Francisco Fernández-Carvajal 20 de agosto de 2022
@hablarcondios
— El Señor quiere que todos los hombres se
salven. La Redención es universal.
— Apóstoles de Cristo en medio del mundo,
donde Dios ha querido que estemos.
— El Señor nos envía de nuevo. Comencemos
por los más cercanos.
I. Además de otras funestas consecuencias, el pecado original dio el fruto amargo de la posterior división de los hombres. La soberbia y el egoísmo, que hunden sus raíces en el pecado de origen, son la causa más profunda de los odios, de la soledad y de las divisiones. La Redención, por el contrario, realizaría la verdadera unión mediante la caridad de Jesucristo, que nos hace hijos de Dios y hermanos de los demás. El Señor, a través de su amor redentor, se constituye en centro de todos los hombres. Así lo predijo el Profeta Isaías, y lo leemos hoy en la Primera lectura de la Misa1: Vendré para reunir a las naciones de toda lengua: vendrán para ver mi gloria. Los mismos gentiles, los que nunca oyeron mi fama ni vieron mi gloria se constituirán en mensajeros del Señor y anunciarán mi gloria a las naciones. Y de todos los países, como ofrenda al Señor, traerán a todos vuestros hermanos a caballo y en carros y en literas, en mulos y dromedarios, hasta mi Monte Santo de Jerusalén –dice el Señor–, como los israelitas, en vasijas puras, traen ofrendas al templo del Señor. Es una grandiosa llamada a la fe y a la salvación de todos los pueblos, sin distinción de lengua, condición o raza. Esta profecía tendrá lugar con la llegada del Mesías, Jesucristo.
En el
Evangelio2, San Lucas recoge la contestación de Jesús a uno que le
preguntó, mientras iban de camino hacia Jerusalén: Señor, ¿son pocos
los que se salvan? Jesús no quiso responder directamente. El Maestro
va más allá de la pregunta y se fija en lo esencial: le preguntan por el
número, y Él responde sobre el modo: entrad por la puerta estrecha... Y
enseña a continuación que para entrar en el Reino –lo único que verdaderamente
importa– no es suficiente pertenecer al Pueblo elegido ni la falsa confianza en
Él. Entonces empezaréis a decir: hemos comido y bebido contigo, y has
enseñado en nuestras plazas. Y os dirá: No sé de dónde sois; apartaos de Mí... No
bastan estos privilegios divinos; es necesaria una fe con obras, a la que todos
hemos sido llamados.
Todos
los hombres tenemos una vocación para ir al Cielo, el definitivo Reino de
Cristo. Para eso hemos nacido, porque Dios quiere que todos los hombres
se salven3. Al morir Cristo en la Cruz, el velo del Templo se rasgó por
medio4, signo de que terminaba la separación entre judíos y gentiles5.
Desde entonces, todos los hombres están llamados a formar parte de la Iglesia,
el nuevo Pueblo de Dios, el cual, «permaneciendo uno y único, debe extenderse a
todo el mundo y en todos los tiempos, para cumplir así el designio de la
voluntad de Dios, que en un principio creó una naturaleza humana y determinó
luego congregar en un solo pueblo a sus hijos que estaban dispersos»6.
La Segunda
lectura7 señala cuál es nuestra misión en esta tarea universal de
salvación: fortaleced las manos débiles, robusteced las rodillas
vacilantes, y dad pasos derechos con vuestros pies, para que los miembros cojos
no se descoyunten, sino más bien se curen. Es una llamada a ser ejemplares
para afianzar, con nuestra conducta y con nuestra caridad, a los que se sientan
más débiles y con pocas fuerzas. Muchos se apoyarán en nosotros; otros
comprenderán que el camino estrecho que lleva al Cielo se convierte en senda
ancha para quienes aman a Cristo.
II. Yo
vendré para reunir a las naciones de toda lengua... y despacharé mensajeros a
las naciones: a Tarsis, Etiopía, Libia, Masac, Tubal y Grecia; a las costas
lejanas...8. Y
vendrán de Oriente y Occidente y del Norte y del Sur y se sentarán a la Mesa en
el Reino de Dios9.
Esta profecía se ha cumplido ya, y, a la vez, son muchos los que no conocen aún
a Cristo; quizá en la propia familia, entre nuestros amigos, gentes que
encontramos diariamente. Es posible que muchos hayan oído hablar de Él, pero en
realidad no le conocen. También nosotros podríamos repetir a muchos las
palabras del Bautista: En medio de vosotros hay uno al que no conocéis10.
El
Señor ha querido que participemos en su misión de salvar al mundo –a todos– y
ha dispuesto que el afán apostólico sea elemento esencial e inseparable de la
vocación cristiana. Quien se decide a seguirlo, y nosotros le seguimos, se
convierte en un apóstol con responsabilidades concretas de ayudar a otros a que
atinen con la puerta estrecha que lleva al Cielo: «insertos
por el Bautismo en el Cuerpo de Cristo, robustecidos por la Confirmación en la
fortaleza del Espíritu Santo, es el mismo Señor el que los destina al
apostolado»11. Todos los cristianos, de cualquier edad y condición, en toda
circunstancia en la que se encuentren, son llamados «para dar testimonio de
Cristo en todo el mundo»12.
El
afán apostólico, el deseo de acercar a muchos al Señor, no lleva a hacer cosas
raras o llamativas, y mucho menos a descuidar los deberes familiares, sociales
y profesionales. Es precisamente en esas tareas, en la familia, en el lugar de trabajo,
con los amigos, aprovechando las relaciones humanas normales, donde encontramos
el campo para una acción apostólica muchas veces callada, pero siempre eficaz.
