Opus Dei 10 de abril de 2021
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Reflexión
para meditar el domingo de la octava de Pascua. Los temas propuestos son: Tomás
quiere tocar las llagas de Jesús; la misericordia de Dios aviva nuestra fe; las
llagas del Resucitado nos introducen en su amor.
EL
EVANGELIO de la Misa de hoy, después de relatar la primera aparición del Señor
a los discípulos, se centra en la figura del apóstol Tomás, quien no había
estado presente en aquel momento anterior. Cuando todos, desbordantes de
alegría, cuentan que han visto al Señor, Tomás no les cree. Ni la insistencia
de los otros diez apóstoles, ni el testimonio de las santas mujeres, ni el
relato de lo sucedido a los discípulos de Emaús logran hacerle cambiar de
opinión. Es más, reafirma su incredulidad respondiendo: «Si no le veo en las
manos la marca de los clavos, y no meto mi dedo en esa marca de los clavos y
meto mi mano en el costado, no creeré» (Jn 20,25).
Podemos
imaginar los sentimientos que combatían en el corazón de Tomás. Era un hombre
decidido, generoso, que amaba sinceramente al Señor. Por ejemplo, cuando Jesús
decide ir a Betania para resucitar a Lázaro, con el peligro de ser capturado y
condenado a muerte, Tomás exhorta a los demás apóstoles: «Vayamos también
nosotros y muramos con él» (Jn 11,16). O en la última cena, cuando Jesús habla
a los discípulos del cielo que les esperará si siguen sus pasos, Tomás
manifiesta con sencillez que no está entendiendo: «Señor, no sabemos adónde
vas, ¿cómo podremos saber el camino?» (Jn 14,4-5).
Tomás
era un hombre feliz junto a Jesús, deseaba seguirle y se declaraba dispuesto a
compartir su suerte. Sin embargo, no había comprendido del todo la amplitud de
su misión. Con la muerte de Cristo, su crisis personal fue profunda. Pero los
deseos sinceros de seguir al Señor que siempre había demostrado hicieron
posible que su corazón acogiera la luz de la fe. «A pesar de su incredulidad,
debemos agradecer a Tomás que no se haya conformado con escuchar a los demás
decir que Jesús estaba vivo, ni tampoco con verlo en carne y hueso, sino que
quiso ver en profundidad, tocar sus heridas, los signos de su amor
(...). Necesitamos ver a Jesús tocando su amor. Solo así vamos al
corazón de la fe y encontramos, como los discípulos, una paz y una alegría que
son más sólidas que cualquier duda»[1].
OCHO
DÍAS DESPUÉS de la primera vez, Jesús vuelve a encontrar a los discípulos. En
esta ocasión Tomás está presente. Tras el saludo inicial, el Señor enseguida se
dirige a él: «Trae aquí tu dedo y mira mis manos, y trae tu mano y métela en mi
costado» (Jn 20,27). Tomás se llena de estupor, en su corazón se desata una
explosión de alegría. Su boca pronuncia «la profesión de fe más espléndida del
Nuevo Testamento»[2]: «Señor mío y
Dios mío» (Jn 20,28). En este domingo de la Divina Misericordia contemplamos la
grandeza de la misericordia de Dios con Tomás y, en él, con cada uno de
nosotros. Jesús acude a confortar –y de qué manera– a aquel discípulo que, al
no creer, sufría tanto.
Tomás
se siente comprendido. La aparición es como un abrazo que lo libera de sus
miedos e inseguridades, esos sentimientos que lo habían llevado a refugiarse en
la incredulidad. En el fondo de su corazón siempre hubo un rescoldo de
esperanza, aunque Tomás había evitado avivarlo por temor a engañarse. Se da
cuenta, de golpe, de que Jesús era digno de fe por sus gestos, sus milagros,
sus enseñanzas, su increíble amor y misericordia. Hace memoria de su vida junto
a Jesucristo y se asombra de haber entendido tan poco.
Tras
haber manifestado de forma tan breve como hermosa su fe y su adoración –«Señor
mío y Dios mío»–, acepta el cariñoso reproche que le hace Jesús: «Porque me has
visto has creído; bienaventurados los que sin haber visto hayan creído» (Jn
20,29). Es completamente cierto, piensa. Por esto, dedicará el resto de su vida
–llegando incluso al martirio– a difundir esa fe que ha brillado más allá de
todas sus dudas. Aunque probablemente no faltarían otros momentos de
incertidumbre, Tomás ha aprendido a fiarse de Dios y a moverse en el claroscuro
de la fe.
«NO
VEO LAS LLAGAS como las vio Tomás, pero confieso que eres mi Dios»[3]. A nosotros
nos corresponde creer sin haber visto, sin haber compartido la vida con Jesús
en esta tierra ni haber sido testigos directos de su resurrección. Sin embargo,
nuestra fe es la misma que profesaron Tomás y los demás apóstoles; y, como
ellos, estamos llamados a evangelizar el mundo entero. Para lograrlo, contamos
con la cercanía y la misericordia del Señor. El mismo Cristo que se presentó ante
el apóstol incrédulo y que le mostró sus llagas se nos ofrece a nosotros. «No
se impone dominando: mendiga un poco de amor, mostrándonos, en silencio, sus
manos llagadas»[4].
Jesús
ha querido abrir las fuentes de su vida para que podamos participar de ella.
Las llagas del Señor fueron, para Tomás y los demás apóstoles, un signo de su
amor. Al verlas no se llenaron de dolor, lo que hubiera sido comprensible, sino
que se vieron inundados de paz. Esas marcas de Cristo –que él ha deseado
mantener– son un sello de su misericordia. Contemplarlas nos permite evitar,
por adelantado, las dudas que nos podrían asaltar al mirar nuestra fría
respuesta. Esas llagas son la prueba de que el amor de Jesús es firme y
plenamente consciente.
«Las
llagas de Jesús son un escándalo para la fe, pero son también la comprobación
de la fe. Por eso, en el cuerpo de Cristo resucitado las llagas no desaparecen,
permanecen, porque aquellas llagas son el signo permanente del amor de Dios por
nosotros, y son indispensables para creer en Dios. No para creer que Dios
existe, sino para creer que Dios es amor, misericordia, fidelidad. San Pedro,
citando a Isaías, escribe a los cristianos: “Sus heridas nos han curado”»[5]. Pidamos a
María santísima, «icono perfecto de la fe»[6], que sepamos
tocar las llagas de Jesús como lo hizo Tomás.
[1] Francisco,
Homilía, 8-IV-2018.
[2] Benedicto
XVI, Audiencia, 27-IX-2006.
[3] Himno
eucarístico Adoro Te devote
[4] San
Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 179.
[5] Francisco,
Homilía, 27-IV-2014.
[6] Francisco, Lumen
fidei, n. 58.
Tomado
de: https://opusdei.org/es-ve/document/meditaciones-segundo-domingo-de-pascua/
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