Alianza Rebelde Investiga 11 de junio de 2024
Al
pisar territorio estadounidense, miles de migrantes de Venezuela, Ecuador,
Brasil y otros países latinoamericanos se entregan en la Puerta 36, en El Paso.
Es uno de los atajos más comunes para entrar desde Ciudad Juárez, en México.
Otros son perseguidos y capturados en el desierto. Esta crónica es la primera
pieza de la serie El
incierto camino al sueño americano, una mirada en blanco y negro, resultado
de un trabajo periodístico realizado en Texas, Washington DC y Florida en mayo
de 2024 por Runrun.es, TalCual y El Pitazo, medios venezolanos que
integran la Alianza Rebelde Investiga (ARI)
—¿Quiénes
son venezolanos?, preguntó un uniformado con voz ronca.
Rompió el silencio en el desierto, donde más de 30 de migrantes sentados en el piso recibían indicaciones de parte de funcionarios de la Patrulla Fronteriza. Acababan de cruzar desde Ciudad Juárez y se entregaron en un sector conocido como la Puerta 36, en El Paso, Texas. El lugar donde frecuentemente se ponen a disposición de las autoridades en un intento por legitimar su ingreso a territorio de Estados Unidos.
Una docena
de hombres y mujeres respondieron a la pregunta levantando la mano. También
alzaron sus rostros, que hasta entonces mantenían casi enterrados entre sus
piernas. Pero no fueron capaces de pararse de la arena en la que estaban uno al
lado del otro hasta que un oficial los autorizó.
—Son
periodistas. ¿Quién quiere contar su historia?, soltó el uniformado de verde,
portando chaleco negro antibalas. En la espalda resaltaba en bordado amarillo
«Patrulla Fronteriza».
Juan
Carlos, Fernando, Manuel, Alejandra y Yésica* se pusieron de pie y conversaron
por separado con el equipo de ARI. Además de ser venezolanos, los
testimonios de los cinco tenían otra cosa en común: las lágrimas. Contener el
llanto mientras narraban su odisea fue casi imposible.
Alejandra*,
con rostro delgado y una piel curtida por el sol, se acercó cuando le hicieron
una seña con la cabeza. Dio unos pasos tambaleantes.
—Sí,
soy venezolana, respondió de manera casi inaudible.
Dos
meses antes, Alejandra vivió en un gallinero por tres días. Fue a parar ahí
cuando hombres vinculados al crimen organizado la secuestraron al norte de
México, ese «infierno» y país de tránsito en el que la Agencia de las Naciones
Unidas para Refugiados dice que los migrantes venezolanos son —entre
todos— quienes
más abusos sufren.
«México
es lo más difícil porque uno es maltratado, golpeado, ultrajado, muchas son
violadas (…) A mí, por ejemplo, me metieron en un gallinero. No sé el nombre
del cártel, solo sé que me pidieron 75 dólares y al tercer día me soltaron, me
dejaron en una gasolinera. Siempre te dejan donde hay más migrantes”, narró con
un rostro que, aunque iluminado por el sol texano incandescente de una
mañana de mayo, se ensombreció con la tristeza del recuerdo de sus dos
hijas pequeñas dejadas en Venezuela.
Fue el
peor episodio que vivió en su tránsito por cinco países: Colombia, Panamá,
Costa Rica, Guatemala y México.
A
Colombia llegó en bus, pero el resto de su camino lo hizo a pie hasta llegar al
límite sur de Estados Unidos. El único calzado que le quedó fue unas cholas grises
que usaba con medias. Sus tenis los perdió en el Darién.
A 10
días de haber salido de Venezuela, a finales de enero de 2024, ya estaba en
Tecún Umán, la ciudad guatemalteca que bordea el río Suchiate y marca
la frontera con México. A tierras aztecas entró por Ciudad Hidalgo, en Chiapas.
Ese es el estado mexicano con mayores denuncias por delitos contra migrantes
indocumentados. Secuestro, extorsión, violencia sexual y trata de personas son
los principales delitos según los 5.378
reportes recibidos por la Unidad de Política Migratoria de la
Secretaría de Gobernación Mexicana entre 2016 y 2022.
En la
vida que dejó en el estado Aragua (Venezuela), a 4.690 kilómetros de El Paso,
Alejandra era cajera de un modesto abasto. De esa vida que no olvida —ni lo
hará hasta no llevar con ella a sus hijas y su mamá— no le quedó más que
la ropa que llevaba puesta. El resto lo tiró en un vertedero de la Puerta
36, donde se entregó.
Yésica,
de 28 años, también era parte del grupo que acababa de entregarse. Hizo el
viaje con su esposo desde Coro, en el estado Falcón, al norte de Venezuela.
“Nos
vinimos porque nos amenazaron los colectivos (grupos de civiles armados que
defienden la revolución bolivariana). Mi esposo trabajaba con el equipo de
María Corina Machado (lideresa de la oposición venezolana) y comenzamos a
recibir amenazas de estos hombres. Iban a nuestra casa con sus armas”, contó la
joven. Para ella también la peor parte de la travesía fue el paso por México,
aunque dijo que no les pasó nada grave.
