martes, 19 de julio de 2011
La hora final
Por Pompeyo Márquez, 12/07/2011
Marx encontró una bella metáfora para referirse a ese proceso sociopolítico, cultural y económico que va tejiendo nuevos escenarios históricos casi siempre a redropelo de la voluntad de los hombres y a veces, incluso, contra su expresa voluntad. Engañando a tirios y troyanos y usando los más equívocos, falsos y trastornados mensajeros. Lo llamó “el viejo topo”. Y al trabajo que realiza en el subsuelo de la conciencia colectiva hasta derrumbar todas las falsas certidumbres para permitir el nacimiento de una nueva sociedad lo llamó “su trabajo de zapa”.
Súbitamente y de la manera más insólita, pues nadie se lo había siquiera imaginado, el viejo topo hace su trabajo de zapa bajo el resquebrajado cuero seco de esta Venezuela petrolera.
Y para terminar de derrumbar el tinglado fantasmagórico de esta sedicente revolución bolivariana y permitir que emerja del trajinado subsuelo de nuestra sociedad la nueva sociedad moderna y globalizada que exigen las circunstancias, se sirve del falso mensajero: un teniente coronel con aspiraciones de eternidad al que el destino, en una siniestra jugarreta, le desemboza de un solo tajo la dolorosa fragilidad de su existencia. La historia lo pilla en offside: fuera de juego. Con su revolución en el cartapacio.
Pertenezco a aquellos que creyeron que Hugo Chávez, en esta particular circunstancia, se desempeñaba en el rol de lo que Molière llamara “le malade imaginaire”, el enfermo imaginario. Bajo la mise en scène de Fidel Castro y la producción estelar del G2 cubano.
Es un operativo que llamé “misión resurrección”. Consistente, tal como lo ha hecho el mayor de los Castro, en desaparecer de la faz del planeta, provocar conmoción pública y reaparecer al filo de la desesperación colectiva para ser recibido en gloria y majestad como el hijo pródigo, ya al borde de la histeria. Tiempo suficiente, además, para volver a empaquetar la mercadería: un lifting, una cirugía estética, un new look para ver si engañaba a Cronos, el Dios del tiempo, el implacable. Ha sido el recurso con el que su íntimo amigo y compañero de aventuras Muammar Gadaffi ha refrescado su imagen, hasta ahora, cuando los dioses del desierto le vuelven la espalda.
La realidad parece desmentirme. La realización de la asamblea cumbre de la organización con que el segundo de Fidel Castro imagina el futuro sin la OEA, el CELAC, pautada para el 4 y 5 de julio en la isla de Margarita, jugada maestra de los bolivarianos y del lulista Foro de Sao Paulo con la que pretenden desbancar a los Estados Unidos y al Canadá del tablero político latinoamericano, ha sido cancelada el pasado miércoles 29 de junio. La razón clama a los cielos: Chávez está enfermo. Y no de cualquier minucia propia de personajes estresados - empresarios, artistas, periodistas, productores de televisión, políticos derrotados y jugadores de bolsa -tales como una gastritis, colon irritable, mareos súbitos, torsiones musculares, obesidad y desmayos causados por la acumulación de acosos existenciales. De ninguna manera. Chávez padece de cáncer. Por ahora, según se deduce de las informaciones que traspasando el espeso muro del secretismo propio de regímenes totalitarios han llegado a los medios nacionales e internacionales, no padece de un cáncer terminal y devastador, como los que suelen llevarse a los simples mortales en pocos días con la silbante ráfaga de un guadañazo. Pero no nos llamemos a engaño: un cáncer es un cáncer. No existe un cáncer benigno - ejemplar oxímoron -, como esos malestares que se guardan en el portafolios y nos sorprenden el día de mañana llegando a la oficina. Una acidez pertinaz e insoportable después de días de alcohol, sexo y fatiga.
Nadie ha dicho que el cáncer de Chávez, supuestamente de próstata con algún nivel de metástasis en otros órganos vecinos – se habla del hígado y del páncreas, incluso de sus huesos -, se lo llevará al otro mundo de un día al otro. Conozco a muchos que han sobrevivido años y años con un cáncer, de los aviesos y traidores.
Pero al día de hoy y a pesar de esa certidumbre debemos reconocer que casi todos quienes sufren de cáncer se invalidan para las grandes aventuras psíquicas, físicas y corporales a las que se sentían llamados. En la inefable pantalla espiritual de sus vidas se asoma la persistente, la tenaz, la aviesa sombra de la más antigua, más amarga y más extenuante de las certidumbres: la de la inmediatez inevitable de la muerte. En esos casos, ese tenue velo de la eternidad con el que convivimos en la sana inconsciencia cotidiana, se rasga como con un relámpago. Murieron las ilusiones.
Esto le, nos sucede, además, en el peor y más angustioso de los momentos del proyecto vital que ha convertido en esencia de su vida desde sus tempranos días en la Academia Militar. Le sucede cuando la llamada revolución bolivariana se derrumba en pedazos sin haber dejado a su paso una sola institución, una sola obra, una sola realidad imperecedera.
