Francisco Fernández-Carvajal 29 de octubre de 2023
@hablarcondios
— El Señor quiere discípulos alegres. Lo
necesario para conseguir la felicidad «no es una vida cómoda, sino un corazón
enamorado».
— El primer mandamiento y la alegría.
— Llevar la alegría a quienes Dios ha
puesto cerca de nuestra vida.
I. La Antífona de entrada de la Misa1 nos invita a la alegría y nos señala el camino para encontrarla: Que se alegren los que buscan al Señor. Recurrid al Señor y a su poder, buscad continuamente su rostro. Cuando no buscamos a Dios es imposible estar contentos. La tristeza nace del egoísmo, del afán de compensaciones, del descuido de las cosas de Dios y de las de nuestros hermanos los hombres..., de estar pendientes de nosotros mismos, en definitiva. Sin embargo, el Señor nos ha creado para la alegría. Nos quiere más alegres cuanto más cerca de Sí nos llama. Ya en el Antiguo Testamento se anuncia: No temas, tierra; alégrate y gózate porque son muy grandes las cosas que hace el Señor... Alegraos y gozaos, hijos de Sión, en el Señor, vuestro Dios, que os dará la lluvia a su tiempo y hará descender sobre vosotros la temprana y la tardía de otras veces2.
Para
nosotros los cristianos, la alegría es una verdadera necesidad. Cuando el alma
está alegre se vierte hacia fuera y tiene alas para volar hacia Dios y para
excederse en el servicio a los demás; un corazón alegre está más cerca de Dios,
se dispone para llevar a cabo empresas grandes y es estímulo para sus hermanos.
La tristeza paraliza los mejores propósitos de santidad y de apostolado, y
oscurece el ambiente. Es un gran mal. Por eso, San Pablo repetía una y otra vez
a los primeros cristianos: Alegraos siempre en el Señor; de nuevo os
digo: alegraos3.
Por otra parte, en medio de las fuertes contradicciones que estaban padeciendo,
la alegría era su fortaleza y el mejor medio para atraer a otros a la fe.
La
tristeza no se origina por dificultades o sufrimientos más o menos graves, sino
por dejar de mirar a Jesús. Enseña Santo Tomás que este mal del alma es un
verdadero vicio causado por el desordenado amor de sí mismo, y es causa de
otros muchos males4.
Es como una raíz enferma que solo produce frutos amargos. La tristeza origina
muchas faltas de caridad, despierta el afán de compensaciones y permite, con
frecuencia, que el alma no luche con prontitud en las tentaciones que provienen
de la sensualidad.
«Lo
que se necesita para conseguir la felicidad, no es una vida cómoda, sino un
corazón enamorado»5,
pues la alegría es el primer efecto del amor, y la tristeza el fruto estéril
del egoísmo, de la pereza..., del desamor, en definitiva. «La tristeza mueve a
la ira y al enojo; y así experimentamos que, cuando estamos tristes, fácilmente
nos enfadamos y nos airamos por cualquier cosa; y más, hace al hombre
sospechoso y malicioso, y algunas veces turba de tal modo que parece que quita
el sentido y saca fuera de sí»6.
El alma entristecida cae con facilidad en el pecado y se queda sin fuerzas para
el bien; es camino cierto para la derrota. Como la polilla al vestido,
y la carcoma a la madera, así la tristeza daña el corazón del hombre7.
Si
alguna vez sentimos que nos ronda esta mala enfermedad del alma, o que ya se ha
introducido dentro, examinemos dónde tenemos puesto el corazón. «“Laetetur cor
quaerentium dominum”. —Alégrese el corazón de los que buscan al Señor.
»—Luz,
para que investigues en los motivos de tu tristeza»8.
¡Qué difícil es estar triste –aun en medio del dolor, de la pobreza, de la
enfermedad...– cuando de verdad andamos con la mirada puesta en el Señor, y
somos generosos en lo que nos está pidiendo en esa situación, quizá humanamente
difícil! Como San Pablo, podremos decir siempre: estoy lleno de
consuelo, reboso de gozo en medio de las tribulaciones9.
Si buscamos realmente al Señor en nuestra vida, nada podrá quitarnos la paz y
la alegría. El dolor purificará el alma, y las mismas penas se transformarán en
gozo.
II. Laetetur
cor quaerentium Dominum... que se alegren los corazones que buscan al
Señor.
El
Evangelio de la Misa de este domingo10 invita
a la alegría, porque es una llamada al amor. El mandamiento del amor es a la
vez el de la alegría, pues esta virtud «no es distinta de la caridad, sino
cierto acto y efecto suyo»11.
De aquí que el índice de nuestra unión con Dios venga señalado por la alegría y
el buen humor que ponemos en el cumplimiento del deber, en el trato con los
demás, en el modo como llevamos el dolor y las contradicciones.
Cuando
los fariseos se acercaron a Jesús para preguntarle por el mandamiento principal
de la ley, Jesús les respondió: Amarás al Señor tu Dios con todo tu
corazón, con toda tu alma, con todo tu ser. El segundo es semejante a él:
Amarás a tu prójimo como a ti mismo. Esto es lo que necesitamos: dirigirnos
a Dios con todo lo que tenemos y somos, servir al prójimo, abrirnos a él, y
olvidarnos de nosotros mismos, huir de la preocupación por estar más cómodos,
dejar nuestra vanidad y el orgullo a un lado, poner la mirada lejos de
nosotros..., amar.
