Tulio Ramírez 30 de octubre de 2023
Obtener
más del 90% de los votos en cualquier elección, así sea para presidir la Junta
Organizadora de la I Convención de Robagallinas de Altagracia de Orituco, no es
cualquier pelo de tusa.
Ese
tsunami electoral tan fuera de lo común, solo lo he visto en circunstancias muy
especiales. Por ejemplo, recuerdo que en mi edificio había un solo candidato
para presidir la Junta de Condominio. Si no ganaba por más del 75% de los
votos, se escogería uno al azar entre los asistentes. Antes de que terminaran
la advertencia, el 100% levantó la mano a su favor.
Cuando estudiaba bachillerato, propuse como padrino de graduación a un escritor latinoamericano ya fallecido, otro compañero de clase propuso a un empresario que nos regalaría los anillos de graduación. Ganó con el 99% de los votos. Aunque voté en contra también obtuve mi anillo. Cosas de la democracia.
En una
oportunidad me propuse como candidato para presidir el centro juvenil del
Barrio. Mi contrincante era una hermosura que tenía babeando a todos los
muchachos, me ganó con el 100% de los votos. Hasta yo voté por ella.
Ustedes
dirán que estos ejemplos están fuera de orden, pero en nuestra historia han
sucedido episodios no tan simpáticos como los que he vivido. Casos en los
cuales la avalancha de votos no ha sido motivada por las simpatías o promesas
del candidato, sino por las malas artes. Como en mi casa siempre me aconsejaron
que no me metiera en vainas para no aparecer en ídem, no voy a referirme a los
tiempos de la revolución.
Corría
el año 1897 y se celebraban elecciones en Venezuela. Joaquín Crespo, presidente
de la República y jefe del Partido Liberal, propuso a Ignacio Andrade como su
candidato sucesor. En la esquina opositora estaba el Mocho Hernández quien
despertaba mucha simpatía entre los electores; también el general Juan Rojas
Paúl, conservador y amigo del clero; el general Tosta García, patiquín bien
perfumado y muy popular entre las féminas; y el general Arismendi Brito,
humanista, soñador y poeta.
Crespo
al ver que su candidato no gozaba de «la intención de voto de las mayorías»,
como diría alguno de nuestros sesudos analistas políticos, se trajo unos
campesinos de Guarenas, Guatire y Antímano con machetes linieros y cola
e’gallos, para cuidar los centros de votación y amedrentar a los parroquianos,
en su mayoría mochistas.
Como
era de esperarse, los resultados le dieron el triunfo a Ignacio Andrade quien
superó los 400 mil votos. El segundo lugar lo obtuvo el Mocho Hernández con un
poco más de 2000 votos, llegando el resto de los candidatos detrás de la
ambulancia.
La
picaresca criolla que no se pela ningún episodio por trágico que sea,
interpretó esta elección bajo el prisma de la joda. Regaron por toda Caracas
que, mientras el Mocho Hernández se quedaba con las masas, Rojas Paúl con las
misas, Tosta García con las mozas y Arismendi con las musas, Ignacio Andrade,
hecho el pendejo, se quedaba con las mesas.
No, no
me interprete mal, amigo lector, mi intención no es desmeritar el triunfo de
MCM, ni más faltaba. Más bien quiero destacar que los resultados obtenidos en
las Primarias son verdaderamente extraordinarios, porque se salen de la
distribución normal de votos esperables en cualquier elección donde participen
varios candidatos.
Que
alguien salga favorecido por más del 90% en cualquier elección sin ningún tipo
de artimañas y apelando solo a su constancia, verbo claro, coherencia y, más
extraño aún, prometiendo solo trabajo para hacer crecer al país, la verdad, no
es algo muy común por estos lados. ¿Será por eso que aquéllos no salen de su
sorpresa?
Tulio
Ramírez
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