Francisco Fernández-Carvajal 30 de septiembre de 2023
@hablarcondios
— Parábola de los dos hijos enviados a la
viña. La obediencia nace del amor.
— El ejemplo de Cristo. Obediencia y
libertad.
— Deseos de imitar a Jesús.
I. ¿Qué os parece? comenzó Jesús dirigiéndose a los que le rodeaban. Un hombre tenía dos hijos; dirigiéndose al primero, le mandó: Hijo, ve hoy a trabajar a mi viña. Pero él le contestó: No quiero. Sin embargo se arrepintió después y fue. Lo mismo dijo al segundo. Y este respondió: Voy, señor; pero no fue. Preguntó Jesús cuál de los dos hizo la voluntad del padre. Y todos contestaron: el primero, el que de hecho fue a trabajar a la viña. Y Jesús prosiguió: En verdad os digo que los publicanos y las meretrices os van a preceder en el reino de Dios. Porque vino Juan a vosotros por el camino de la justicia y no le creísteis; en cambio, los publicanos y las meretrices le creyeron1.
El
Bautista había señalado el camino de la salvación, y los escribas y fariseos,
que se ufanaban de ser fieles cumplidores de la voluntad divina, no le hicieron
caso. Estaban representados por el hijo que dice «voy», pero de hecho no va. En
teoría eran los cumplidores de la Ley, pero a la hora de la verdad, cuando
llega a sus oídos la voluntad de Dios por boca de Juan, no la cumplen, no
supieron ser dóciles al querer divino. En cambio, muchos publicanos y pecadores
atendieron su llamada a la penitencia y se arrepintieron: están representados
en la parábola por el hijo que al principio dijo «no voy», pero en realidad fue
a trabajar a la viña. Obedeció, agradó a su padre con las obras.
El
mismo Señor nos dio ejemplo de cómo hemos de llevar a cabo ese querer divino,
que se nos manifiesta de formas tan diversas, «pues en cumplimiento de la
voluntad del Padre, inauguró en la tierra el Reino de los Cielos, nos reveló su
misterio y efectuó la redención con la obediencia»2.
San Pablo, en la Segunda lectura de la Misa3,
nos pone de manifiesto el amor de Jesucristo a esta virtud: siendo Dios, se
humilló a Sí mismo haciéndose obediente hasta la muerte y muerte de cruz.
En aquellos tiempos la muerte de cruz era la más infamante, pues estaba
reservada a los peores criminales. De ahí que la expresión máxima de su amor a
los planes salvíficos del Padre consistió en obedecer hasta la muerte y muerte
de cruz.
Cristo
obedece por amor; ese es el sentido de la obediencia cristiana: la que se debe
a Dios, la que debemos prestar a la Iglesia, a los padres, a los superiores, la
que de un modo u otro rige la vida profesional y social. Dios no quiere
servidores de mala gana, sino hijos que quieran cumplir su voluntad con
alegría, que obedezcan. Cuenta Santa Teresa que, estando un día considerando la
gran penitencia que llevaba a cabo una buena mujer conocida suya, le entró una
santa envidia pensando que ella también la podría hacer, si no fuera por el
mandato expreso que había recibido de su confesor. De tal manera quería emular
a aquella mujer penitente que pensó si sería mejor no obedecer en este consejo
al confesor. Entonces, le dijo Jesús: «Eso no, hija; buen camino llevas y seguro.
¿Ves toda la penitencia que hace?; en más tengo tu obediencia»4.
II. La
obediencia de Jesús –como nos enseña San Pablo– no consistió simplemente en
dejarse someter a la voluntad del Padre, sino que fue Él mismo quien se hizo
obediente: su obediencia activa asumió como propios los designios del Padre y
los medios para alcanzar la salvación del género humano.
Una de
las señales más claras de andar en el buen camino, el de la humildad, es el
deseo de obedecer5,
«mientras que la soberbia nos inclina a hacer la propia voluntad y a buscar lo
que nos ensalza, y a no querer dejarnos dirigir por los demás, sino dirigirlos
a ellos. La obediencia es lo contrario de la soberbia. Mas el Unigénito del
Padre, venido del Cielo para salvarnos y sanarnos de la soberbia, se hizo
obediente hasta la muerte en la cruz»6.
Él nos ha enseñado por dónde hemos de dirigir nuestros pasos: lámpara
es tu palabra para mis pasos, luz en mi sendero, recitan hoy los sacerdotes
en la Liturgia de las Horas7.
La
obediencia nace de la libertad y conduce a una mayor libertad. Cuando el hombre
entrega su voluntad en la obediencia conserva la libertad en la determinación
radical y firme de escoger lo bueno y lo verdadero. Quien elige una autopista
para llegar antes y con más seguridad a su destino, no se siente coaccionado
por los límites y las indicaciones que encuentra; la cuerda que liga al
alpinista con sus compañeros de escalada no es atadura que le perturbe –aunque
le tenga firmemente sujeto–, sino vínculo que le da seguridad y le evita caer
al abismo; los ligamentos que unen las diversas partes del cuerpo no son
ataduras que impiden los movimientos, sino garantía de que estos se realicen
con soltura y firmeza. El amor es lo que hace que la obediencia sea plenamente
libre. ¿Cómo pensar que Cristo –que tanto amó y nos inculcó esta virtud– no lo
fuera? «Para quien quiere seguir a Cristo, la ley no es pesada. Solo se
convierte en una carga si no se acierta a ver en ella la llamada de Jesús o no
se tienen ganas de seguir esa llamada. Por lo tanto, si la ley resulta a veces
pesada, puede ser que haya que mejorar no tanto la ley como nuestro empeño por
seguir a Cristo.