Muchos
piensan que van a ser más felices cuando posean más cosas, cuando sean más
admirados..., y se olvidan de que solo necesitamos «un corazón enamorado». Y
ningún amor puede llenar nuestro corazón, que fue hecho por Dios para alcanzar
su plenitud en los bienes eternos, sin el Amor. Los demás amores limpios –los
otros no son amores– adquieren su verdadero sentido cuando buscamos al Señor
sobre todas las cosas. Por el contrario, ni el egoísta, ni el envidioso, ni
quien tiene puesta su alma en los bienes de la tierra... gustarán de aquella
alegría que prometió Jesús a los suyos12,
porque no sabrá querer, en el sentido más profundo y noble de la palabra. «Mas
esta fuerza tiene el amor, si es perfecto: que olvidamos nuestro contento por
contentar a quien amamos. Y verdaderamente es así, que, aunque sean grandísimos
trabajos, entendiendo contentamos a Dios. se nos hacen dulces»13.
Todas las dificultades y tribulaciones son llevaderas de la mano del Señor.
III. Dios
mío, peña mía, refugio mío, escudo mío, mi fuerza salvadora, mi baluarte... Yo
te amo, Señor, Tú eres mi fortaleza14,
rezamos al Señor con las palabras del Salmo responsorial.
En Él
encontramos la seguridad y todo lo que necesitamos, también la alegría y la paz
en cualquier situación por la que estemos pasando. Por eso, no dejaremos nunca
de tratarlo personalmente, con intimidad, cada día. Mucho nos va en ello.
La
alegría y la paz que bebemos en esa fuente inagotable que es Cristo, hemos de
llevarlas a quienes Dios ha puesto más cerca de nosotros, a nuestros hogares,
que no han de ser en ningún momento tristes, ni oscuros, ni tensos por las
incomprensiones y los egoísmos, sino «luminosos y alegres»15,
como fue aquel donde vivió Jesús con María y José. Cuando en el lenguaje
habitual se dice «esa casa parece un infierno», enseguida se nos viene a la
mente un hogar sin amor, sin alegría, sin Cristo. Un hogar cristiano debe ser
alegre porque en él está el Señor que lo preside, y porque ser discípulos suyos
significa, entre otras cosas, vivir esas, virtudes humanas y sobrenaturales a
las que tan íntimamente está unida la alegría: generosidad, cordialidad,
espíritu de sacrificio, simpatía, empeño por hacer la vida más amable a quienes
están cerca...
Hemos
de llevar esta alegría serena, resultado de tratar diariamente al Señor, a
nuestro lugar de trabajo, a la calle, a las relaciones con los clientes, a
quien nos pregunta por una dirección en una ciudad que le es desconocida...
Muchos se encuentran tristes e inquietos y necesitan, ante todo, ver la alegría
que el Señor nos ha dejado para ponerse ellos también en camino. ¡Cuántos han
descubierto el sendero que lleva a Dios a través de la alegría cristiana, hecha
vida en un compañero de trabajo, en un amigo...!
Este
gozo cristiano es también el estado de ánimo necesario para el cumplimiento de
las obligaciones propias. Y cuanto más elevadas sean estas, tanto más habrá de
elevarse nuestra alegría16.
Cuanto mayor sea nuestra responsabilidad (padres, sacerdotes, superiores,
maestros...), mayor también la obligación de tener esa alegría para
comunicarla. El rostro del Señor debía resplandecer de alegría, y su paz se
manifestó incluso en su Pasión y Muerte. También en esos momentos quiso darnos
ejemplo para que le imitáramos si el camino de la vida se nos hiciera cuesta
arriba.
El
recurso a Nuestra Madre Santa María –Causa nostrae laetitiae, Causa de
nuestra alegría– nos permitirá encontrar fácilmente el camino de la paz y
del gozo verdadero, si alguna vez lo perdemos. Enseguida comprenderemos que esa
senda que conduce a la alegría es la misma que lleva a Dios.
1 Antífona
de entrada. Sal 104, 34. —
2 Ioel 2,
21-23. —
3 Flp 4,
4 . —
4 Cfr. Santo
Tomás, Suma Teológica, 2-2, q. 28, a. 4, —
5 San
Josemaría Escrivá, Surco, n. 795. —
6 San
Gregorio Magno, Moralia, 1, 31, 31. —
7 Prov 25,
20. —
8 San
Josemaría Escrivá, Camino, n. 666. —
9 2
Cor 7, 4. —
10 Mt 22,
34-40. —
11 Santo
Tomás, o. c. 2-2, q. 28, a. 3. —
12 Cfr. Jn 16,
22. —
13 Santa
Teresa, Fundaciones, 5, 10. —
14 Salmo
responsorial. Sal 17, 2-4; 47; 51. —
15 Cfr. San
Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 22. —
16 Cfr. P.
A. Reggio, Espíritu sobrenatural y buen humor, p. 24.
Tomado
de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiaria.aspx
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