Francisco Fernández-Carvajal 21 de octubre de 2023
@hablarcondios
— Colaboradores leales en la promoción del
bien común.
— La dimensión religiosa del hombre.
— La fe, una luz poderosa.
I.
La Primera lectura de la Misa1 nos
muestra cómo Dios elige sus instrumentos de salvación donde quiere. Para sacar
a su Pueblo del destierro se valdrá de Ciro, un rey pagano. También se sirve el
Señor de la autoridad política para hacer el bien, pues nada queda fuera de su
dominio paternal.
En el Evangelio del día2, ante una pregunta insidiosa, Jesús reafirma el deber de obedecer a la autoridad civil. Unos fariseos, unidos a los herodianos, con los que habían hecho causa común para atacar al Señor, le preguntaron si era lícito pagar el tributo al César. El pago de estas contribuciones era considerado por algunos como una colaboración con el poder extranjero, que con su autoridad –pensaban– limitaba el dominio de Dios sobre el Pueblo elegido. Si el Maestro lo admitía, los fariseos le podrían considerar como colaborador del dominio romano, y desacreditarlo ante una buena parte del pueblo; si se oponía, los herodianos, amigos del poder establecido, tendrían motivo para denunciarle a la autoridad romana.
Jesús
da una respuesta de una hondura divina, más allá de lo que le habían
preguntado, y contesta a la vez con toda exactitud a la cuestión que le han
planteado. No se limita al sí o al no. Dad al César lo
que es del César, enseña el Maestro, lo que le corresponde (tributos,
obediencia a las leyes justas...), pero no más de ello, porque el Estado no
tiene una potestad y un dominio absolutos. Como ciudadanos normales, los
cristianos tienen «el deber de aportar a la vida pública el concurso material y
personal requerido por el bien común»3.
Por su parte, las autoridades están gravemente obligadas a comportarse con
equidad y justicia en la distribución de cargas y beneficios, a servir al bien
común sin buscar el provecho personal, a legislar y gobernar con el más pleno
respeto a la ley natural y a los derechos de la persona: a la vida desde el
momento de su concepción, el primero de todos los derechos; protección a la
familia, origen de toda sociedad; libertad religiosa; derecho de los padres a
la educación de los hijos... ¡Ay de los que dan leyes inícuas!4,
clama el Señor por boca del Profeta Isaías.
Deber
de todos los cristianos es rogar al Señor por los que están constituidos en
autoridad, pues es mucha la responsabilidad que tienen sobre sí. Por nuestra
parte, los cristianos hemos de ser ciudadanos que cumplen con exactitud sus
deberes para con la sociedad, para con el Estado, para con la empresa en la que
trabajamos...: no deben existir colaboradores más leales en la promoción del
bien común. Y esta fidelidad nace a la vez de nuestra conciencia, pues esas
prestaciones deben ser también para nosotros los cristianos camino de santidad:
el pago de los impuestos justos, el ejercicio responsable del voto, la
colaboración en las iniciativas que lleven a una mejora de la ciudad o del
pueblo, la intervención en la política si a eso nos sentimos llamados...
Examinemos hoy delante del Señor si verdaderamente podemos ser ejemplo para
muchos por nuestra colaboración, por el sentido positivo con que nos disponemos
siempre a promover el bien de todos.
II. El
Señor, ante la pregunta de fariseos y herodianos, reconoció el poder civil y
sus derechos, pero avisó claramente que deben respetarse los derechos
superiores de Dios5,
pues la actividad del hombre no se reduce a lo que cae bajo el ámbito de la
ordenación social o política. Existe en él una dimensión religiosa profunda,
que informa todas las tareas que lleva a cabo y que constituye su máxima
dignidad. Por eso, sin que nadie le preguntara, añadió el Señor: Dad... a
Dios lo que es de Dios.
Cuando
el cristiano actúa en la vida pública, en la enseñanza, en cualquier empeño
cultural..., no puede guardar su fe para mejor ocasión, pues «la distinción
establecida por Cristo no significa, en modo alguno, que la religión haya de
relegarse al templo –a la sacristía– ni que la ordenación de los asuntos
humanos haya de hacerse al margen de toda ley divina y cristiana»6.
Por el contrario, los cristianos han de ser luz y sal allí
donde se encuentren, han de convertir el mundo, con frecuencia el pequeño mundo
en el que se desarrolla su vida, en un lugar más humano y habitable, donde los
hombres encuentren con más facilidad el camino que les lleva a Dios. Los
seglares cumplen «la misión de la Iglesia en el mundo, ante todo, con la
concordancia entre su vida y su fe, con la que se convierten en luz del mundo;
con la honradez en todos los negocios, la cual atrae a todos hacia el amor de
la verdad y del bien y, finalmente, a Cristo y a la Iglesia; con la caridad fraterna,
por la que, participando en las condiciones de vida, trabajo y sufrimientos y
aspiraciones de los hermanos, disponen insensiblemente los corazones de todos
hacia la acción de la gracia salvadora; con la plena conciencia de su papel en
la edificación de la sociedad, por la que se esfuerzan en llenar de
magnanimidad cristiana su actividad doméstica, social y profesional»7.
