Orlando Viera-Blanco 30 de agosto de 2022
@ovierablanco
“Gracias
mamá. A fin de cuentas siempre supiste dónde estaba, qué peligro vencería y
cómo regresaría a casa… Ahora entiendo la cantimplora, las botas frazzani y el
pequeño San Antonio en mi cartera, de cierre mágico…”
Una
infancia llena de intensas vivencias amén de los sustos y arrojos inocentes nos
lleva a otro modo de vivir en la madurez. La vida es un incansable andar,
saltar, nadar o acampar, es querer llegar a algún sitio sí lo haces bien. Es
llegar a una cumbre y volver a casa…Es un viaje sin fin de caminos y aventuras,
inolvidables.
Fui un
niño inmensamente libre. No porque mis padres lo quisieran así [que igual lo
promovían] sino porque sencillamente poco se enteraron-en rigor-qué hacía fuera
de casa, adónde iba o qué ingeniaba, la pandilla. De esas ‘cruzadas de niños
mosqueteros’ lo que queda es una hermosa reminiscencia, sin duda generadora de
mis miedos, retos y temeridades más profundos.
Tierra, montaña y gigantes ficticios…
Viví
mi infancia en La Trinidad. Mi patio trasero era la montaña que colinda con
Monterrey en la ruta al placer y más allá el cerro el Volcán en Oripoto. Con
apenas diez años recorríamos todo ese valle. Nos podía ocupar todo un día.
Llevamos sándwiches caseros, cantimploras y algunos ‘mecates’ haraposos.
La
primera parada era en la cantera, al pie de la calle la escuela. Un cementerio
de trastos abandonados y oxidados. Aquellos armatostes los convertíamos en los
gigantes de ultraman, Gotzila o el hombre par. Nuestro coloso preferido era una
demoledora a la que le colgaba una gran bola de acero. Un columpio como
“asiento de guerra” para lidiar-palo de escoba convertido en espada en mano-con
nuestros enemigos ficticios.
La
prueba para entrar a la pandilla era hacer la “travesía del zorro”. Treparse
por el brazo de la grúa y alcanzar la bola. Recuerdo un día que Pascual
[aspirante] se quedó pasmado a mitad de camino entre la polea y Lucía [la
bola]. Armando, el jefe, comentó: “no pasa nada, ya se cansará y llegará a
‘Lucía’ de un tirón…! Lucía le decíamos al “sillón de acero” por ser venerable,
un trofeo, desde donde ganar la mirada de la niña más bella de la cuadra, Lucia
Sanoja [a la postre gran actriz]…No pasaron segundos cuando Jorge, el ‘Batman’
del grupo, se lanzó como ave al rescate de Pascual. Al final ambos volaron a
una montaña de arena al lado de la grúa.
La
siguiente parada era la cueva de la vieja. Una cueva oscura, fría, desolada,
repleta de murciélagos que salían espantados al escucharnos. Con linternas
jugábamos a ‘la casa de los fantasmas’ simulando los parques de diversión tipo
chicolandia…Luego seguíamos a cazar orquídeas. Peligroso envite. Estaban en la
punta de un árbol en forma de garfio al filo de la cala. Como gatos trepamos a
Mauricio, apodo inspirado en un hombre que vivió bajo su sombra. Dice la
leyenda que “su espíritu afloró en las orquídeas” […] La recompensa por vencer
semejante brío era vender [las] en 5 bolívares. Arturito, por ser el más
atrevido, ganaba más. Un día regresamos. Aquel noble árbol ya no estaba. Un
aguacero le había derrumbado. Mauricio había partido…
Alcanzar
la cueva del indio, suponía librar el ‘el salto del diablo’. Un bache a gran
altura en forma de v, que exigía un salto de gacela para tocar base. Cualquier
resbalón era caer por un barranco cuya única “mayas de seguridad” era un fusca
de raíces y maleza. Confiábamos en su dureza, pero hoy sospecho que aquella
maraña no toleraba el peso ni de conejo…Al inocente lo protege Dios. ¡Llegar a
la cima era como si estuviéramos en el Everest! Nos creíamos Superman. Hasta
capas rojas llevamos…
En el
mar la vida es más riesgosa…
El
club de vela de Macuto [Camurí Chico], fue una obra espléndida de Diego Arria.
