Julio Castellanos 28 de agosto de 2022
@rockypolitica
A
veces, desafortunadamente, los ciudadanos tienden a olvidar la importancia de
las instituciones para la vida civilizada. La barbarie autocrática nos hace
volver a recordar, forzosamente y sobre la marcha, lo que en momentos de
frivolidad pudimos olvidar y esforzarnos para restituir la democracia, la
libertad y la paz social. Uno de nuestros grandes olvidos como sociedad fue el
rol de los partidos políticos.
Me temo que, incluso entre personas con cierto grado de instrucción, se desconoce que los partidos políticos son expresiones organizativas de la sociedad civil y que, por tanto, cuando se afirma que existe un supuesto conflicto entre los partidos y la sociedad civil se incurre en, al menos, una grotesca imprecisión.
Los
partidos nacen de las inquietudes políticas de un determinado grupo de personas
y su vocación, sin más, es lograr alcanzar el poder y mantenerlo. En las
sociedades democráticas, existen diversos partidos y estos canalizan su
inherente conflicto por el poder a través de la celebración de elecciones
periódicas, libres y justas. Es un hecho que la alternativa a regularizar el
conflicto político por medio de elecciones es la guerra civil.
Un
partido político, dado el escenario de competitividad y conflicto en el que se
desenvuelve de manera constante, requiere de sus miembros disciplina. Sin ella,
el partido se vería rápidamente superado por un entorno hostil que promovería
su división y la fragmentación. Mientras mayor sea la disciplina del partido,
mayores son sus posibilidades de éxito tanto en lograr victorias electorales
como la de mantener coherencia a la hora de ejercer el gobierno. Aún más, si un
partido determinado en cierta coyuntura incentiva la protesta pública, promueve
la movilización ciudadana y desarrolla una agenda de agitación popular, es
fundamental contar con una disciplina muy rígida.
Los
opinadores que desde fuera de estas organizaciones hacen llamados a debatir, a
horizontalizar, a descentralizar o democratizar a los partidos son,
esencialmente, enemigos de los partidos y de la democracia. No hay medias
tintas, los partidos políticos deben ser piramidales y disciplinados si también
desean ser exitosos y perdurables.
Los
partidos, además, cumplen un rol fundamental para el sistema democrático. Se
constituyen en interlocutores entre la sociedad y el Estado. Su vocación
electoral les obliga a comprender los distintos intereses parciales expresados
por la sociedad a través de los sindicatos, gremios o agrupaciones civiles,
para luego ofertar unos objetivos programáticos que sean atractivos para la
mayoría. Aunque numéricamente los militantes de los partidos políticos sean
algo menos que el 2% de la población adulta en un país, solo puede ganar una
elección quien logre la mitad más uno de los votos. El voto de la prostituta
vale lo mismo que el de la monja, por tanto, el mensaje del partido debe ser
atractivo para ambas ciudadanas. Alguien dirá “pero eso es inmoral”, “pero eso
es no tener ideales”, “eso es antiético” y tendría razón.
La
verdad es que la lucha por el poder, como bien reconoció Maquiavelo hace cinco
siglos, no tiene mucho que ver ni con la fe, ni las buenas costumbres, ni los
ideales. Eso no es una crítica, faltaba más, ¡qué bueno que los partidos
políticos son así!. De otra manera, ¿Cómo lograríamos que en los sistemas
democráticos se tomen decisiones ajustadas a los intereses de la mayoría? ¿Por
obra y gracia del espíritu santo?. Ciertamente, muchas veces se incumplen las
promesas hechas y la consecuencia lógica para un partido político que no
satisfaga al electorado es perder la siguiente elección.
¿Qué
ocurre cuando una coalición se hace con el poder de forma exclusiva e impide
que la mayoría se exprese en elecciones democráticas? Pues, se destruyen los
partidos de oposición, se fragmenta a la sociedad, se limita o anula la libre
circulación de ideas y se reprime a cualquier ciudadano descontento con esa
situación. Ese es el fin de la democracia porque sin competencia entre partidos
y sin interlocución entre la sociedad y el Estado los únicos intereses que
importa satisfacer son las apetencias económicas de los miembros de la
coalición dominante.
En ese
contexto se fortalece y crece, como la mala hierba, el opinador antipartido.
Para el o ella, la dictadura comete sus crímenes por culpa de los partidos, se
critica a los partidos por su búsqueda del poder, se critica su disciplina, se
critica su vocación electoral, se les separa artificiosamente del resto de la
sociedad civil y se les arrincona… todo ello solo beneficia a las dictaduras.
De
hecho, los partidos políticos modernos surgieron como respuesta al poder de las
oligarquías familiares, las corporaciones religiosas y las fuerzas armadas. Si
los partidos dejan de existir, claramente los beneficiarios serán las familias
poderosas, el clero más cínico y los militares más represivos. Un ciudadano
democrático tiene el deber de comprender su realidad y actuar en consecuencia,
sino la antipolítica y la dictadura lo devorará.
Julio
Castellanos
@rockypolitica
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