III. El
cristiano, al actuar en la vida pública, al expresar su opinión ante esos temas
fundamentales que configuran una sociedad, lleva consigo una luz poderosa, la
luz de la fe. Sabe muy bien que las enseñanzas de Dios, expuestas por el
Magisterio de la Iglesia, no solo no suponen un obstáculo para el bien de las
personas y de la sociedad, o para el progreso científico. Por el contrario, son
una guía para su realización. Cuando, por ejemplo, el cristiano advierte la
índole indisoluble que por su naturaleza tiene todo verdadero matrimonio, está señalando
una pista de bien social, una garantía para que se conserve sana una sociedad8.
Está aportando un dato importantísimo para el bien de todos.
Por eso, no tiene una postura encogida, preocupada por las opciones que le
están vedadas. ¡Es mucho lo que tiene que aportar al mundo, como hicieron los
cristianos de los primeros tiempos! Debe saber que, si tiene una conciencia
bien formada en aquellos criterios básicos, puede prestar un bien inmenso a sus
conciudadanos. ¡Tiene en sus manos una gran luz en medio de tanta oscuridad!
No
debe ocurrir lo que señalaba el Cardenal Luciani, más tarde Juan Pablo I: «En
esta sociedad se ha creado un enorme vacío moral y religioso. Todos parecen
espasmódicamente lanzados hacia conquistas materiales: ganar, invertir,
rodearse de nuevas comodidades, pasarlo bien (...). Dios –que debería invadir
nuestra vida– se ha convertido, en cambio, en una estrella lejanísima, a la que
solo se mira en determinados momentos. Creemos ser religiosos porque vamos a la
iglesia, tratando después de llevar fuera de la iglesia una vida semejante a la
de tantos otros, entretejida de pequeñas o grandes trampas, de injusticias, de
ataques a la caridad, con una falta absoluta de coherencia»9.
No es así como podremos dar a Dios lo que es de Dios, sino con el
testimonio de una vida coherente, sintiéndonos hijos de Dios igual en el
parlamento que en la conversación amable en casa de unos amigos, con el
convencimiento de que solo en el seno de la Iglesia se guardan los valores que
pueden llenar ese «tremendo vacío moral y religioso». Una sociedad sin estos
valores está abocada a una creciente agresividad y también a una progresiva
deshumanización. Dios no es «una estrella lejanísima», inoperante, sino una
poderosa luz que da sentido a todo el quehacer humano. Somos los cristianos,
unidos a otros hombres de buena voluntad, los que tenemos la posibilidad de
salvar este mundo. ¡Cómo vamos a estar encogidos cuando defendemos el valor de
la vida humana desde sus comienzos –frente a las aberraciones a las que pueden
dar lugar las manipulaciones genéticas–, o el derecho de los padres a la
educación de sus hijos, a que se les imparta una enseñanza católica en las
escuelas si así lo desean!
...A
Dios lo que es de Dios. Del Señor es la vida de los hombres,
desde su concepción; y la familia, a la que santificó en Nazaret, basada en un
matrimonio indisoluble, como Él mismo lo declaró ante el escándalo de los que
le escuchaban; y la conciencia de los hombres, que debe ser formada para que
sea luz que ilumine sus caminos; y la fuente de la vida, que los hombres no
pueden cegar...
Todo
en nuestra vida es del Señor, ¿cómo nos vamos a reservar parcelas donde Él no
pueda estar presente? Pidamos a Nuestra Señora que nos dé la alegría santa de
sentirnos en toda ocasión hijos de Dios, y de actuar como tales con
responsabilidad personal.
1 Primera
lectura, Is 45, 1; 4-6. —
2 Mt 22,
15-21. —
3 Conc.
Vat. II, Const. Gaudium et spes, 75. —
4 Is 10,
1. —
5 Cfr. Conc.
Vat. II, Decl. Dignitatis humanae, 11. —
6 San
Josemaría Escrivá, Cartas, 9-I-1959. —
7 Conc.
Vat. II, Decl. Apostolicam actuositatem, 13. —
8 Cfr. J.
M. Pero-Sanz, Creyentes en la sociedad, BAC, Madrid 1981,
p. 30. —
9 A.
Luciani, Ilustrísimos señores, p. 219.
Tomado
de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiaria.aspx
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