Francisco Fernández-Carvajal 08 de enero de
2020
@hablarcondios
— Jesús perdido y
hallado en el Templo. El dolor y la alegría de María y de José. Nosotros le
perdemos por nuestra culpa.
— La realidad del
pecado y el alejamiento de Cristo. La tibieza.
— Poner nosotros los
medios para no perder a Jesús. Dónde podemos hallarlo.
I. Jesús creció en
un clima de piedad y de cumplimiento de la Ley. Parte importante de esta eran
las peregrinaciones al Templo. Tres veces al año celebraréis fiesta
solemne en mi honor... Tres veces al año comparecerá todo varón ante Yahvé, su
Dios1. Estas fiestas eran las de la Pascua, Pentecostés y la de los
Tabernáculos, y, aunque no obligaban a ir al Templo a quienes vivían lejos,
eran muchos los judíos de toda Palestina que se trasladaban a Jerusalén en
alguna de esas fechas. La Sagrada Familia solía hacerlo en Pascua: Todos
los años sus padres iban a Jerusalén por la fiesta de la pascua2.
Aunque solo era obligatorio para los varones mayores de doce años, María, según
se deduce del relato de San Lucas, acompañaba a José.
Nazaret dista de Jerusalén algo más de cien kilómetros
por el camino más recto. Al llegar la Pascua solían reunirse varias familias
para hacer el camino juntos, en cuatro o cinco jornadas.
Al ser ya el Niño de doce años cumplidos, subió a
Jerusalén, según solían hacer en aquella fiesta3.
Terminados los ritos pascuales, se inicia la vuelta a Nazaret. En estos viajes,
las familias se dividían en dos grupos, uno de hombres y otro de mujeres. Los
niños podían ir con cualquiera de los dos. Esto explica que pudiera pasar
inadvertida la ausencia de Jesús hasta que terminó la primera jornada, momento
en el que se reagrupaban todos para acampar.
¿Qué sintieron y pensaron entonces? Parece inútil
describirlo. Creyeron haber perdido a Jesús, o que Jesús les había perdido a
ellos, y andaba solo, Dios sabe por dónde. La aglomeración a la salida de la
ciudad y por los caminos que a ella conducen era muy grande en esos días.
Aquella noche debió ser terrible para María y para José. Por la mañana, muy
temprano, comenzaron a desandar el camino y se dirigieron de nuevo a Jerusalén.
Pasaron tres días, cansados, angustiados, preguntando a todo el mundo si habían
visto a un niño como de doce años... Todo inútil.
María y José le perdieron sin culpa suya. Nosotros le
perdemos por el pecado, por la tibieza, por la falta de espíritu de
mortificación y de sacrificio. Entonces, nuestra vida sin Jesús se queda a
oscuras.
Cuando nos encontremos en esa oscuridad hemos de
reaccionar enseguida y buscarle, hemos de saber preguntar a quien puede y debe
saberlo: «¿Dónde está el Señor?».
«La Madre de Dios, que buscó afanosamente a su Hijo,
perdido sin culpa de Ella, que experimentó la mayor alegría al encontrarle, nos
ayudará a desandar lo andado, a rectificar lo que sea preciso cuando por
nuestras ligerezas o pecados no acertemos a distinguir a Cristo. Alcanzaremos
así la alegría de abrazarnos de nuevo a Él, para decirle que no lo perderemos
más.
»Madre de la ciencia es María, porque con Ella se
aprende la lección que más importa: que nada vale la pena, si no estamos junto
al Señor; que de nada sirven todas las maravillas de la tierra, todas las
ambiciones colmadas, si en nuestro pecho no arde la llama de amor vivo, la luz
de la santa esperanza que es un anticipo del amor interminable en nuestra
definitiva Patria»4.
II. María y José no
perdieron a Jesús, fue Él quien se ausentó de su lado.
Con nosotros es distinto; Jesús jamás nos abandona.
Somos nosotros los hombres quienes podemos echarlo de nuestro lado por el
pecado, o al menos alejarlo por la tibieza. En todo encuentro entre el hombre y
Cristo, la iniciativa siempre ha sido de Jesús; por el contrario, en toda
situación de desunión, la iniciativa la llevamos siempre nosotros. Él no nos
deja jamás.
Cuando el hombre peca gravemente se pierde para sí
mismo y para Cristo. El hombre anda entonces sin sentido y sin dirección, pues
el pecado desorienta esencialmente. El pecado es la mayor tragedia que puede
sucederle a un cristiano. En unos pocos momentos se aparta radicalmente de Dios
por la pérdida de la gracia santificante, pierde los méritos adquiridos a lo
largo de toda su vida, queda sujeto de algún modo a la esclavitud del demonio y
disminuye en él la inclinación a la virtud. El alejamiento de Dios «lleva
siempre consigo una gran destrucción en quien lo realiza»5.
Por desgracia, lo peor de todo es que para muchos esto
apenas tiene importancia. Es la tibieza, el desamor, el que lleva a valorar
poco o nada la compañía de Jesús, Él sí que valora estar con nosotros: murió en
una cruz para rescatarnos del demonio y del pecado, y para estar siempre con
cada uno de nosotros en este mundo y en el otro.