En
medio del mundo, donde Dios nos ha puesto, debemos llevar a los demás a Cristo:
con el ejemplo, mostrando coherencia entre la fe y las obras; con la alegría
constante; con la serenidad ante las dificultades, presentes en toda vida; a
través de la palabra, que anima siempre, y que muestra la grandeza y la
maravilla de encontrar y seguir a Jesús; ayudando a unos para que se acerquen
al sacramento del perdón, fortaleciendo a otros que estaban quizá a punto de
abandonar al Maestro.
Preguntémonos
hoy en nuestra oración si las personas que nos tratan y conocen distinguen en
nosotros a un discípulo de Cristo. Pensemos a cuántos hemos ayudado a dar un
paso firme en su camino hacia el Cielo: a cuántos hemos hablado de Dios, o
invitado a un retiro espiritual, o aconsejado un buen libro que ayuda a su
alma, a quiénes hemos facilitado la Confesión..., o enseñado la doctrina del
Magisterio sobre la familia o el matrimonio; a quiénes hemos descubierto la
grandeza de ser generosos en la limosna, en el número de hijos, en seguir a
Cristo con una entrega sin condiciones... De los primeros cristianos se decía:
«lo que el alma es para el cuerpo, eso son los cristianos en el mundo»13.
¿Se podría decir lo mismo de nosotros en la familia, en el lugar de estudio o
de trabajo, en la asociación cultural o deportiva a la que pertenecemos?,
¿somos el alma que da la vida de Cristo allí donde estamos presentes?
III. Id
por todo el mundo; predicad el Evangelio a todas las criaturas14,
leemos en el Salmo responsorial de la Misa. Son palabras de
Cristo bien claras: de la tarea que habrán de realizar sus discípulos de todas
las épocas no excluye a ningún pueblo o nación, a ninguna persona. Nadie a
quien encontremos está excluido, a todos llama el Señor: a los muy ancianos y a
los muy jóvenes, al niño que balbucea las primeras palabras y a quien se
encuentra en la plenitud de la vida, al vecino, al directivo de la empresa y al
empleado... De hecho, los Apóstoles se encontraron con gentes bien diversas:
unos eran superiores en cultura, otros pertenecían a pueblos que ni siquiera
sabían que existía Palestina, algunos ocupaban puestos importantes, otros
ejercían oficios manuales de escasa trascendencia en la vida de su nación...
Pero a nadie excluyeron de la predicación. Y los que en otras ocasiones se
mostraron cobardes y faltos de ánimo luego fueron plenamente conscientes de la
misión universal que se les encomendó.
«Cada
generación de cristianos ha de redimir, ha de santificar su propio tiempo: para
eso, necesita comprender y compartir las ansias de los otros hombres, sus
iguales, a fin de darles a conocer, con don de lenguas cómo
deben corresponder a la acción del Espíritu Santo, a la efusión permanente de
las riquezas del Corazón divino. A nosotros, los cristianos, nos corresponde
anunciar en estos días, a ese mundo del que somos y en el que vivimos, el
mensaje antiguo y nuevo del Evangelio»15.
En esta tarea evangelizadora hemos de contar con «un hecho completamente nuevo
y desconcertante, como es la existencia de un ateísmo militante, que ha
invadido ya a muchos pueblos»16;
ateísmo que quiere que los hombres se vuelvan contra Dios, o que al menos lo
olviden. Ideologías que utilizan medios poderosos de difusión, como la televisión,
la prensa, el cine, el teatro..., ante las cuales muchos cristianos se
encuentran como indefensos, sin la formación necesaria para hacerles frente.
«A
todos esos hombres y a todas esas mujeres, estén donde estén, en sus momentos
de exaltación o en sus crisis y derrotas, les hemos de hacer llegar el anuncio
solemne y tajante de San Pedro, durante los días que siguieron a la
Pentecostés: Jesús es la piedra angular, el Redentor, el todo de nuestra vida,
porque fuera de Él no se ha dado a los hombres otro nombre debajo del
cielo, por el cual podamos ser salvos (Hech 4, 12)»17.
El
Señor se sirve de nosotros para iluminar a muchos. Pensemos hoy en quienes
tenemos más cerca: hijos, hermanos, parientes, amigos, colegas, vecinos,
clientes... Comencemos por ellos, sin importarnos que a veces nos parezca que
no servimos para esta tarea, que somos poco para tanto como hay que hacer. El
Señor multiplicará nuestras fuerzas, y nuestra Madre Santa María, Regina
Apostolorum, facilitará nuestra tarea constante, paciente, audaz.
1 Is 66,
18-21. —
2 Lc 13,
22-30. —
3 1
Tim 2, 4. —
4 Lc 23,
45. —
5 Cfr. Ef 2,
14-16. —
6 Conc.
Vat. II, Const. Lumen gentium, 13. —
7 Heb 12,
5-7; 11-13. —
8 Is 66,
18. —
9 Lc 13,
29. —
10 Jn 1,
26. —
11 Conc. Vat.
II, Decr. Apostolicam actuositatem, 3. —
12 Ibídem.
—
13 Discurso
a Diogneto, 5. —
14 Mc 16,
15. —
15 San
Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 132. —
16 Juan
XXIII, Const. Apost. Humanae salutis, 25-XII-1961. —
17 San
Josemaría Escrivá, loc. cit.
Tomado
de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiaria.aspx
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