Marta de la Vega 23 de octubre de 2023
La
terrible arremetida del sábado 7 de octubre de 2023 de integrantes del grupo
criminal islámico Hamas, que ingresaron a Israel desde distintos puntos de la
frontera sur con Gaza en la celebración de una fiesta importante de las
comunidades judías, fue un ataque despiadado, sanguinario y desmesurado,
realizado de manera inesperada contra comunidades de kibutz y poblados
fronterizos.
Grupos de milicias terroristas atacaron primero a los asistentes, en su mayoría jóvenes, de un festival de música electrónica por la paz. Incendiaron vehículos. Arrasaron con todo a su paso. Violaron y luego masacraron a las mujeres sobre los cadáveres de los hombres que las acompañaban. Hubo 266 personas muertas. De manera casi simultánea, otros ingresaron a poblados donde familias enteras, inermes e indefensas, fueron asesinadas a sangre fría, sistemáticamente, casa por casa.
Como
monstruos o bestias salvajes sin un ápice de humanidad, sacaban de sus
escondites a niños, jóvenes, hombres y mujeres o adultos mayores para matarlos,
y de los que sobrevivieron, ciento cincuenta personas fueron llevadas a Gaza
como rehenes.
Este
asalto masivo terrorista sin precedentes en la historia del Estado de Israel es
una brutal revelación de que, por un lado, las fuerzas militares israelíes
fueron tomadas por sorpresa, a pesar de informes que señalaban alertas acerca
de una posible incursión armada desde Gaza. Demoraron varias horas en llegar a
los poblados a pesar de las llamadas de auxilio de la gente arrinconada en sus
propios hogares; el ejército y la policía no pudieron evitar la masacre de
comunidades enteras.
Hamas
tuvo el control total de los kibutzim Be’eri y Kfar Aza durante horas, como
relata Yuval Noah Harari, cuyos familiares, muy mayores, lograron sobrevivir;
se rompió totalmente la comunicación cuando los terroristas se hicieron cargo
del kibutz. Iban de casa en casa asesinando a las familias, matando a los
padres delante de sus hijos, secuestrando incluso a bebés y a abuelos.
Para
Hamas, la meta escrita en sus estatutos no es la liberación de Palestina ni la
reivindicación legítima de su dignidad, ni la construcción de un Estado en
suelo propio, ni la mejora cualitativa de su población sino expresamente la
destrucción de Israel, de su gente, su cultura y su espacio territorial.
Por
otro lado, este hecho monstruoso, injustificado a pesar de las numerosas razones
de crítica al gobierno israelí por el modo como ha manejado en los últimos años
el conflicto con los palestinos, pone de manifiesto que el primer ministro
Benjamín Netanyahu desdeñó las amenazas crecientes que le habían sido
anunciadas. Así ocurrió con algunos de sus colaboradores, como el ministro de
defensa, Yoav Gallant, a quien destituyó y se vio forzado a poner otra vez en
su cargo por las multitudinarias protestas contra esta decisión.
Igualmente
se negó a recibir al jefe del Estado Mayor de las FDI cuando quiso informar de
las crecientes amenazas externas y las implicaciones de una política
gubernamental laxa en relación con la seguridad. Y, sobre todo, evidencia la
arrogancia del primer ministro, aliado desde diciembre de 2022 con fanáticos
mesiánicos y oportunistas descarados, que representan el ala más reaccionaria
de la ortodoxia judía y han ignorado los problemas de Israel, entre ellos la
seguridad, para mantenerse en el poder sin límites ni cortapisas.
Es,
desde hace muchos años, pese a las acusaciones de corrupción que lo apuntan, un
populista que busca dominar las instituciones democráticas como el poder
judicial para someterlas a sus preferencias particulares.
El
meollo de la «disfunción» del Estado israelí, como señala Yuval Noah
Harari, es el populismo y no cualquier supuesta inmoralidad. El
primer ministro es incompetente, pero un genio de las relaciones públicas, que
ha puesto en varias ocasiones por delante sus intereses personales sobre el
interés nacional. Jamás dice la verdad o la disfraza retóricamente, aunque los
hechos lo contradigan. Se ha atribuido el éxito, pero no ha asumido la
responsabilidad de sus sucesivos fracasos. Ha gobernado dividiendo la nación
contra sí misma. Ha designado a personas para puestos claves, basándose más en
la lealtad personal que en las calificaciones y méritos.
El
populismo que ha corroído el Estado de Israel debería servir como advertencia
para otras democracias del mundo. La sociedad civil israelita se está
movilizando como nunca antes. Las fuerzas militares y otros órganos del Estado
se están recuperando de la conmoción inicial. Netanyahu no podrá evitar la
rendición de cuentas y la responsabilidad que le cabe en esta tragedia, una vez
que se logre la victoria sobre Hamas y el desarme total del grupo terrorista.
El
populismo, cualquiera que sea su tendencia ideológica, debe ser erradicado de
la práctica política de un Estado democrático, si aspiramos a democracias
maduras e instituciones sólidas para preservarlas.
Marta
de la Vega
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