Rafael Luciani 11 de enero de 2020
@rafluciani
Una
de las acciones que más impactó a los seguidores de Jesús fue percatarse de
cómo él aprendió a cargar con el rostro del que sufre, acogiendo con acciones
concretas a pecadores y enfermos. Su clave fue la «compasión», esa actitud que
hemos olvidado en la vida sociopolítica y en la religión. Jesús miraba a los
otros sintiendo «compasión por ellos» (Mc 6,34), denunciando así que el
verdadero pecado estaba en la falta de compasión de quien está deshumanizado
hasta el extremo de hacer de la impiedad una práctica más, sin importarle el
futuro y el bien de las personas.
Pero
«vivir compasivamente» tiene consecuencias. Jesús no pide primero el
arrepentimiento del pecador para luego decirle que Dios lo ama; él se le
acercaba corriendo el riesgo de que otros hablaran mal de él (Mc 2,16) y lo
considerasen impuro por no seguir las prácticas religiosas convencionales (Mt
9,11-13). Estaba con ellos sin avergonzarse (Lc 5,30). No los purificaba,
porque no era sacerdote, y tampoco les exigía prácticas penitenciales porque no
era escriba ni fariseo (Lc 7,48). Simplemente les perdonaba (Jn 8,1-11) con la
autoridad de quien ama compasivamente (Lc 7,47) porque para él perdonar no
consistía en ponerse como juez delante de ellos hasta que confesaran sus
culpas.
Este
acto de gracia solidaria devolvía la alegría de vivir y la posibilidad de
confiar en las potencialidades que otros les habían negado al haberlos excluido
de oficios sociopolíticos y prácticas religiosas. En Jesús encontraban a
alguien que compartía sus dolencias y sufrimientos, sus esperanzas y anhelos;
uno que disfrutaba de su compañía y nunca les insultaba.
A
diferencia de muchos políticos y religiosos que suelen hacer del maltrato una
práctica normal, Jesús vivió «llevando nuestras enfermedades y cargando con
nuestros dolores» (Is 53,4). Eso significa que entregó su vida a los más
vulnerables de la sociedad, la política y la religión, y se ocupó de devolverles
la dignidad que le habían negado los que creían interpretar la voluntad divina
(Mt 9,12-13; Mc 2,17; Lc 20,45-47). Incluso, llegó a decir que los publicanos,
que eran los colaboracionistas del poder romano, y las prostitutas, que habían
sido excluidas de los ritos religiosos, «creyeron» (Mt 21,32), mientras que los
líderes políticos y religiosos, así como algunos de sus seguidores, «no tenían
fe». Aún más: reconoció que sujetos considerados «ateos», como el centurión,
tenían una «fe más grande que todos» (Lc 7,6-10), ellos son los que «llegarán
antes al Reino de Dios» (Mt 21,31) y no «muchos que se tienen por justos y
desprecian a los demás» (Lc 18,9).
Para
Jesús la fe no nace en el culto, sino en la compasión, cuyo modelo es Dios (Lc
6,36). Por ello, se da en cualquier persona, incluso entre ateos o pecadores,
porque la misma trasciende a toda religión e ideología. ¿No es esta una buena
noticia? Cómo nos hace falta regresar a la praxis de Jesús de Nazaret.
Rafael
Luciani
@rafluciani
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