María y José amaban a Jesús entrañablemente; por eso
le buscaron sin descanso, por eso sufrieron de una manera que nosotros no
podemos comprender, por eso se alegraron tanto cuando de nuevo le encontraron.
«Hoy no parece que haya mucha gente que sufra por su ausencia; cristianos hay
para quienes la presencia o ausencia de Cristo en sus almas no significa
prácticamente nada. Pasan de la gracia al pecado y no experimentan sufrimiento
ni dolor, aflicción ni angustia. Pasan del pecado a la gracia y no dan la
impresión de hombres que han vuelto del infierno, que han pasado de la muerte a
la vida: no se les ve el alivio, el gozo, la paz y el sosiego de quien ha
recuperado a Jesús»6.
Nosotros hemos de pedir hoy a María y a José que
sepamos apreciar la compañía de Jesús, que estemos dispuestos a todo antes que
perderle. ¡Qué oscuro estaría el mundo, y nuestro mundo, sin Jesús! ¡Qué gracia
tan grande darnos cuenta de esto! «Jesús: que nunca más te pierda...»7.
Pondremos todos los medios, sobrenaturales y humanos, para no caer en el pecado
mortal y ni siquiera en el pecado venial deliberado. Si no ponemos empeño en
aborrecer el pecado venial, sin la falsa excusa de que no es «grave», no
llegaremos a un trato de intimidad con el Señor.
III. El
Templo de Jerusalén tenía una serie de dependencias destinadas al culto y a la
enseñanza de las Escrituras. En una de estas dependencias entraron María y
José. Probablemente se trataba del atrio del Templo, donde se escuchaban las
explicaciones de los doctores y se podía intervenir con preguntas y respuestas.
Allí se encontraba Jesús; sus preguntas llamaban la atención de los doctores
por su sabiduría y ciencia. Está como uno de tantos oyentes, sentado en el
suelo, y también interviene como harían otros, pero las preguntas descubren su
maravillosa sabiduría. Con todo era un modo de enseñar acomodado a su edad.
María y José están maravillados contemplando toda esta
escena. María se dirige a Él llena de alegría por haberle encontrado. En sus
palabras encuentra San Agustín una muestra de humildad y de deferencia hacia
San José. «Pues, aun con haber merecido alumbrar al Hijo del Altísimo, era Ella
humildísima, y al nombrarse no se antepone a su esposo, diciendo Yo y tu padre,
sino: Tu padre y yo. No tuvo en cuenta la dignidad de su seno, sino
la jerarquía conyugal. La humildad de Cristo, en efecto, no había de ser para
su madre una escuela de soberbia»8.
La pérdida de Jesús no fue involuntaria por su parte.
Teniendo plena conciencia de quién era y de la misión que traía, quiso comenzar
de algún modo a cumplirla. Igual que hará después, busca ahora cumplir la
voluntad del Padre celestial sin que sea un obstáculo la de sus padres
terrenos. Para ellos debió de ser una dolorosa prueba; pero también un rayo de
luz, que les va descubriendo el misterio de la vida de Jesús. Fue un episodio
de la vida de Jesús que jamás olvidarían.
Para todos queda claro la conciencia que Jesús tiene
de su misión y de ser el Hijo de Dios. Para penetrar un poco más en la
respuesta habría que haber oído la entonación de la voz de Jesús mientras se
dirige a sus padres. De todas formas, nos hace ver que los planes de Dios están
siempre por encima de los planes terrenos, y si alguna vez se presenta
conflicto entre ambos, es necesario obedecer a Dios antes que a los
hombres9.
Si alguna vez perdemos a Jesús, acordémonos de aquel
consejo del mismo Señor: Buscad y encontraréis10.
Le encontramos siempre en el Sagrario, en aquellas personas que Dios mismo ha
dispuesto para señalarnos el camino; y si le hubiéramos ofendido gravemente,
siempre nos está esperando en el sacramento de la Penitencia. En este
sacramento nos disponemos a purificar nuestros ojos manchados por las faltas de
amor y por los pecados veniales.
Quizá hoy nos puede hacer mucho bien, especialmente
cuando estemos delante del Sagrario o cuando veamos los muros de una iglesia,
decir como jaculatoria, repetir en la intimidad de nuestro corazón: «Jesús: que
nunca más te pierda...»11.
María y José serán nuestras ayudas para no perder de vista a Jesús a lo largo
del día, y de toda nuestra vida.
1 Ex 23,
14-17; Cfr. Dt 16, 18. —
2 Lc 2,
41. —
3 Lc 2,
42. —
4 San
Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 278. —
5 Conc.
Vat. II, Const. Gaudium et spes, 13. —
6 F.
Suárez, José, el esposo de María, p. 195. —
7 San
Josemaría Escrivá, Santo Rosario, quinto misterio de gozo.
—
8 San
Agustín, Sermón 51, 18. —
9 Hech 5,
9. —
10 Lc 11,
9. —
11 San
Josemaría Escrivá, l. c.
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