigiosas de la historia de la humanidad: “En cualquier hombre existe algún
aspecto por el que otros pueden considerarlo superior”. Siempre hay alguien que
de algún modo nos supera y del que podemos aprender»[4].
Decidirse
a buscar al otro
Los
algoritmos de las redes sociales –la fórmula que selecciona la información que
recibimos– generan una tendencia a buscar, promover, compartir y consumir
solamente noticias, comentarios o interpretaciones que avalan nuestras propias
ideas. Esto muchas veces nos puede llevar a minusvalorar o ignorar opciones
alternativas o experiencias distintas a la nuestra. El Papa Francisco nos ha
puesto en guardia frente a este peligro: «El funcionamiento de muchas
plataformas a menudo acaba por favorecer el encuentro entre personas que
piensan del mismo modo, obstaculizando la confrontación entre las diferencias.
Estos circuitos cerrados facilitan la difusión de informaciones y noticias
falsas, fomentando prejuicios y odios»[5].
Siempre
es más cómodo recibir permanentemente confirmaciones de lo que pensamos. La
inercia nos aleja de las dudas en cuestiones opinables, apaga el sano espíritu
crítico. A todos nos cuestan las conversaciones difíciles, no
siempre nos encontramos cómodos al abandonar la seguridad de lo conocido. Por
eso, el camino para encontrar al otro requiere una decisión personal, una
actitud proactiva. Buscar juntos la verdad a través del diálogo, del
conocimiento mutuo, «es un camino perseverante, hecho también de silencios y de
sufrimientos, capaz de recoger con paciencia la larga experiencia de las
personas y de los pueblos»[6].
En ese
diálogo, los cristianos tenemos claro que no se trata de cambiar el mensaje de
Cristo ni de confrontarlo retóricamente con otras propuestas en busca de un
punto medio conciliador. Sería tramposo enfrentar el qué y
el cómo en una lucha teórica. Los cristianos queremos vivir el
mensaje de Cristo en su integridad, adquirir una nueva manera de ser: esta es
una premisa sustancial de nuestra misión. Por eso estamos abiertos a conocer,
valorar y aprovechar la experiencia de los demás.
Esta
aspiración se puede complicar cuando las personas que piensan de modo diferente
adoptan posturas hostiles. El desenlace de la vida terrena de Jesús puede ser
un espejo para mirarnos cuando nos inquieten las dudas. Descubriremos en su
pasión y en su muerte que esa incomprensión no debería preocuparnos más de lo
necesario. La asimetría que asume el cristiano al convivir de ese modo, al
convivir desde la cruz, encarna el discurso del Señor sobre el amor a los enemigos.
Más aún, esa desproporción en el trato que damos a los demás puede ser una
manifestación específica del cristianismo. En palabras del mismo Jesús: «Si
amáis a los que os aman, ¿qué merito tendréis?, pues también los pecadores aman
a quienes les aman» (cfr. Lc 6,32-33). Esto lo podemos aplicar también a
quienes nos comprenden –o comprendemos– menos y a quienes cuyo trato se nos
puede hacer un poco más difícil, al menos al principio.
Jesús
acoge a la samaritana
Es
razonable imaginar una sintonía creciente de Jesús con los apóstoles conforme
pasan los meses juntos: son sus amigos, las personas más cercanas, las más
favorables a su misión. Pero también van apareciendo en los evangelios otros
hombres y mujeres ajenos a los intereses, a la geografía y al estilo de vida de
los doce. Por ejemplo, la samaritana. El diálogo que Jesús mantiene con ella es
uno de los más extensos del Evangelio. Es una conversación que le sirve a Jesús
para reducir rápidamente las distancias que los separan. Mientras Pedro y los
demás buscan algo para comer, él pide agua a la mujer e inicia una conversación
en la que rápidamente deshace sus prejuicios y barreras. Las palabras del
Maestro sacuden el alma de la samaritana y, cuando se despiden, ella se siente
impulsada a compartir su descubrimiento con todos: «Dejó su cántaro, fue a la
ciudad y le dijo a la gente: venid a ver a un hombre que me ha dicho todo lo
que he hecho. ¿No será el Cristo?» (Jn 4,28-29). Se había convertido en una
mujer apóstol de la que Dios se sirvió para que muchos samaritanos creyeran en
Jesús.
