Félix Palazzi 02 de noviembre de 2019
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Una opción teológica y pastoral de inspiración
latinoamericana
A lo largo de sus discursos, el Papa Francisco viene
teologizando su acción pastoral desde criterios que provienen de la “Teología
del Pueblo” o también conocida como “Teología de la cultura”. Como explican los
teólogos latinoamericanos Juan Carlos Scannone SJ y Rafael Luciani, dicha
corriente nace en Argentina durante los años 60 y forma parte de una rama de la
teología latinoamericana de la liberación que pone su atención en la
evangelización de la cultura para la transformación socioeconómica, política y
religiosa a partir de la promoción integral del sujeto humano, el fomento del
diálogo sociopolítico y la práctica de la justicia social.
La teología del pueblo se inspira en el llamado que
hicieron los obispos argentinos en 1969 con la publicación del “Documento de
San Miguel”. En él encontramos algunos de los criterios de discernimiento y las
líneas de acción pastoral que el Papa viene promoviendo en fidelidad al
Concilio Vaticano II (1962-65) y a las Asambleas Generales de las Conferencias
Episcopales Latinoamericanas, especialmente las reunidas en Medellín (1968),
Puebla (1979) y Aparecida (2007). En esta última el entonces Cardenal Bergoglio
hizo sendas reflexiones sobre el sentido liberador de la “evangelización de la
cultura”.
Francisco viene proponiendo un nuevo modo de ser de
Iglesia que asuma su talante profético en la vida pública. En sus discursos por
Sudamérica hizo ver como una auténtica acción pastoral se da a partir de
nuestra inserción en la realidad de los pueblos pobres. Antes de ir a ellos
como quien tiene la autoridad para enseñar, el agente pastoral y el teólogo
académico deben aprender y dejarse afectar por la solidaridad fraterna con la
que viven estos sectores populares. Pero esto sólo ocurre cuando seamos
dolientes ante sus necesidades y carencias, y vivamos «el poder desde el
servicio». En fin, si apostamos por «una Iglesia pobre y para los pobres» con
todas sus «consecuencias en la vida de fe de todos» (EG 198). Lo que el Papa
propone no es una mera aplicación radical de la doctrina social de la Iglesia,
como muchos analistas suelen entender al no estar familiarizados con la opción
teológica y pastoral latinoamericana de fondo que inspira al magisterio de
Francisco.
A la base de esta propuesta encontramos a un modelo
eclesial. Como nos dice en la Evangelii Gaudium: «prefiero a una Iglesia
manchada por salir a la calle, antes que una enferma por el encierro y la
comodidad» (EG 49). Este modelo se inspira en la V Conferencia General del
Episcopado Latinoamericano y del Caribe reunido en Aparecida (2007) y entiende
la misión e identidad de la Institución eclesiástica a partir de su acción
histórica como «discípula y misionera». Así lo recordó en Río: “el
discipulado-misionero que Aparecida propuso a las Iglesias de América Latina y
El Caribe es el camino que Dios quiere para este hoy” (Encuentro de Francisco
con el Comité del CELAM, Río 2013). De este modelo eclesial se desprenden dos
grandes horizontes de discernimiento en los que Francisco viene insistiendo. Su
visión de los actuales procesos socioeconómicos y políticos, y la conversión
pastoral de la Iglesia para poder responder a estos cambios. Reflexionemos
brevemente sobre estos dos aspectos.
Ser ciudadanos en el seno de un pueblo
En el discurso de Apertura de la Congregación
Provincial XIV de los Jesuitas en 1974, Bergoglio manifiesta «la convicción de
que es necesario superar contradicciones estériles intraeclesiásticas para
poder enrolarnos en una real estrategia apostólica que visualice al enemigo y
una nuestras fuerzas frente a él». Argentina vivía entre conflictos sociales y
divisiones al interno de la Iglesia Católica. Una parte importante del clero y
la vida religiosa apoyaba al peronismo. En medio de esta situación, el padre
Bergoglio, quien era para ese entonces provincial superior de los jesuitas en
Argentina, pide «recordar los infecundos enfrentamientos con la Jerarquía, los
conflictos desgastantes entre ‘alas’ (por ejemplo, ‘progresista’ o
‘reaccionaria’) dentro de la Iglesia. Terminamos dando más importancia a las
partes que al todo».
A raíz de esta experiencia de divisiones y fracturas
sociopolíticas y eclesiásticas, nace un nuevo ideal, el de construir un
proyecto de nación y de Iglesia. Bergoglio se propuso fomentar una unidad mayor
a la coyuntural entendiendo que el bien común, que es «el todo», es más importante
que cada postura y opción individual, a las que se refiere como «las partes».