La
mujer se aventuró a cruzar por pasos irregulares “por miedo de que nos
deportaran en México, miedo de nos agarraran los colectivos, porque esa gente
está en todas partes. Aquí ya no tenemos miedo”, relató. Lágrimas brotaron al
mencionar a sus familiares dejados atrás.
Al
llamado de un oficial, las dos mujeres se enfilaron junto a otros migrantes.
Había pieles oscuras, blancas; lisas y otras envejecidas; cabellos
rizados rubios y también lacios castaños. Las nacionalidades eran muchas:
brasileños, haitianos, ecuatorianos, venezolanos. Siempre hay venezolanos. Más
de 7,7
millones han salido del país.
Caminó
con las manos cruzadas atrás sobre un puente hacia un imponente portón marrón.
Detrás de ella quedó la cerca de alambre a orillas de un sector de Río Bravo. Al
frente, el bus que la llevó directo a un centro migratorio, donde le asignarían
su caso a una corte que decidirá si su sueño americano se muere ahí o tiene
salvación.
Migrantes
que no se entregan
Más
allá de la Puerta 36, en otra área del amplio desierto, el tacómetro marca 80
kilómetros por hora. La aguja sigue subiendo. El viento silba alrededor de la
camioneta y todo pasa rápidamente por la ventana. Arriba un helicóptero. Es la
guía que sigue el hombre al volante.
La
carretera es amplia. Hay cuatro canales, pero el conductor toma una salida a la
derecha. Ahora ruge por una sola vía estrecha, muy estrecha. Unas letras
blancas sobre una señalética verde anuncian la entrada a Sunland Park, una
ciudad de Nuevo México, en el suroeste de Estados Unidos.
En los
asientos de atrás hay dos agentes de frontera. Salieron a trabajar temprano. En
el radio transmisor del conductor unas voces hablaban en código.
—Hay
dos migrantes. Vamos a detenerlos. Es lo que nos está informando quienes están
ahí, dice el hombre mientras señala una aeronave negra con dorado de la agencia
federal de la oficina de Aduanas y Protección Fronteriza que sobrevuela el
desierto.
Aunque
parece escena de película de Hollywood, para ellos no es una novedad. Al
contrario, es parte de su cotidianidad.
—No
hay día en el que no hagamos esto, suelta una agente de la Patrulla Fronteriza.
Ella, por cierto, es inmigrante de segunda generación. Sus padres son mexicanos
y en su casa también se habla español. Ahora su trabajo es custodiar la
frontera.
Además
del chaleco antibala que los protege, en un arnés negro amarrado a la cintura
guardan una pistola, un rolo y un «taser». Si lo accionan descarga corriente.
Son las armas del por si acaso: por si acaso el migrante reacciona agresivamente,
por si acaso el migrante trata de huir, por si acaso, porsiacaso…
También
todos ellos tienen un segundo par de ojos, pero en el pecho. Ese pequeñito
cuadrado negro sujeto al chaleco lo graba todo, a todo momento. Nunca para. Es
una cámara corporal; la única testigo que los defiende ante «alegaciones
falsas».
Las
llantas chirriaron después de una pisada brusca en el freno. Los agentes se
bajaron de la camioneta y corrieron sobre la arena. De una segunda unidad de la
Patrulla Fronteriza que a toda velocidad trataba de seguirles el paso, se
bajaron tres agentes más.
El
estruendoso rotor del helicóptero era ensordecedor. Al fondo, el muro
fronterizo que divide Sunland Park del puerto de Anapra, una de las colonias
más pobres de Ciudad Juárez, en México.
Ahí
comenzó otra escena de acción.
Los
matorrales en el desierto sirvieron de escondite para dos migrantes, pero no
por mucho tiempo. Los seis agentes llegaron hasta ellos y los encontraron boca
abajo en el suelo. Uno era de México y el otro de Ecuador.
—Do
you speak English (Hablas inglés)?, -preguntó el oficial.
No
hubo respuesta.
En
español, les pidieron quitarse los cordones de los zapatos. Lo hicieron.
Seguían en la arena ardiente.
Uno de
los funcionarios agarró al ecuatoriano por el brazo y lo levantó. De inmediato,
como por reflejo, el que hizo la ruta con él se levantó del piso.
No era
difícil para el fornido funcionario levantar a Diego* de un solo tirón. Era
joven, delgado, de 18 años de edad, y emprendió solo el viaje desde el
país suramericano que hoy está azotado por las pandillas y el crimen
organizado. De eso intentaba huir, según contó también entre lágrimas. Vestido
con ropa juvenil y tenis blancos, no dejaba de llorar mientras relataba sus
razones para emigrar, cuando tomó un vuelo de Quito hasta San Salvador, y luego
abordó buses hasta México.
La
única funcionaria del escuadrón le ordenó sacar todas sus pertenencias.