Un balneario público con servicios de primera, club de vela incluido. Papá me
dio de alta en ese club. Mi tutor era ‘cara de vieja’: Claudio. Un joven de
Camurí, con pelo amarillo quemado por la sal del mar y su cara arrugada como
una pasa. Su capacidad para maniobrar el pequeño bote de 12 pies era circense.
Ganaba todas las regatas. El tema es que yo no contaba con su plante y mucho
menos buen entendimiento con el mar. Un día me dijo, “Nano, hasta aquí llego yo
hoy. Sigues tú. Sube dos [millas] a sotavento y regresas empopado. Si volteas
ya te enseñé qué hacer…”
Apenas
al navegar una milla todo cambió. El mar se vino de azul a púrpura, de cálido a
frío y de quieto a olas que no dejaban ver la vela. Claudio lo sabía. Me había
enviado a un mar 4 para forzar mi destreza y adrenalina. No pasaron minutos
cuando una ola me volcó. Activé el procedimiento. Viento en contra era difícil
enderezar el bote. Me arrastraba la corriente. Cuando intenté buscar la orza
[la quilla] debajo del agua, atasqué mi chaleco salvavidas con el gancho de la
caza escota. Los nervios me paralizaban. Ni pensé en sacarme el chaleco. De
pronto apareció cara de vieja como un tiburón. Me tiró de los cabellos y puso
mi cara en la burbuja de aire bajo la batea […] Al salir Claudio me Comentó:
Bueno nuevo, acabas de aprender lo que la mar no se hace: retarle, desesperarse
y huir…
Equilibristas
sin paracaídas… y un café.
Uno de
los juegos más delirantes eran los equilibristas. Cruzar edificios caminando
sobre muros medianeros de 10 centímetros de ancho…De esos muros íbamos a las
construcciones nuevas. Jugábamos a los paracaídas ¡pero sin campana! Nos
lanzábamos de dos o tres pisos de alto para caer los montículos de arena.
Ganaba quien se enterrara más…El día continuaba en un campo empedrado de
béisbol entre bicicletas, guantes rotos, patines y pelotas descocidas. Aún
conservo la huella de mis labios clavados en mis frenillos, tras un bote pronto
que no pude dominar…
Las
noches terminaban a veces en una fogata en terrenos baldíos, entre salchichas y
panes que cada uno traía. Una vez el fuego llegó a la ventana de doña Fátima,
la conserje del Edificio Arcar. Corrimos al verla salir endemoniada en bata
baño…Al llegar a casa mamá preguntó: ¿de dónde vienen agitados con esa cara
husmeada? Al instante llegó [Doña Fátima] enfurecida: “Esses diabinhos queriam
queimar minha casa…”. Mamá-que no entendió una sílaba-la invitó entrar a casa y
tomar un café…
La
vida es un largo viaje que al decir de Miguel Otero Silva en su poema Siembra,
es “darnos a la rosa y al árbol, a la tierra y al viento…es vivir en las
vibrantes voces de la mañana.” Travesuras que siembran felicidad y futuro.
Recuerdos que lavan un presente como esas cuevas frías y oscuras iluminadas por
linternas, que son nuestros deseos de vivir. Es la Venezuela que nos hizo
resilientes, fajadores y voluntariosos, donde sembramos ilusiones, retos,
aventuras y nos imponíamos cumbres, a las que queremos volver, pero con capas
tricolor….
Gracias
mamá…A fin de cuentas siempre supiste dónde estaba, qué peligro vencería y cómo
regresaría a casa…Ahora entiendo la cantimplora, las botas frazzani y el
pequeño San Antonio en mi cartera, de cierre mágico…
Orlando
Viera-Blanco
@ovierablanco
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