Al absolutizar la visión individual de la realidad, se anula el diálogo y toda
posibilidad de alcanzar al bien común. El tema de construir esta unidad mayor,
o bien común, aparece como central en la teología que inspira a Bergoglio.
Sin embargo, como solía decir Lucio Gera, padre de la
Teología del Pueblo, es necesario el cambio de algunas «mentalidades» que
impiden alcanzar este fin. ¿Qué criterios debemos tomar en cuenta, entonces,
para lograr el bien y el desarrollo integral del pueblo? Primero, y con todo
realismo, entiende que no llegaremos a la unidad mientras exista la tentación
de obviar los conflictos y no asumirlos. A este tipo de actitud la llama
«abstraccionismo espiritualista». Segundo, tampoco se logrará si se aplican
políticas económicas y públicas alejadas de los fines cristianos, como son las
visiones ideológicas —marxistas y liberales— que quieren ser impuestas a los
más pobres y vulnerables por aquellos grupos que están en el poder,
¬—políticos, económicos o religiosos. A esta mentalidad la llama la tentación
del «metodologismo funcionalista» y de las «ideologías abstractas». Tercero, se
deben evitar posturas «eticistas» o «moralizantes», es decir, aquellas que
«aíslan la conciencia de los procesos y hacen proyectos formales más que
reales». A este tipo de mentalidad la llama la «moralina de los curas». Así lo
explica en el año 2005 durante su exposición en la VIII Jornada de Pastoral
Social en Buenos Aires.
Hacia mediados de la década del 70, el padre Bergoglio
comienza a formalizar algunos criterios que ayuden a discernir la participación
en la vida pública. Propone los siguientes: «la unidad es superior al
conflicto, el todo es superior a la parte, y el tiempo es superior al espacio».
Casi 40 años después, en el 2010, los retomará como Cardenal en la Conferencia
que diera con motivo del Bicentenario de la Independencia, y ahí agregará un
cuarto criterio de discernimiento: «la realidad sobre la idea». En la conferencia
sostendrá que estos criterios «ayudan a resolver el desafío de ser ciudadano y
la pertenencia a una sociedad» (Cf. “Hacia un bicentenario en justicia y
solidaridad: nosotros como ciudadanos, nosotros como pueblo”, 2010). Como Papa
retoma esta visión en la encíclica Lumen Fidei (nn. 55.57) y en la Exhortación
Apostólica Evangelii Gaudium (nn. 217-237). Hagamos una breve reflexión en
torno a estos criterios de discernimiento que propone Francisco.
El primero es: «el tiempo es superior al espacio». Lo
más importante en cualquier praxis pastoral, o sociopolítica, es iniciar
procesos porque «uno de los pecados que a veces hay en la actividad
socio-política es privilegiar los espacios de poder sobre los tiempos de los
procesos» (2010). Para muchos agentes pastorales, académicos y políticos, es
más importante la cantidad que la calidad, el poder que el servicio, la
estructura y los proyectos que la relación real y próxima al otro. La
consecuencia es clara: «somos una sociedad fragmentada que ha cortado sus lazos
comunitarios» (Cf. La nación por construir, 2005). De ahí la necesidad de
superar el individualismo feroz que domina en los países más desarrollados y
construir la fraternidad entre los pueblos, pasando de la creciente
globalización de la indiferencia a otro modelo que privilegie el encuentro
antes que la ocupación de los espacios ¬—políticos y religiosos— y la obtención
de ganancias —económicos— como fines en sí mismos.
El segundo criterio es: «la unidad es superior al
conflicto». Esto significa que para que se logre el bien común hay que «meterse
en el conflicto, sufrir el conflicto, resolverlo y transformarlo en el eslabón
de una cadena, en un proceso» (2010). El fin de esto ha de ser la unidad mayor
y así la superación de las divisiones y los conflictos coyunturales que podamos
estar atravesando. Construir la unidad significa recuperar tres elementos: la
memoria de las raíces, la captación de la realidad presente y el coraje del
futuro. El reto está en construir «una unidad plurifacética. Alejada de lo
hegemónico, tanto de un proyecto globalizante, que uniformiza y elimina la
diversidad, como de un relativismo atomizador y despersonalizante» (2005).
El tercer criterio, y quizás el más interesante frente
a la creciente cultura de la indiferencia, es: «la realidad sobre la idea».
