Armando Chaguaceda 21 de agosto de 2022
En los
últimos años, han aparecido
formas de Gobierno no democráticas que utilizan la legitimación y
manipulación en tanto recursos para la conservación del poder. Estos nuevos o
renovados despotismos, como lo denomina el experto John Keane, dentro
y fuera de América Latina, basan parte de su resiliencia en combinar
cualidades básicas de la autocracia y elementos subordinados de la democracia.
Su éxito depende de la capacidad de desplegar, de modo controlado, una
violencia efectiva, de institucionalizar sus mecanismos adaptativos —como la
deliberación y consulta tecnocráticas— y de promover un desarrollo
socioeconómico sin libertad política.
Estos regímenes de la post Guerra Fría recuperan los viejos recursos de la represión clásica, pero los combinan con la desinformación, la manipulación y la simulación, tanto en el espacio físico de las instituciones y plazas como en el de la esfera virtual. Su discurso abriga un collage de ideas y léxicos —ambientalismo y desarrollo, tradición y modernización, deliberación y consulta ciudadana— que dibujan retóricamente cierto horizonte de progreso. Se trata de gobiernos expertos en las artes de la manipulación, la seducción, la cooptación y la represión selectiva —coerción calibrada— o ampliada, como las desplegadas en tiempos recientes en Alma Atá, Shangai o San Petersburgo.
Son
regímenes en los que se despliegan las artes de la manipulación que Iván
Krastev, politólogo y presidente del Centro de Estrategias Liberales de Sofía
(Bulgaria) y Stephen Holmes, profesor de Derecho de la Universidad de Nueva
York,—al analizar las acciones de imitación expandidas tras el fin de la Guerra
Fría— han llamado el
arte de hacer realidad apariencias políticas. Una práctica para legitimar
el poder de Estados autoritarios en el mundo poscomunista sobre el telón de
fondo de una retórica democrática globalizada. Los encargados de esa tarea son
llamados tecnólogos políticos.
Los
tecnólogos políticos son una suerte de híbrido entre el consejero cortesano de
las monarquías absolutas, el propagandista de las dictaduras leninistas y los
expertos en marketing político de las democracias liberales. Especialistas en
manipular la opinión pública con objetivos afines a las élites del sistema
autoritario, los tecnólogos políticos no operan con base en las ocurrencias de
mentes brillantes. Estos adquieren su rol a partir de equipos
multidisciplinarios, encabezados por alguna figura autorizada.
Según
Krastev y Holmes, estos tecnólogos políticos son “enemigos intransigentes de
las sorpresas electorales, del pluralismo de partidos, de la transparencia
política y de la libertad de unos ciudadanos bien informados para participar en
la elección de sus gobernantes”. Maquillan el autoritarismo con apariencias
democráticas. En un mundo post 1989 en el que los autócratas eligen prevalecer
al incorporar —desnaturalizándolas— las técnicas y retóricas republicanas.
Los
tecnólogos políticos realizan un trabajo «creativo» en coyunturas sensibles
—elecciones, escándalos, protestas, procesos constituyentes— para los
autoritarismos nativos y mantienen la ilusión de apertura y pluralismo dentro
de entornos restrictivos. En la popular serie «El servidor del pueblo», el
candidato Vasily P. Goloborodko se ve asediado por un tecnólogo político, quien
le vende su oferta como único modo de prevalecer dentro de una competencia
falseada por los oligarcas.
La
tecnología política opera a través de un ecosistema de ONG gubernamentales
(Gongos), medios de prensa autorizados e intelectuales reformistas, todos
leales a las élites y narrativas centrales del sistema. Con sus recursos
comunicacionales e intelectuales, los tecnólogos políticos refuerzan la
gobernanza cuando no conviene aplicar la violencia excesiva. Dentro de la
cobija del Estado autoritario, ideología oficial y tecnología política
establecen una división del trabajo. La ideología tradicional se orienta a las
masas, cautiva de medios e información masivos a través de los canales
estatales, mientras que la tecnología política seduce —a través de medios
«alternativos»— a segmentos conectados de élites nativas y públicos foráneos.
Varios
tecnólogos políticos son famosos en países y circuitos del universo autocrático
global. En Rusia destaca Gleb Pavlosvsky, antiguo disidente soviético y asesor
—desde su Fundación para las Políticas Efectivas— de Boris Yeltsin y Vladimir
Putin. En Venezuela tenemos al sociólogo Oscar Schemel, dueño de la
encuestadora Hinterlaces e integrante de la Asamblea Constituyente del
madurismo. En China encontramos a Eric Li, empresario, tertuliano digital y
fundador del conglomerado mediático Guancha. La lista es larga.
Sin
embargo, en la medida que los autócratas se ven desafiados, con inteligencia y
compromiso por sus oponentes, tienden a cerrar los espacios mínimos de disenso.
Es lo que ha sucedido recientemente en elecciones y plazas de Hong Kong, Moscú
o Managua.
Llega entonces el momento de la represión desembozada, de las prácticas
tradicionales de las dictaduras clásicas. Parecería que, en medio de la ola
autocrática en curso, cada vez más veremos desenlaces como esos. En semejantes
escenarios, la oportunidad de los tecnólogos políticos tiende a reducirse.
Cobran protagonismo los propagandistas puros y duros de las autocracias, como
vemos hoy en el ecosistema
mediático del Kremlin luego de la deriva provocada por la invasión a
Ucrania.
Cualquier
forma de pensamiento sobre la política se inserta siempre en estructuras y
dinámicas de poder específicas. En tanto no existe exterioridad entre poder,
academia y economía política, es posible comprender cómo un
régimen no democrático puede implicarse en la producción de ideas y discursos
afines a sus objetivos. Como ha señalado en una obra reciente el colega
latinoamericano Paulo
Ravecca: una dictadura subsiste porque mata y reprime; al tiempo que, en
ocasiones, cobija una intelectualidad leal que piensa y publica. Ese
solapamiento estructural entre violencia estatal y ciencia política autoritaria
adquiere un carácter orgánico en el nexo entre poder y conocimiento encarnado
por los tecnólogos políticos.
Armando
Chaguaceda es Doctor en Historia y Estudios Regionales, Universidad
Veracruzana, México. Máster en Ciencia Política, Universidad de la Habana.
Especializado en procesos y regímenes autocráticos en América Latina y Rusia.
Armando
Chaguaceda
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