Francisco Fernández-Carvajal 03 de noviembre de
2019
@hablarcondios
— Dar y darnos aunque no veamos fruto ni
correspondencia.
— El premio a la generosidad.
— Dar con alegría. Poner al servicio de los demás los
talentos recibidos.
I. Jesús había sido
invitado a comer por uno de los fariseos importantes del lugar1 y,
una vez más, utiliza la imagen del banquete para transmitirnos una enseñanza
importante sobre aquello que hemos de hacer por los demás y el modo de llevarlo
a cabo. Dirigiéndose al que le había invitado, dijo el Señor: Cuando
des una comida o una cena, no llames a tus amigos, ni a tus hermanos, ni a tus
parientes, ni a vecinos ricos, no sea que también ellos te devuelvan la
invitación y te sirva de recompensa. Por el contrario, indica Jesús
enseguida a quiénes se ha de invitar: a los pobres, a los tullidos y cojos, a
los ciegos... Y da la razón de esta elección: serás bienaventurado,
porque no tienen para corresponderte; se te recompensará en la resurrección de
los justos2.
Los amigos, los parientes, los vecinos ricos se verán
obligados por nuestra invitación a corresponder con otra, al menos de la misma
categoría o mejor aún. Lo invertido en la cena ha dado ya su fruto inmediato.
Esto puede ser una obra humana recta, incluso muy buena si hay rectitud de
intención y los fines son nobles (amistad, apostolado, aunar lazos
familiares...), pero, en sí misma, poco se diferencia de lo que pueden hacer
los paganos. Es manera humana de obrar: Si amáis a los que os aman,
¿qué mérito tendréis?, pues también los pecadores aman a quienes los aman. Y si
hacéis el bien a quienes os hacen el bien, ¿qué mérito tendréis?, pues también
los pecadores hacen lo mismo...3,
dirá el Señor en otra ocasión. La caridad del cristiano va más lejos, pues
incluye y sobrepasa a la vez el plano de lo natural, de lo meramente humano: da
por amor al Señor, y sin esperar nada a cambio. Los pobres, los mutilados...
nada pueden devolver pues nada tienen. Entonces es fácil ver a Cristo en los
demás. La imagen del banquete no se reduce exclusivamente a los bienes
materiales; es imagen de todo lo que el hombre puede ofrecer a otros: aprecio,
alegría, optimismo, compañía, atención...
Se cuenta en la vida de San Martín que estando el
Santo en sueños le pareció ver a Cristo vestido con la mitad de la capa de
oficial romano que poco tiempo antes había dado a un pobre. Miró atentamente al
Señor y reconoció su ropa. Al mismo tiempo oyó que Jesús, con voz que nunca
olvidaría, decía a los ángeles que le acompañaban: «Martín, que solo es
catecúmeno, me ha cubierto con este vestido». Y enseguida, el Santo recordó
otras palabras de Jesús: Cuantas veces hicisteis eso a uno de mis
hermanos más pequeños, a Mí me lo hicisteis4.
Esta visión llenó de aliento y de paz a Martín, y recibió enseguida el Bautismo5.
No debemos hacer el bien esperando en esta vida una
recompensa, ni un fruto inmediato. Aquí debemos ser generosos (en el
apostolado, en la limosna, en obras de misericordia...) sin esperar
recibir nada por ello. La caridad no busca nada, la caridad no es
ambiciosa6. Dar, sembrar, darnos aunque no veamos fruto, ni
correspondencia, ni agradecimiento, ni beneficio personal aparente alguno. El
Señor nos enseña en esta parábola a dar liberalmente, sin calcular retribución
alguna. Ya la tendremos con abundancia.
II. Nada se pierde
de lo que llevamos a cabo en beneficio de los demás. El dar ensancha el corazón
y lo hace joven, y aumenta su capacidad de amar. El egoísmo empequeñece, limita
el propio horizonte y lo hace pobre y corto. Por el contrario, cuanto más
damos, más se enriquece el alma. A veces no veremos los frutos, ni cosecharemos
agradecimiento humano alguno; nos bastará saber que el mismo Cristo es el
objeto de nuestra generosidad. Nada se pierde. «Vosotros –comenta San Agustín–
no veis ahora la importancia del bien que hacéis; tampoco el labriego, al
sembrar, tiene delante las mieses; pero confía en la tierra. ¿Por qué no
confías tú en Dios? Llegará un día que será el de nuestra cosecha. Imagínate
que nos hallamos ahora en las faenas de labranza; mas labramos para recoger
después según aquello de la Escritura: Iban andando y lloraban,
arrojando sus simientes; cuando vuelvan, volverán con regocijo, trayendo sus
gavillas (Sal 125)»7.
La caridad no se desanima si no ve resultados inmediatos; sabe esperar,
es paciente.
La generosidad abre cauce a la necesidad vital del
hombre de dar. El corazón que no sabe aportar un bien a los que le rodean, a la
sociedad misma, se incapacita, envejece y muere. Cuando damos se alegra el
corazón, y estamos en condiciones de comprender mejor al Señor, que dio su vida
en rescate por todos8.
