Opus Dei 13 de enero de 2024
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Comentario del domingo de la 2° semana del
tiempo ordinario (Ciclo B). El Bautista muestra al Hijo de Dios como el cordero
que da su vida por nosotros y espera nuestra respuesta generosa.
Evangelio
(Jn 1, 35-42)
Al día
siguiente estaban allí de nuevo Juan y dos de sus discípulos y, fijándose en
Jesús que pasaba, dijo:
— Éste
es el Cordero de Dios.
Los
dos discípulos, al oírle hablar así, siguieron a Jesús. Se volvió Jesús y,
viendo que le seguían, les preguntó:
— ¿Qué
buscáis?
Ellos
le dijeron:
—
Rabbí — que significa: «Maestro» — , ¿dónde vives?
Les
respondió:
—
Venid y veréis.
Fueron
y vieron dónde vivía, y se quedaron con él aquel día. Era más o menos la hora
décima.
Andrés,
el hermano de Simón Pedro, era uno de los dos que habían oído a Juan y habían
seguido a Jesús. Encontró primero a su hermano Simón y le dijo:
—
Hemos encontrado al Mesías — que significa: «Cristo».
Y lo
llevó a Jesús. Jesús le miró y le dijo:
— Tú
eres Simón, el hijo de Juan; tú te llamarás Cefas — que significa: «Piedra».
Comentario
El
Evangelio de este segundo domingo del Tiempo ordinario relata la llamada de los
primeros discípulos del Señor. Juan el Bautista invitaba al arrepentimiento,
despertaba una buena disposición interior, animaba a la práctica de la virtud,
anunciaba la cercanía del Reino de Dios. El misterio de Cristo ya le había sido
revelado cuando designó a Jesús como al “Cordero de Dios que quita el pecado
del mundo” (Jn 1,29). Sus discípulos habrán recordado que la sangre del cordero
pascual salvó a los israelitas de la muerte en Egipto. El sacrificio de Cristo
estaba ya anunciado por Isaías al comparar los sufrimientos del Siervo doliente
con el sacrificio de un cordero (cf. Is 53,7).
Al
escuchar al Bautista designar a Cristo como “el cordero de Dios”, Andrés, y
otro identificado como Juan, siguen a Jesucristo. El Maestro quizá se da la
vuelta para preguntarles: “¿Qué buscáis?”. Ellos contestan con otra pregunta:
“¿dónde vives?”. Curiosamente, Jesús les invita entonces a ir con él: “Venid y
veréis”. Y lo hicieron.
“Era
más o menos la hora décima.” La mención de la hora, las cuatro de la tarde,
recuerda quizá el entusiasmo que envolvió las primeras amistades del Señor. La
atracción de Cristo debió de ser tan fuerte como respetuosa de la libertad.
Juan y Andrés estaban bien preparados por el Bautista: no dudaron en abandonar
al último de los profetas, la “voz”, para escuchar al “Verbo” mismo.
La
Liturgia de la Palabra propone la elección de Samuel como primera lectura:
centra así nuestra atención en que Dios es quien llama primero; se dirige tres
veces a Samuel, un signo de plenitud (cf. Sam 3,3-10). A su vez, la llamada a
Juan y Andrés abrazará toda su vida. Nada saben de lo que les espera, pero no
dudan: Jesús ha tocado sus corazones. Ejercen una verdadera libertad: la de
decidir, sin “razones” quizá, pero con razón.
De
modo paradójico, san Josemaría expresaba esa entrega que Dios espera:
“Libremente, porque te dio la gana –que es la razón más sobrenatural–,
respondiste que sí a Dios”. El “yo” profundo toma la justa decisión: el don de
sí. Porque se trata de un don libre y responsable, no se vive como un
sacrificio. Así ocurrió en la vocación de san José, tal como la percibe el papa
Francisco: “La felicidad de José no está en la lógica del auto-sacrificio, sino
en el don de sí mismo. Nunca se percibe en este hombre la frustración, sino
sólo la confianza”. Quien se da por amor no tiene mentalidad de víctima: es
alegre. Esa alegría, Andrés no se la guarda para si mismo: busca a su hermano
Simón y lo lleva a Jesús.
En el
primer capítulo del Evangelio de san Juan, las sucesivas llamadas de Jesús a
seguirle van acompañadas de su progresiva revelación: el “Cordero de Dios” es
el Hijo de Dios. Ser el Hijo significa para Jesús convertirse en el cordero que
da su vida por nuestra salvación. Y es así como, en la Misa, antes de la
comunión, el celebrante presenta a Jesucristo, sustancialmente presente en la
hostia santa: “Este es el cordero de Dios que quita el pecado del mundo.
Dichosos los invitados a la cena del Señor”. Son las bodas del Cordero con la
humanidad, la plena instauración del Reino anunciado por el Bautista (cf. Ap
19,9).
La
celebración de la Eucaristía hace presente ese misterio. Hoy, la oración sobre
las ofrendas, dirigida a Dios Padre, lo proclama: “cada vez que celebramos este
memorial del sacrificio de Cristo se realiza la obra de nuestra redención”.
Darse y convertirse en hijos de Dios: a eso estamos llamados, por obra del
Espíritu Santo. Somos templos del Espíritu, dice san Pablo en la segunda
lectura de hoy: ya no nos pertenecemos (cf. 1 Co 6,19). Dios vive en nosotros y
nosotros en Él.
Tomado
de: https://opusdei.org/es/gospel/
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