»Si me
amáis, guardaréis mis mandamientos (Jn 14, 15).
Por esto es por lo que quiero obedecerte a Ti y obedecer a tu Iglesia, Señor;
no principalmente porque yo vea la racionalidad de lo que se manda (aunque esa
racionalidad es tantas veces evidente), sino –principalmente– porque quiero
amarte, y demostrarte mi amor. Y también porque estoy convencido de que tus
mandamientos proceden del amor y me hacen libre. Corro por los caminos
de tus mandamientos, pues Tú dilatas mi corazón... Andaré por camino espacioso,
porque busco tus preceptos (Sal 119, 32-45)»8.
III. Mejor
es la obediencia que las víctimas9,
leemos en la Sagrada Escritura. «Y con razón –comenta San Gregorio Magno– se
antepone la obediencia a las víctimas, porque mediante las víctimas se inmola
la carne ajena, y en cambio por la obediencia se inmola la propia voluntad»10,
lo más difícil de entregar, porque es lo más íntimo y propio que poseemos. Por
eso es tan grata al Señor, y de ahí el empeño de Jesús, a quien los vientos
y el mar le obedecen11,
por enseñarnos con su palabra y con su vida que el camino del bien, de la paz
del alma y de todo progreso interior pasa por el ejercicio de esta virtud. Ya
en el Antiguo Testamento estaba escrito: Vir obediens loquetur
victoriam12, el que obedece alcanza la victoria, «el que obedece, vence»,
obtiene la gracia y la luz necesaria, pues recibe el Espíritu Santo,
que Dios otorga a los que obedecen13.
«¡Oh virtud de obedecer, que todo lo puedes!»14,
exclamaba Santa Teresa. Por ser tantos los bienes que se derivan del ejercicio
de esta virtud y el camino que lleva más derechamente a la santidad, el demonio
tratará de interponer muchas falsas razones y excusas para no obedecer15.
Con
todo, la necesidad de obedecer no proviene solo de los bienes tan grandes que
reporta al alma, ni de una eficacia organizativa..., sino de su íntima unión con
la Redención: es parte esencial del misterio de la Cruz16.
Por tanto, el que pretendiera poner límites a la obediencia querida por Dios,
limitaría a la vez su unión con Cristo y difícilmente podría identificarse con
Él, fin de toda la vida cristiana, porque habéis de tener en vuestros
corazones los mismos sentimientos que tuvo Jesucristo en el suyo, el cual,
teniendo la naturaleza de Dios..., no obstante se anonadó a Sí mismo tomando
forma de siervo17.
El
deseo de imitar a Cristo nos ha de llevar a preguntarnos frecuentemente: ¿hago
en este momento lo que Dios quiere, o me dejo llevar por el capricho, la
vanidad, el estado de ánimo? ¿Sé oír la voz del Señor en los consejos de la
dirección espiritual? ¿Es mi obediencia sobrenatural, interna, pronta, alegre,
humilde y discreta?18.
Pidamos
a Nuestra Señora un gran deseo de identificarnos con Cristo mediante la
obediencia, aunque alguna vez nos cueste. «Obedece sin tantas cavilaciones
inútiles... Mostrar tristeza o desgana ante el mandato es falta muy
considerable. Pero sentirla nada más, no solo no es culpa, sino que puede ser
la ocasión de un vencimiento grande, de coronar un acto de virtud heroico.
»No me
lo invento yo. ¿Te acuerdas? Narra el Evangelio que un padre de familia hizo el
mismo encargo a sus dos hijos... Y Jesús se goza en el que, a pesar de haber
puesto dificultades, ¡cumple!; se goza, porque la disciplina es fruto del Amor»19.
1 Mt 21,
28-32. —
2 Conc.
Vat. II, Const. Lumen gentium, 3. —
3 Flp 2,
1-11. —
4 Santa
Teresa, Cuentas de conciencia, 20. —
5 Santo
Tomás, Comentario a la Epístola a los Filipenses, 2, 8.
—
6 R.
Garrigou-Lagrange, Las tres edades de la vida interior,
vol. II, p. 683. —
7 Liturgia
de las Horas, I Vísperas. Sal 119, 105. —
8 C.
Burke, Autoridad y libertad en la Iglesia, p. 75. —
9: 1
Sam 15, 22. —
10 San
Gregorio Magno, Moralia, 14. —
11 Mt 8,
27. —
12 Prov 21,
28. —
13 Hech 5,
32. —
14 Santa
Teresa, Vida, 18, 7. —
15 Ídem, Fundaciones,
5, 10. —
16 Cfr. Santo
Tomás, Comentario a la Epístola a los Romanos, V, 8, 5.
—
17 Flp 2,
5-7. —
18 Cfr. Santo
Tomás, Suma Teológica, 2-2, qq. 104 y 105; q. 108, aa. 5 y
8. —
19 San
Josemaría Escrivá, Surco, n. 378.
Tomado
de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiaria.aspx
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