Como él nos explica: «la realidad es, mientras que la idea se elabora». Pero,
se pregunta: «entre realidad e idea: ¿qué está primero? La realidad. Ella es
superior a la idea» (2010). Aquí hace eco del método teológico latinoamericano
al reconocer la necesidad de «ver» primero aquello que se muestra y es evidente
ante nuestra mirada, lo que no puede ocultarse porque es un «hecho». Entre
otros, podemos mencionar al consumismo derrochador y a la inequidad social que
afectan a las grandes mayorías de la humanidad (Laudato Si, 48.49.90.109). Si
nos quedamos en «lo ideal» podemos vivir la falsa ilusión de valorar
positivamente el actual proceso de globalización, pero al «ver la realidad» que
nos rodea descubrimos que nos estamos deshumanizando, que estamos perdiendo
«toda referencia a lo común y con todo intento por fortalecer los lazos
sociales» (LS 116).
El cuarto y último criterio es: «el todo es superior a
la parte». Esto significa que «un ciudadano que conserva su peculiaridad personal,
su idea personal, está unido a una comunidad, como sucede con la figura del
poliedro. Por ello, la característica fundamental del ser ciudadano es la
projimidad» (2010). Con esta expresión, el entonces Cardenal Bergoglio proponía
un estilo de vida evangélico que permitiría superar el individualismo atroz que
nos distingue como sociedad moderna, pero que, a la vez, frustra a tantos que
viven sumergidos bajo la cultura de la indiferencia y la indolencia, donde cada
uno vela por sus propios proyectos e intereses, mientras considera al otro como
uno más del montón, de la masa, con quien no logra edificar una conexión real,
una relación prolongada o un mundo de vida compartido.
En fin, el llamado del entonces Cardenal Bergoglio en
el 2005, era a «refundar los vínculos sociales, apelar a la ética de la
solidaridad y generar una cultura del encuentro» que frene a la creciente
cultura del fragmento promovida por la globalización (2005). Bergoglio ha sido
fiel a este deseo a lo largo de su ejercicio ministerial. En su Discurso sobre
el Bicentenario, en el 2010, hizo suyas las palabras del Documento Iglesia y
Comunidad Nacional escrito por los obispos argentinos en 1981, recordando como
«cada sector ha exaltado los valores que representa y los intereses que defiende,
excluyendo a los otros grupos». Frente a posiciones individualistas y
sectarias, Bergoglio propone la unidad nacional, esa que brota del pueblo
entendido como nación, donde cada individuo pasa a ser ciudadano en el seno de
un pueblo. Para él, rescatar el verdadero desarrollo humano pasa por
reencontrarse como pueblo-nación, porque «pueblo es la ciudadanía comprometida,
reflexiva, consciente y unida tras un objetivo o proyecto común» (2010).
Podemos decir que, primero como superior provincial
jesuita y luego como Cardenal, Bergoglio luchó por promover la necesidad de una
unidad nacional en medio de la dura realidad sociopolítica que vivía la
Argentina. Pero también es cierto que hoy, como Papa, ofrece a la comunidad
eclesial, dividida y fracturada, una propuesta de unidad eclesial como «pueblo
de Dios» y «pueblo fiel»—siguiendo a la terminología de la teología del pueblo.
Las consecuencias para la institución eclesiástica son
claras. Necesita una conversión pastoral o cambio de mentalidad como decía Lucio
Gera. Lo que vio suceder en los procesos sociopolíticos, ahora lo ve en la
Iglesia. Por eso, su palabra sigue vigente, llamando a superar «la lucha por el
poder que sirve a intereses individuales y sectoriales; de posicionamientos y
ocupación de espacios, más que de conducción de procesos» (2010).
La conversión pastoral y la patología del poder
eclesial
En el encuentro con el Comité de Coordinación del
Consejo Episcopal Latinoamericano (Celam), el 28 de julio de 2013 en Río de
Janeiro, Francisco señaló los mismos temas que había expuesto a mediados de los
70 referidos a la unidad del pueblo-nación, pero ahora los llama tentaciones, y
los aplica al proceso de discernimiento que debe hacer la propia institución
eclesiástica si quiere dar cabida a un proceso de conversión pastoral como
pueblo-fiel. Como lo explicó en Río, estas tentaciones son: «la ideologización
del mensaje evangélico», «el reduccionismo socializante», «la ideologización
psicológica», «la desviación pelagiana», «el funcionalismo» y «el
clericalismo». En ellas se revela un hecho: la existencia de una patología
deformada del poder eclesial; pero también se plantea una necesidad: la urgencia
de su conversión. Todo intento eclesial por transformar la sociedad será en
vano si la Iglesia no se convierte, pues carecerá de credibilidad, y su misión
no estará respondiendo al llamado de Mt 25 (Quito, 7-7-2015).
