Opus Dei 03 de abril de 2021
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Reflexión
para meditar el Domingo de Resurrección. Los temas propuestos son: la
Resurrección vuelve a encender la vida de las santas mujeres; Pedro y Juan
corren hacia el sepulcro; junto a santa María en la alegría de la Resurrección.
AMANECE en Jerusalén. La oscuridad llenaba todo hasta
que el sol empezó a iluminar las murallas, el Templo, las torres de la
fortaleza... María Magdalena y otras mujeres caminan hacia el noroeste de la
ciudad, hacia donde está el Calvario. Las calles están vacías. Ellas tienen la
impresión de que la muerte de Jesús ha oscurecido la tierra para siempre: el
sol ya no brillará como cuando su maestro estaba con ellas. Sin embargo, no les
importa la falta de luz, ni la guardia apostada allí por el sanedrín, ni que
Cristo lleve ya tres días muerto. No saben quién les quitará la piedra que
cierra el sepulcro, pero no están dispuestas a quedarse en casa. Vuelven a
pasar por los lugares por los que caminó Jesús; sus corazones se estremecen de
nuevo, pero no ceden ante el miedo.
«A mí me conmueve la fe de estas mujeres –decía san
Josemaría–, y me trae a la memoria tantas cosas buenas de mi madre, como
vosotros recordaréis también muchos detalles estupendos de la vuestra (...).
Aquellas mujeres sabían de los soldados, sabían que el sepulcro estaba
completamente cerrado: pero gastan su dinero, y al punto de la mañana van a
ungir el cuerpo del Señor (...). ¡Hace falta ser valientes! (...). Cuando
llegaron al sepulcro, repararon que la piedra estaba apartada. Esto pasa
siempre. Cuando nos decidimos a hacer lo que tenemos que hacer, las
dificultades se superan fácilmente»[1].
Les pedimos a ellas ese amor a Jesús, más fuerte que
el tremendo sufrimiento de la Pasión. En el corazón de aquellas mujeres, la
hoguera que encendió el mismo Cristo no se había apagado del todo. Han
madrugado y no ha sido en vano. Dios no puede resistirse a un amor así y les
entrega la mejor noticia, la página definitiva en la que tienen cumplimiento
todas las profecías: «“He resucitado y ahora estoy siempre contigo”, dice a
cada uno de nosotros. Mi mano te sostiene. Dondequiera que tú caigas, caerás en
mis manos. Estoy presente incluso a las puertas de la muerte. Donde nadie ya no
puede acompañarte y donde tú no puedes llevar nada, allí te espero yo y para ti
transformo las tinieblas en luz»[2].
CORREN ALEGRES, aunque todavía un poco confusas, hasta
el Cenáculo para anunciar a los apóstoles lo que han visto. A ellos les parece
una locura lo que escuchan de labios de estas mujeres que llegan jadeantes por
la carrera. Sus palabras están mezcladas con lágrimas y manifestaciones de
alegría por la tensión del momento. Pedro y Juan quieren conocer todo lo
referente a su maestro, aunque quizá no estén convencidos de lo que escuchan,
así que salen a la carrera: «Los dos corrían juntos, pero el otro discípulo
corrió más aprisa que Pedro y llegó antes al sepulcro» (Jn 12,4). Nosotros
queremos correr con ellos y ganar incluso a Juan. ¿Y si fuera verdad lo que
dicen las mujeres? ¿Y si Jesús ha cumplido lo que había prometido? Al cruzar las
calles, mientras el día se abre paso, va creciendo la esperanza en los
corazones de estos dos apóstoles.
Podemos fijar nuestra mirada, por un momento, en san
Pedro, que «no se quedó sentado a pensar, no se encerró en casa como los demás.
No se dejó atrapar por la densa atmósfera de aquellos días, ni dominar por sus
dudas; no se dejó hundir por los remordimientos, el miedo y las continuas
habladurías que no llevan a nada. Buscó a Jesús, no a sí mismo. (...). Este fue
el comienzo de la “resurrección” de Pedro, la resurrección de su corazón. Sin
ceder a la tristeza o a la oscuridad, se abrió a la voz de la esperanza: dejó
que la luz de Dios entrara en su corazón sin apagarla»[3].
Aunque, como Pedro, alguna vez hayamos negado a Jesús,
también como Pedro queremos volver a estar cerca de Él: «Es el momento de
renovarse, hijos míos –decía san Josemaría–; la santidad es esto: cada día
renacer, cada día recomenzar. No os preocupen vuestros errores, si tenéis la
buena voluntad de empezar de nuevo (...). Esos obstáculos que surgen en tu
carrera, ponlos a los pies de Jesucristo, para que Él quede bien alto, para que
triunfe: y tú, con Él. No te preocupes nunca, rectifica, vuelve a empezar,
prueba una y otra vez, que al final, si tú no puedes, el Señor te ayudará a
saltar el parapeto; el parapeto de la santidad. Este es también un modo de
renovarse, es un modo de vencerse: cada día una resurrección, que sea la seguridad
de que llegamos al fin de nuestro camino, que es el amor»[4].
MARÍA, la madre de Jesús, no ha ido esta mañana al
sepulcro. Se ha quedado en casa y quizá sonríe por dentro. Nadie, salvo ella,
ha logrado aceptar realmente el plan de Dios Padre; los demás «no entendían aún
la Escritura según la cual era preciso que resucitara de entre los muertos» (Jn
12,10). María estaba acostumbrada a guardar las palabras de Jesús en su
corazón: desde aquel viernes de dolor, ella había tratado de concentrarse en
las maravillas que Jesús había dicho y hecho. Vendrían posiblemente a su
corazón aquellas palabras misteriosas hablando de la resurrección al tercer
día. A ella, ya nada de su Hijo le sorprendía.
Para nosotros, a más de dos mil años de los sucesos
que estamos contemplando, el Viernes Santo y la Resurrección de Jesús siguen
dando fuerza y sentido a nuestra vida. Por eso, «las cosas todas de la tierra
tienen la importancia que les queramos dar. Todo lo que pase aquí abajo, si
estamos endiosados, no nos turbará. Cuando, a causa de nuestra flaqueza y de
nuestros errores, damos categoría a esas pequeñeces y sufrimos, es porque
queremos. Pegados al Señor, estamos seguros. Unidos a la Cruz de Cristo, a la
gloria de la Resurrección y al fuego de Pentecostés, todo se supera»[5].
A san Josemaría le gustaba saberse muy cerca de la
Virgen, especialmente durante la alegría pascual, «siempre seguros en la
victoria de la Resurrección»[6]. Al rezar
el Regina Coeli podremos arrancar muchas sonrisas de nuestra
Madre, santamente orgullosa de sus hijos recién nacidos, renovados
por la Pascua. «Gózate, Virgen María», le diremos, con la ilusión de unirnos a
ese gozo, sabiendo que Jesús se ha quedado con nosotros para siempre.
[1] San Josemaría, Meditación, 29-III-1959.
[2] Benedicto XVI, Homilía, 7-IV-2007.
[3] Francisco, Homilía, 26-III-2016.
[4] San Josemaría, Meditación, 29-III-1959.
[5] Ibíd.
[6] Ibíd.
Tomado
de: https://opusdei.org/es-ve/document/meditaciones-domingo-de-resurreccion/
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