Francisco Fernández-Carvajal 28 de noviembre de
2019
@hablarcondios
— Lectura del Evangelio.
— Dios nos habla en la Sagrada Escritura.
— Para sacar fruto.
I. A punto de
concluir el ciclo litúrgico, leemos en el Evangelio de la Misa esta expresión
del Señor: El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán1.
Son palabras eternas las de Jesús, que nos dieron a conocer la intimidad del
Padre y el camino que habíamos de seguir para llegar hasta Él. Permanecerán
porque fueron pronunciadas por Dios para cada hombre, para cada mujer que viene
a este mundo. Muchas veces y de muchas maneras habló Dios en otro
tiempo a nuestros padres por el ministerio de los profetas; últimamente, en
estos días, nos ha hablado por su Hijo2.
«Estos días» son también los nuestros. Jesucristo sigue hablando, y sus
palabras, por ser divinas, son siempre actuales.
Toda la Escritura anterior a Cristo adquiere su
sentido exacto a la luz de la figura y de la predicación del Señor. San
Agustín, con una expresión vigorosa, escribe que «la Ley estaba preñada de
Cristo»3. Y en otro lugar afirma el Santo Doctor: «Leed los libros
proféticos sin ver en ellos a Cristo: no hay nada más insípido, más soso. Pero
descubrid en ellos a Cristo, y eso que leéis no solo se vuelve sabroso, sino
embriagador»4. Él es quien descubre el profundo sentido que se contiene en
la revelación anterior: Entonces les abrió el entendimiento para que
comprendiesen las Escrituras5.
Los judíos que se negaron a aceptar el Evangelio se quedaron como con un cofre
con un gran tesoro dentro, pero sin la llave para abrirlo. Sus
entendimientos -escribe San Pablo a los cristianos de Corinto- estaban
velados, y lo están hoy por el mismo velo que continúa sobre la lectura de la
alianza antigua, porque solo en Cristo desaparece6,
pues «el fin principal de la economía antigua era preparar la venida de Cristo,
redentor universal, y de su reino mesiánico (...). Dios es el autor que inspira
los libros de ambos Testamentos, de modo que el Antiguo encubriera al Nuevo»7.
Es conmovedor en este sentido el diálogo entre el apóstol Felipe y el etíope,
ministro de Candace, que leía al Profeta Isaías. ¿Entiendes por ventura
lo que lees?, le preguntó Felipe. ¿Cómo voy a entenderlo si alguien
no me guía? Entonces, comenzando por esta escritura, le
anunció a Jesús8.
Jesús era el punto clave para comprender.
San Juan Crisóstomo comenta así este pasaje de
los Hechos de los Apóstoles: «Considera qué gran cosa es no
descuidar la lectura de la Escritura ni siquiera durante el viaje (...).
Piensen esto los que ni siquiera en su casa las leen y, porque están con la
mujer, o porque militan en el ejército, o tienen preocupaciones por sus
familiares y ocupaciones en otros asuntos, creen que no les conviene hacer ese
esfuerzo por leer las divinas Escrituras (...). Este bárbaro etíope es un
ejemplo para nosotros: para los que tienen una vida privada, para los miembros
del ejército, para las autoridades y también para las mujeres –más aún las que
están siempre en casa– y para los que han escogido la vida monástica. Aprendan
todos que ninguna circunstancia es impedimento para la lectura divina, que es
posible realizar no solo en casa sino en la plaza, en el viaje, en compañía de
muchos o en medio de una ocupación. No descuidemos, os ruego, la lectura de las
Escrituras»9.
Desde siempre la Iglesia ha recomendado su lectura y
meditación, principalmente del Nuevo Testamento, en el que siempre encontramos
a Cristo que sale a nuestro encuentro. Unos pocos minutos diarios nos ayudan a
conocer mejor a Jesús, a amarle más, pues solo se ama lo que se conoce bien.
II. Todas las
Escrituras habían trazado el camino que debía recorrer Cristo10,
todas eran en cierto modo anunciadoras del Mesías. Los profetas habían descrito
este día y deseado verlo11.
Los discípulos reconocerán en Cristo al que tantas veces y de tantas formas fue
predicho y anunciado12.
Cuando San Pablo tenga que defenderse de las amenazas del rey Agripa, argüirá
simplemente que se limita a anunciar el cumplimiento de lo que ya predicaron
los Profetas13. Con todo, no es Cristo quien mira y obedece a los Profetas y
a Moisés. Fueron estos los que en sus descripciones, por inspiración divina, se
sujetaron a lo que sería la existencia en la tierra del Hijo de Dios. Moisés
escribió acerca de Él14.
Y Abrahán, vuestro padre, se regocijó pensando en ver mi día; lo vio y
se alegró15.
Jesucristo se aplica a sí las viejas figuras: el
templo16, el maná17,
la roca18, la serpiente de metal19.
Por eso dirá en cierta ocasión: Escudriñad las Escrituras: ellas son
las que dan testimonio de Mí20.
Cuando en el Evangelio de la Misa leemos hoy que el cielo y la tierra pasarán,
pero no sus palabras, nos señala de algún modo que en ellas se contiene toda la
revelación de Dios a los hombres: la anterior a su venida, porque tiene valor
en cuanto hace referencia a Él, que la cumple y clarifica; y la novedad que Él
trae a los hombres, indicándoles con claridad el camino que han de seguir.