La
relación del Señor con la mujer samaritana encierra una enseñanza elocuente: no
debemos descartar a nadie. Las distancias entre ambos eran evidentes, pero el
desenlace del relato evangélico nos anima a llevar hasta Dios a personas que
nos pueden parecer poco afines. Jesús transformó rápidamente en un nosotros aquel
único encuentro. En ocasiones, las diferencias con otras personas o los juicios
apresurados que hacemos de ellas se ponen de manifiesto después de una simple
conjunción adversativa: «es buen trabajador, pero…», «es muy
generosa con su tiempo, pero…», «es de un trato bastante
agradable, pero…». El pero será con frecuencia
inevitable, a veces simplemente reflejará alguna situación externa. Debemos
estar atentos para no convertirlo en una excusa para mantener la distancia con
el otro.
A la
hora de deshacer nudos, pensar en la propia familia aporta una clave que tal
vez hemos experimentado en primera persona. Los lazos especialísimos que nos
unen a nuestros padres, hermanos o hijos proporcionan un sentido distinto a
ese pero. Lo que antes suponía una objeción, incluso una trinchera,
nos sirve para unir, nos aporta una razón lógica para no descartar a nadie.
Podemos tener tal o cual diferencia con una persona, incluso de una entidad
considerable, «pero es mi hermano», «pero es mi hija»,
«pero es mi padre». De algún modo, la caridad consiste en aplicar
ese criterio en otros ámbitos. En el caso de la samaritana, Jesús transformó
el pero en un además. Un cristiano es alguien que
acoge. Y su acogida tiene más sentido con los que vienen de más lejos.
«Nosotros, procurando –dentro de nuestra poquedad– imitar al Señor, tampoco
“excluimos a nadie, no apartamos a ningún alma de nuestro amor en Jesucristo.
Por eso habréis de cultivar una amistad firme, leal, sincera –es decir,
cristiana– con todos vuestros compañeros de profesión: más aún, con todos los
hombres, cualesquiera que sean sus circunstancias personales”»[7].
El
«giro copernicano» del amor
En ese
empeño por tender puentes y estrechar las relaciones con personas distintas, la
alegría de los cristianos puede suponer una ventaja decisiva. «Ganar en
afabilidad, alegría, paciencia, optimismo, delicadeza, y en todas las virtudes
que hacen amable la convivencia es importante para que las personas puedan
sentirse acogidas y ser felices»[8]. Una persona
alegre interpela con su propia vida, sin necesidad de justificaciones teóricas
previas. Benedicto XVI considera que «la fuerza con que la verdad se impone
tiene que ser la alegría, que es su expresión más clara. Por ella deberían
apostar los cristianos y en ella deberían darse a conocer al mundo»[9]. Por eso, en
cierto sentido, la alegría es una responsabilidad en este mundo agitado y
cambiante. La paciencia es igualmente necesaria, sobre todo con personas que
pueden presentar una actitud un poco hostil. «Ofrecer nuestra amistad de manera
auténtica presupone la capacidad de arriesgar, pues cabe la posibilidad de no
ser correspondido»[10]. Y, unido a la paciencia, también es
imprescindible el respeto, que «no es una educada resignación ante los defectos
de los demás, con la que nos quedamos protegidos detrás de nuestro muro de
defensa, sino un porte cercano, comprensivo, magnánimo, que nos permite mirar
de verdad a los ojos a cada uno»[11].