—No,
usted no, siéntese, siéntese, le indicó otro agente con palabra apurada al
migrante mexicano que lo acompañaba.
Mientras
los revisaban, ambos tenían la mirada clavada en el suelo, con sus manos detrás
de la cabeza, brazos flexionados y las piernas abiertas. Unas manos grandes
tocaban por encima de los jeans, sacaban cables de teléfono de los bolsillos
traseros, quitaban correas y pedían lanzar al piso billeteras y
teléfonos.
Cinco
minutos después de una llamada, una van blanca se estacionó en la carretera. Se
bajó un hombre alto, grueso, vistiendo una chemisse azul y pantalón negro.
Llegó por ellos, por los migrantes.
Intentaron
pedir ayuda a quienes nada podían hacer por asistirlos, a los periodistas. No
querían terminar en una cárcel. Solo necesitaban trabajar en Estados Unidos
para ayudar a sus familias.
A las
9:51 am se quedó frío su sueño americano. A esa hora echaron sus esperanzas en
la misma bolsa plástica en la que metieron sus identificaciones para ir directo
a un centro de procesamiento. De ellos no se supo más.
Frontera
al alcance de la mano
Límite
de los Estados Unidos, Tratado de 1848, restablecido por Tratado de
1884-1989 se lee en una placa clavada entre unas rocas.
En la otra cara un texto reza (casi) las mismas palabras. Allí, en vez de
«Estados Unidos», se lee «República Mexicana».
Se
trata de otro punto de la frontera donde los migrantes esperan ocultos en una
montaña un descuido de la Patrulla Fronteriza para cruzar. Allí con solo
estirar la mano ya estás del otro lado de la frontera, no hay muro, ni
cerca.
A lo
lejos, usando binoculares, se alcanzan a ver unas siluetas. Se recortan a
contraluz del sol que se esconde detrás de la montaña. Un halo de incertidumbre
está alrededor de ellas. Podrían mimetizarse entre las rocas, pero no lo
logran. Sí, son migrantes en lo más alto de una colina de Anapra, en México.
Están apenas a unos pasos de Estados Unidos, aunque no lo puedan pisar. Agentes
fronterizos están a solo 100 metros, vigilando cada movimiento.
Deben
esperar a que lo intenten, aunque agarrarlos no es una opción. El principio de
inviolabilidad del territorio se los impide.
No les
queda más que seguir con su recorrido cotidiano. Y vaya que les cuesta llegar
hasta ese punto. Los migrantes trancan las vías con piedras meteóricas. Así
hacen tiempo para correr cuando el helicóptero de patrullaje aéreo los delata y
lanza una alerta a los de la Patrulla Fronteriza.
Los
oficiales suben con sus camionetas por esas montañas escarpadas que desafían la
gravedad. Cuando no pueden avanzar más, cuando sí o sí tienen que parar, se
bajan de sus autos y, con determinación en sus rostros, se reúnen alrededor de
las rocas para, al compás de gruñidos y el sonido de las piedras raspando
contra el suelo, levantarlas con todas sus fuerzas.
Desde
arriba, el muro es solo una línea negra muy fina. Pero sus dimensiones parecen
ensancharse al bajar de la cima. El gran muro de nueve metros de alto que se
extiende por más de 1.000 kilómetros se magnifica con cada metro avanzado. Se
ve el detalle de la pintura oxidada marrón que cubre la rejas, las huellas de
quienes, sin éxito, intentaron cortar los barrotes. Detrás de las rejas se ven
los caseríos de la colonia de Anapra.
—¿Ven
esa casa verde? Allí se esconden los polleros (coyotes). Cuando no está la
Patrulla, mandan señal para que los migrantes avancen hasta el muro, relató un
oficial.
La
casa es apenas dos grandes paredes de cemento, sin techo. Allí se atrincheran
los eslabones más bajos de la cadena del tráfico de migrantes. En la zona opera
el cártel La Línea. La Administración para el Control de Drogas (DEA) lo
considera el brazo armado del cártel de Juárez. Muchos les dicen los “narcocoyotes”.
De ese
lado mexicano las calles son de tierra. Los ranchos están en obra gris, con
bloques de cemento que no terminan de cubrir las cabillas. Una escalera de
hierro alta y delgada está tirada a las faldas del muro. Delatora.
Apenas
se para la camioneta de la Patrulla Fronteriza un silencio intrigante envuelve
el lugar.
—¿De
quién es esta escalera?, pregunta un agente.
Nadie
responde.
Cuando
la levantan del piso, un hombre llega hasta el muro corriendo y dice que es de
su construcción. Los agentes no le creen, pero no pueden hacer más que dejarlo
ir con ella bajo el brazo. Al otro lado del muro, en México, los oficiales no
tienen autoridad. Así termina una jornada, que se repite día a día en la
frontera entre El Paso, Texas, y Anapra, México.
Tomado
de: https://talcualdigital.com/la-ruta-del-terror-para-los-migrantes-no-termina-cuando-llegan-a-eeuu/
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