Jesucristo es la plenitud de la revelación de Dios a los hombres. «En darnos,
como nos dio a su Hijo, que es una Palabra suya, que no tiene otra, todo nos lo
habló junto y de una vez en esta sola Palabra, y no tiene más que hablar»21.
La Carta a los hebreos22 enseña
que la palabra de Dios es viva y eficaz, y más cortante que una espada
de doble filo: penetra hasta la división del alma y del espíritu, de las
articulaciones y de la médula, y descubre los sentimientos y pensamientos del
corazón. Es nueva cada día, expresamente dirigida a cada uno si sabemos
leerla con fe. «En los libros sagrados, el Padre que está en el Cielo sale
amorosamente al encuentro de sus hijos para conversar con ellos. Y es tanta la
eficacia que radica en la Palabra de Dios, que es en verdad apoyo y vigor de la
Iglesia y fortaleza de la fe para sus hijos, alimento del alma, fuente pura y perenne
de vida espiritual»23.
De alguna manera, es actual la marcha y la vuelta del
hijo pródigo, la necesidad de la levadura para transformar la masa del mundo,
los leprosos que quedan sanos en su encuentro con Jesús. Cuántas veces hemos
pedido a Jesús luz para nuestra vida con las palabras –ut videam!, que
vea, Señor– de Bartimeo; o hemos acudido a su misericordia con las del
publicano: ¡Oh Dios, apiádate de mí que soy un pecador! ¡Cómo
salimos reconfortados después de ese encuentro diario con Jesús en el
Evangelio!
III. ¡Cuán
dulces son a mi paladar tus palabras, más que la miel para mi boca!24.
A veces –relata Ronald Knox25–,
cuando varias personas están cantando sin acompañamiento de instrumento
musical, existe en el grupo una tendencia a bajar el tono; la voz baja cada vez
más y más. Por eso, si el coro no está acostumbrado a cantar sin acompañamiento
musical, el director suele tener escondido un diapasón con el que de vez en
cuando da una pequeña señal, para recordar a todos la nota más alta que deben
dar.
Cuando la vida cristiana comienza a bajar de
tono, a languidecer, también es necesario un diapasón que dé una nota más
alta. ¡Cuántas veces la meditación de un pasaje del Evangelio, sobre todo de la
Pasión de Nuestro Señor, ha sido como una enérgica llamada a huir de esa vida
menos heroica a la que nos empujaba un excesivo cuidado de la salud, un tono
menos vibrante...! No podemos pasar las páginas del Santo Evangelio como si
fuera un libro cualquiera. ¡Con qué amor era custodiado durante tantos siglos,
cuando solo algunas comunidades cristianas tenían el privilegio de poseer una
copia o solo unas páginas! ¡Con qué piedad y reverencia era leído! Su lectura
–enseña San Cipriano a propósito de la oración– es cimiento para edificar la
esperanza, medio para consolidar la fe, alimento de la caridad, guía que indica
el camino...26. San Agustín señala que sus enseñanzas son como lámparas
colocadas en un lugar oscuro»27,
que siempre esclarecen nuestra vida. Para sacar fruto de la lectura y
meditación, «piensa que lo que allí se narra –obras y dichos de Cristo– no solo
has de saberlo, sino que has de vivirlo. Todo, cada punto relatado, se ha
recogido, detalle a detalle, para que lo encarnes en las circunstancias
concretas de tu existencia.
»—El Señor nos ha llamado a los católicos para que le
sigamos de cerca y, en ese Texto Santo, encuentras la Vida de Jesús; pero,
además, debes encontrar tu propia vida.
»Aprenderás a preguntar tú también, como el Apóstol,
lleno de amor: “Señor, ¿qué quieres que yo haga?...” -¡La Voluntad de Dios!,
oyes en tu alma de modo terminante.
»Pues, toma el Evangelio a diario, y léelo y vívelo
como norma concreta. —Así han procedido los santos»28.
Entonces podremos decir con el Salmista: Tu
palabra es para mis pies una lámpara, la luz de mi sendero29.
1 Lc 21,
33. —
2 Heb 1,
1. —
3 San
Agustín, Sermón 196, 1. —
4 ídem, Comentario
al Evangelio de San Juan, 9. 3. —
5 Lc 24,
45. —
6 2
Cor 3, 14. —
7 Conc.
Vat. II, Const. Dei Verbum, 15 ss. —
8 Cfr. Hech 8,
27-35. —
9 San
Juan Crisóstomo, Homilías sobre el Génesis, 35. —
10 Cfr. Lc 22,
37. —
11 Cfr. Lc 10,
24.—
12 Cfr. Jn 1,
41-45. —
13 Cfr. Hch 26,
2. —
14 Jn 5,
46. —
15 Jn 8,
56. —
16 Jn 2,
19. —
17 Cfr. Jn 6,
32. —
18 Cfr. Jn 7,
8. —
19 Cfr. Jn 3,
14. —
20 Jn 5,
39. —
21 San
Juan de la Cruz, Subida al Monte Carmelo, 11, 22. —
22 Hebr 4,
12. —
23 Conc.
Vat. II, Const. Dei Verbum, 2. —
24 Sal 118,
103. —
25 R.
A. Knox, Ejercicios para seglares, Rialp, 2ª ed., Madrid
1962, p. 177. —
26 Cfr. San
Cipriano, Tratado sobre la oración. —
27 San
Agustín, Comentarios sobre los Salmos, 128. —
28 San
Josemaría Escrivá, Forja, n. 754. —
29 Sal 118,
105.
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