Las
manifestaciones anteriores se engloban dentro de la caridad, que es el rasgo
fundamental en nuestra relación con los demás. Ya lo experimentó san Pablo:
«Aunque tuviera el don de profecía y conociera todos los misterios y toda la
ciencia, y aunque tuviera tanta fe como para trasladar montañas, si no tengo
caridad, no sería nada» (1 Cor 13,2). También Benedicto XVI habló del «giro
copernicano del amor» que consiste en entrar en una nueva dimensión de la
caridad: Dios nos ama no porque nosotros seamos buenos o reunamos algún mérito,
sino porque él es bueno. La imitación de Cristo en este aspecto nos permitirá
amar no solo a un pequeño círculo de personas sino a todos los hombres y
mujeres que Dios ha puesto en nuestro camino. Nunca seremos del todo
conscientes del fruto de esta actitud: nunca sabremos hasta qué punto la
cercanía, el cariño, la paciencia y el respeto activaron deseos magnánimos en
las personas que se fueron cruzando en nuestra vida. Sin embargo, tenemos el
convencimiento de que, para ser luz del mundo, no hay ninguna estrategia de
transmisión posible al margen de la caridad. Lo sintetizó san Josemaría: «De
que tú y yo nos portemos como Dios quiere –no lo olvides– dependen muchas cosas
grandes»[12].
* * *
Vivimos
tiempos propicios para la magnanimidad: el Papa Francisco se ha servido de la
parábola del buen samaritano para recordarnos que debemos ser «constructores de
un nuevo vínculo social»[13], para hacernos caer en la cuenta de que
todos los días nos enfrentamos a «la opción de ser buenos samaritanos o
indiferentes viajantes que pasan de largo»[14]. El ejemplo de aquel único caminante que
se detuvo al ver a un hombre malherido en la cuneta nos recuerda que «hoy
estamos ante la gran oportunidad de manifestar nuestra esencia fraterna, de ser
otros buenos samaritanos que carguen sobre sí el dolor de los fracasos, en vez
de acentuar odios y resentimientos»[15]. El buen samaritano es un mensaje
viviente, muestra la identificación entre el qué de su alma y
el cómo de sus actos.
Alguna
vez los prejuicios y las barreras podrán parecer insalvables. Sin embargo, hay
un recurso eficacísimo para desactivar rencores o posturas irreductibles: la
oración. Rezar por una persona con fe y constancia nos une a ella de un modo especial
y nos acerca a la propuesta citada del evangelio: rezar por los enemigos nos
ayuda a no tenerlos, nos cambia la mirada sobre cualquier persona, también
sobre aquellas que tal vez nos puedan resultar incómodas. San Josemaría
encomendaba diariamente a Dios en la Santa Misa a quienes le habían hecho daño
en algún momento[16]. Es un
planteamiento que aparece resumido en un punto de Forja: «Considera
el bien que han hecho a tu alma los que, durante tu vida, te han fastidiado o
han tratado de fastidiarte. –Otros llaman enemigos a esas gentes. Tú, tratando
de imitar a los santos, siquiera en esto, y siendo muy poca cosa para tener o
haber tenido enemigos, llámales bienhechores. Y resultará que, a
fuerza de encomendarlos a Dios, les tendrás simpatía»[17].
[1] Francisco,
Ángelus, 09-02-2014.
[2] San
Josemaría, Camino, n 2.
[3] San
Josemaría, Carta 1, n. 5a.
[4] Isabel
Sánchez, Mujeres brújula en un bosque de retos, Planeta, Barcelona,
2020, p. 159.
[5] Francisco, Fratelli
tutti, n. 45.
[6] Ibíd.,
n. 50.
[7] Mons.
Fernando Ocáriz, Carta Pastoral, 1-XI-2019, n. 7. El texto entrecomillado que
aparece dentro de la cita pertenece a la carta 18 de san Josemaría.
[8] Ibíd.,
n. 10.
[9] Benedicto
XVI, Opera Omnia, vol. 11, parte C, XI, 4.
[10] Mons.
Fernando Ocáriz, Carta pastoral, 1-XI-2019, n. 12,
[11] «Con
el cariño en la mirada», en www.opusdei.org.
[12] San
Josemaría, Camino, n. 755.
[13] Francisco, Fratelli
tutti, n. 66.
[14] Ibíd.,
n. 69.
[15] Ibíd.,
n. 77.
[16] Cfr.
Javier Echevarría, Carta pastoral, 1-IV-1999.
[17] San
Josemaría, Forja, n. 802.
Tomado
de: https://opusdei.org/es-es/document/el-desafio-del-nosotros/
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