En este afán por plantear la necesidad de un cambio de
mentalidad en la Iglesia, el Papa, en el año 2013, señala dos amenazas que
tocan directamente a la estructura y la vida de la Iglesia, y que deforman su
misión e identidad: el «clericalismo» y el «funcionalismo». Francisco busca el
cambio de las estructuras eclesiásticas a partir de una opción preferencial por
los pueblos pobres, como lo promovía esta rama de la teología de la liberación
que es la Teología del Pueblo. Pero para lograrlo, sus miembros deben iniciar
un proceso de descentralización de la toma de decisiones para evitar seguir
cayendo en el funcionalismo propio de las estructuras autoritarias y
centralistas.
Una de las críticas más fuertes que Francisco ha hecho
a los miembros del clero y la vida religiosa es el complejo del elegido. Con
estas palabras él se refiere al origen de lo que él denomina «la patología del
poder eclesial». Se trata de una actitud que nace en las casas de formación de
clérigos y religiosos, se extiende por las parroquias y se fortalece con
estilos de vida no acordes con la dimensión profética del ministerio eclesial.
Francisco critica, con frecuencia, a aquellos que entienden el llamado al
sacerdocio o a la vida consagrada bajo una deformada teología de la “elección”,
según la cual Dios separa a una persona del mundo para otorgarle un grado
superior respecto de los otros miembros de la Iglesia (Discurso a la Curia,
22-12-2014). De aquí deriva una estructura eclesial paralizada que no ha sabido
discernir ni responder a los signos de los tiempos y que parece obviar los
dramas que afectan a las grandes mayorías de la humanidad, que son los pueblos
pobres.
Desde esta patología eclesial, sus miembros corren el
riesgo de quedar reducidos a un «círculo cerrado donde la pertenencia al grupo
clerical es más importante que el cuerpo eclesial mismo en su conjunto, creando
así una grave separación entre laicado y sacerdocio ministerial» (Discurso a la
Curia, 22-12-2014). Si esto sigue sucediendo se estaría concediendo la primacía
a «las partes» (ministros ordenados, vida religiosa, grupos intraeclesiales)
antes que «al todo» (pueblo de Dios, pueblo fiel).
La elección es un servicio y una responsabilidad que
debe ser ejercida colegialmente. Su fundamento está en el bautismo de todos por
igual, como recuerda Francisco al entender su propio ministerio petrino
inspirado en el Documento de Ravena (n.7, 13-10-2007). La elección no es un
privilegio ni una separación y menos aún el ejercicio de una tiranía pastoral o
administrativa. Si esto no se entiende bien, deriva en el llamado
«clericalismo», que es una deformación del poder eclesiástico. Esta terrible
patología conduce a los miembros de la institución a vivir una «esquizofrenia
existencial», como lo llamó en Río, lo que significa una pérdida del contacto
con la realidad, con las personas concretas y sus problemas reales. En este
caso se estaría otorgando una primacía a la «ocupación de espacios» de poder y
a la realización de proyectos individuales, antes que a «la puesta en marcha de
procesos» que responden a las personas, especialmente las más pobres y
necesitadas.
El clericalismo crea la ilusión de un mundo paralelo
donde no existen necesidades reales ni problemas graves, sino seguridades y
privilegios. Es un estilo de vida que favorece a la mediocridad ministerial y
se alimenta de relaciones interesadas y a corto plazo. En fin, convierte a los
ministros «en una caricatura en la cual se actúa un seguimiento sin renuncia,
una oración sin encuentro, una vida fraterna sin comunión, una obediencia sin
confianza y una caridad sin trascendencia» (Homilía, 2-2-2015).
El pontificado de Francisco será recordado por su
continuo discernimiento y autocrítica de los estilos de vida cristiana, tanto a
nivel sociopolítico y económico, como intraeclesial. Un primer paso para lograr
esa «Iglesia pobre y para los pobres» será el de superar «el clericalismo —ese
deseo de señorear sobre los laicos—, que implica una separación errónea y
destructiva del clero, una especie de narcisismo» (Entrevista de Antonio
Spadaro SJ a Francisco, 27-9-2013). Si los miembros de la Institución
eclesiástica no se convierten, entonces «muchos no encontrarán espacio en sus
iglesias particulares para poder expresarse y actuar» (Evangelii Gaudium, 102).
Félix Palazzi
@FelixPalazzi
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