Laureano Márquez 24 de agosto de 2022
«¡Que
no panda el cúnico!» El título de este escrito alude, solamente, a la magistral
película de Chaplin. Fue estrenada en los Estados Unidos en 1940. Aunque para
el momento ya se había consolidado el cine sonoro, Chaplin seguía haciendo cine
mudo, porque temía que, al hablar un determinado idioma, su personaje perdiera
toda su magia. El gran dictador es la primera película sonora
de Chaplin y para ser su debut en el uso de la palabra, fue mucho lo que dijo.
El brillante discurso final se prolonga durante casi cinco minutos en los
cuales no hay un solo chiste, sino una profunda reflexión sobre lo que debe ser
el destino humano en términos de libertad, tolerancia, progreso y democracia.
La película ofrece una parodia de Adolf Hitler (Hinkel), pero va más allá, aborda el tema de las dictaduras en general, a partir del nazismo y del fascismo, también el antisemitismo imperante en el momento. Ciertas «similitudes» existían entre el gran maestro del humor y el dictador alemán, el propio Chaplin lo reconoció cuando dijo que usaban el mismo bigote, además de haber nacido el mismo año. «Conozco bien a ese hombre, es capaz de cualquier cosa», dijo. Como la película se estrenó durante la guerra, al finalizar esta, Chaplin afirmó que, de haber conocido los horrores de los campos de concentración, no hubiese podido rodar su largometraje.
Esto
nos lleva a una discusión que siempre es interesante: banaliza el humor las
tragedias políticas al usarlas como fuente de parodia e inspiración o, por el
contrario, subraya su crueldad y sus contradicciones para ayudarnos a tomar
conciencia de ellas, para combatirlas y sobre todo prevenirlas.
En el
caso de El gran dictador, es sin duda lo segundo. Chaplin muestra el
patetismo de los dictadores. Lo genial es que, sin denigrar al ser humano,
exhibe su desnudez moral, la ridiculez que se esconde detrás de su aparente
solemnidad y sus delirios de grandeza, pero sobre todo su inhumanidad.
Al
final, toda acción tiene un propósito y es eso lo que cuenta. A dónde conducen
las palabras que se pronuncian, qué valores o antivalores defienden y
propician, qué consecuencias tienen. Vale para el humor y para lo que decimos
en nuestra vida cotidiana, los medios o las redes. Nada queda en el vació, toda
palabra dicha queda resonando por siempre en los corazones a los que llega.
Escuchar,
en estos tiempos, a personas aupar el legado de Adolfo Hitler, horroriza y
asusta. Una de las cosas que nos enseña el trayecto vital del líder nazi es que
hay que temerles a esos «loquitos» de apariencia inofensiva y hasta cómica,
dueños de un discurso absurdo que parece que no va a llegar a ningún lado,
porque pueden terminar convirtiéndose en los amos de nuestro destino y
capitanes de nuestra esclavitud si bajamos la guardia de nuestras defensas
espirituales y políticas. Sus palabras pueden transformarse en desolación y
muerte.
La
obra de Chaplin perdurará, como testimonio del humor puesto al servicio de la
justicia, la democracia y la libertad, para desenmascarar a esos «loquitos»
capaces de cualquier cosa y para recordarnos, desde el humor, que no debemos
conjurar demonios, porque el Diablo siempre destruye, incluso a quien le sirve.
Laureano
Márquez
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