Como suele suceder con regímenes autocráticos sustentado en atributos absolutamente personales y azarosos del autócrata. La única que pudo sobrevivirle, la Constitución, ha sido envilecida, atropellada y ultrajada por sus mismos creadores.
En un país que siente animadversión congénita por el orden constitucional y se lo ha pasado pergeñando constituciones – ya van 27, mientras Estados Unidos tiene una con enmiendas e Inglaterra simplemente carece de ella - difícilmente le sobrevivirá más de algunos meses. La asamblea nacional –sea escrito en minúsculas dada su bajeza- es infinitamente más venal, corrupta y despreciable que todas las que la precedieran en estos doscientos años de vida legislativa. Incluso la de Cipriano Castro, sobre la que Rómulo Gallegos escupiera su juvenil y corajudo desprecio hace más de un siglo. Y el partido que se sacó de la manga en medio del aluvión social que lo arrastrara al Poder, el PSUV, se volverá escenario de una guerra a dentelladas por la herencia de los despojos. En suma: estos trece años de despilfarro, desorden, odios, enfrentamientos y esperanzas yacen por los suelos. Tanto, que uno de sus más importantes artífices, el teniente Diosdado Cabello, se ve en la obligación de señalar que sin Chávez, no queda, no quedaría, no quedará absolutamente nada. Como exclama el croupier cuando detiene las apuestas: fin de partie. Para comprender la magnitud de la confesión me imagino un solo escenario: ¿Stalin exclamando que sin Lenin se acabó la revolución bolchevique? Imposible.
Aún así, haberse mantenido firmemente montado sobre el alebrestado cimarrón que lo respalda no es poco para un ágrafo teniente coronel al que en la academia militar menospreciaban sin miramientos apodándolo “el loco Chávez”. Haber enfebrecido a un pueblo rebajado a pasto de sus ambiciones ha sido una proeza que pasará a la historia. Como también pasará el hecho insólito y condenable de no dejarle un techo, un pan, un abrigo a pesar de haber contado en una década con la mayor fortuna jamás conocida en la historia de Venezuela desde su descubrimiento. Ni siquiera le entrega una auténtica Nación en la que cobijarse. Sólo un recuerdo vaporoso y difuso que el viento irá esparciendo en el olvido como el sueño de una larga, interminable, pesadillesca noche de verano. Pues todo lo que sobrevive en instituciones, en infraestructura, en desarrollo económico, cultural y social ha sido obra de los cuarenta años que lo precedieran. Y que el más feroz de los embates no ha podido terminar por destruir.
Es esencial que las élites lo comprendan y se preparen a actuar en concordancia: Venezuela, desde el 10 de junio de 2011, día en que se le operara en La Habana de un absceso pélvico producto de una prostatectomía, ya es otro país. Chávez no está muerto ni posiblemente lo estará en años. Le ha sucedido algo peor, porque es menos glorioso: se nos ha vuelto súbitamente inútil, obsoleto. Temeroso, frágil y quebradizo. Ya es tarde para parapetar de urgencia una nueva realidad pariendo de la noche a la mañana una revolución armada, socialista, bolchevique, heroica e impoluta como la que naciera en la Sierra Maestra y muriese a poco andar de un brutal totalitarismo caudillesco y autocrático. Tal como lo pretende Adán Chávez, patética y lamentable parodia de Raúl Castro, el comunista de la familia. Nunca segundas partes fueron buenas.
La oposición debe descifrar las claves de este nuevo país.
Y observar con atención al estado de excepción que se agudiza tras este providencial suceso. Un atentado del destino ha fracturado las bases del Poder caudillesco que sostenía la farsa revolucionaria. Desde luego, y visto en la gran perspectiva del Poder y la Historia, no se trata de mantener la ficción electoral sometiéndola al estrés del apuro y la precipitación. Se trata del aprehender y comprender en toda su magnitud el momento crucial que vivimos, el Kairós (καιρός)
que llamaban los griegos: ese instante único e irrepetible por el que se nos cuela lo nuevo, lo inédito en la historia. El problema, así como el desafío, son trascendentales. Se trata de asumir la responsabilidad del Poder y asegurarle a la Nación el futuro cuyas portones acaban de ser abiertos por el viejo topo. Lenin exigió en sus tesis de abril de 1917, cuando la parodia democrático burguesa intentaba gatear, “todo el poder a los soviets”.
Llegó la hora de exigir “todo el Poder a la Democracia” y proceder de inmediato al delicado montaje de la transición a la nueva Venezuela.
Dios quiera que sea por medios electorales. Y que el fantasma del golpe de Estado que estará rondando las cabezas de los más afiebrados de entre los huérfanos de Chávez, ultima ratio de una revolución que se desbarranca, sea impedido por la sensatez de nuestras élites civiles y uniformadas. La Patria lo demanda. La decisión está en nuestras manos.
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