Cuando San Pablo agradece a los filipenses la ayuda que le han prestado, les
enseña que está contento no tanto por el beneficio que él ha recibido sino,
sobre todo, por el fruto que las limosnas les reportará a ellos mismos: para
que aumenten los intereses en vuestra cuenta9,
les dice. Por eso San León Magno recomienda «que quien distribuye limosnas lo
haga con despreocupación y alegría, ya que, cuanto menos se reserve para sí,
mayor será la ganancia que obtendrá»10.
San Pablo también alentaba a los primeros cristianos a
vivir la generosidad con gozo, pues Dios ama al que da con alegría11.
A nadie –mucho menos al Señor– pueden serle gratos un servicio o una limosna
hechos de mala gana o con tristeza: «Si das el pan triste –comenta San Agustín–
el pan y el premio perdiste»12.
En cambio, el Señor se entusiasma ante la entrega de quien da y se da por amor,
con espontaneidad, sin cálculos...
III. Es
mucho lo que podemos dar a otros y cooperar en obras de asistencia a los
necesitados de lo más imprescindible, de formación, de cultura... Podemos dar
bienes económicos –aunque sean pocos si es poco de lo que disponemos–, tiempo,
compañía, cordialidad... Se trata de poner al servicio de los demás los
talentos que hemos recibido del Señor. «He aquí una tarea urgente: remover la
conciencia de creyentes y no creyentes –hacer una leva de hombres de buena
voluntad–, con el fin de que cooperen y faciliten los instrumentos materiales
necesarios para trabajar con las almas»13.
El Evangelio de la Misa nos enseña que la mejor
recompensa de la generosidad en la tierra es haber dado. Ahí termina todo. Nada
debemos recordar luego a los demás; nada debe ser exigido. De ordinario, es
mejor que los padres no recuerden a los hijos lo mucho que hicieron por ellos;
ni la mujer al marido las mil ayudas que en momentos difíciles supo prestarle,
los desvelos, la paciencia...; ni el marido a la mujer su trabajo intenso para
sacar la casa adelante... Queda todo mejor en la presencia de Dios y anotado en
la historia personal de cada uno. Es preferible, y más grato al Señor, no pasar
factura por aquello que hicimos con alegría, sin ánimo alguno de ser
recompensados, con generosidad plena. Incluso, aceptar que las buenas acciones
que pretendemos llevar a cabo sean alguna vez mal interpretadas. «Vi rubor en
el rostro de aquel hombre sencillo, y casi lágrimas en sus ojos: prestaba
generosamente su colaboración en buenas obras, con el dinero honrado que él
mismo ganaba, y supo que “los buenos” motejaban de bastardas sus acciones.
»Con ingenuidad de neófito en estas peleas de Dios,
musitaba: “¡ven que me sacrifico... y aún me sacrifican!”
»—Le hablé despacio: besó mi Crucifijo, y su natural
indignación se trocó en paz y gozo»14.
Nos dice el Señor que debemos comprender a los demás,
aunque ellos no nos comprendan (quizá no puedan en ese momento, como los
menesterosos invitados al banquete, que no podían responder con otra
invitación). Y querer a las gentes, aunque nos ignoren, y prestar muchos
pequeños servicios, aunque en circunstancias similares nos los nieguen. Y hacer
la vida amable a quienes nos rodean, aunque alguna vez nos parezca que no somos
correspondidos... Y todo con corazón grande, sin llevar una contabilidad de
cada favor prestado. Cuando se oyen los lamentos y quejas de algunos que
pasaron por la vida –dicen– dando y entregándose sin recibir luego las mismas
atenciones, se puede sospechar que algo esencial faltó en esa entrega, quizá la
rectitud de intención. Porque el dar no puede causar quebranto ni fatiga, sino
íntimo gozo y notar que el corazón se hace más grande y que Dios está contento
con lo que hemos hecho. «Cuanto más generoso seas, por Dios, serás más feliz»15.
Nuestra Madre Santa María, que con su fiat entregó
su ser y su vida al Señor y a nosotros sus hijos, nos ayudará a no reservarnos
nada, y a ser generosos en las mil pequeñas oportunidades que se nos presentan
cada día.
1 Cfr. Lc 14,
1. —
2 Lc 14,
12-14. —
3 Lc 6,
32. —
4 Mt 25,
40. —
5 Cfr. P.
Croiset, Año cristiano, Madrid 1846, vol IV, pp. 82-83.
—
6 1
Cor 13, 5. —
7 San
Agustín, Sermón 102, 5. —
8 Cfr. Mt 20,
28. —
9 Flp 4,
17. —
10 San
León Magno, Sermón 10 sobre la Cuaresma. —
11 2
Cor 9, 7. —
12 San
Agustín, Comentarios a los Salmos, 42, 8. —
13 San
Josemaría Escrivá, Surco, n. 24. —
14 Ibídem,
n. 28. —
15 Ibídem,
n. 18.
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