Opus Dei 11 de noviembre de 2023
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Comentario del 32.º domingo Tiempo
Ordinario (Ciclo A). “¡Ya está aquí el esposo! ¡Salid a su encuentro!”. Tener
la ilusión del encuentro con Jesús cada día es la mejor preparación para el
encuentro definitivo con Dios: llenos de generosidad, rodeados de cariño y con
amor en los detalles.
Evangelio
(Mt 25,1-13)
Entonces
el Reino de los Cielos será como diez vírgenes, que tomaron sus lámparas y
salieron a recibir al esposo. Cinco de ellas eran necias y cinco prudentes;
pero las necias, al tomar sus lámparas, no llevaron consigo aceite; las
prudentes, en cambio, junto con las lámparas llevaron aceite en sus alcuzas.
Como tardaba en venir el esposo, les entró sueño a todas y se durmieron. A
medianoche se oyó una voz: “¡Ya está aquí el esposo! ¡Salid a su encuentro!”
Entonces se levantaron todas aquellas vírgenes y aderezaron sus lámparas. Y las
necias les dijeron a las prudentes: “Dadnos aceite del vuestro porque nuestras lámparas
se apagan”. Pero las prudentes les respondieron: “Mejor es que vayáis a quienes
lo venden y compréis, no sea que no alcance para vosotras y nosotras”. Mientras
fueron a comprarlo vino el esposo, y las que estaban preparadas entraron con él
a las bodas y se cerró la puerta. Luego llegaron las otras vírgenes diciendo:
“¡Señor, señor, ábrenos!” Pero él les respondió: “En verdad os digo que no os
conozco”. Por eso: velad, porque no sabéis el día ni la hora.
Comentario
Las
celebraciones nupciales en tiempos de Jesús estaban revestidas de una
particular solemnidad, en un ambiente festivo y gozoso. Unos meses antes tenían
lugar los desposorios, donde los futuros esposos ya quedaban públicamente
comprometidos en matrimonio, pero sólo un tiempo después la esposa era recibida
en su nueva casa por el esposo para iniciar su vida en común formando una
familia. En esta segunda ceremonia los amigos de los novios participaban
activamente en los festejos.
Acompañaban
a la esposa sus amigas de infancia y juventud, las “vírgenes” de las que habla
la parábola, solteras como ella hasta ese momento. De ordinario llegaban con
cierta antelación al lugar de la boda y, cuando al caer la tarde, llegaba el
esposo acompañado por sus amigos, también jóvenes como él, salían a su
encuentro con sus lámparas de aceite encendidas y comenzaba la fiesta. Sonaba
la música, corría el vino y los manjares, y se bailaba con alegría hasta la
medianoche.
Jesús
habla de una boda en la que un retraso excesivo en la llegada del novio provocó
el desconcierto entre las amigas de la novia. Algunas poco previsoras, al
retrasarse tanto el esposo, se quedaron sin aceite para salir con sus lámparas
a recibirlo y, mientras iban a comprar lo necesario, se cerró la puerta y se
quedaron fuera.
El
Maestro se sirve de esta parábola para recomendar la necesidad de estar siempre
bien preparados para recibir al Señor cuando se presente, ya que no sabemos el
día ni la hora. Vendrá al final de los tiempos, pero también saldrá al
encuentro de cada uno de nosotros cuando llegue el final de nuestra vida
terrena para juzgarnos. “Llegará aquel día –recordaba san Josemaría–, que será
el último y que no nos causa miedo: confiando firmemente en la gracia de Dios,
estamos dispuestos desde este momento, con generosidad, con reciedumbre, con
amor en los detalles, a acudir a esa cita con el Señor llevando las lámparas
encendidas. Porque nos espera la gran fiesta del Cielo”[1].
La
imprevisión o el atolondramiento, el retrasar el arrepentimiento o la
confesión, dilatar las decisiones de entrega, pueden privarnos para siempre de
la gloria. En cambio, una vida vivida cara a Dios, sin descuidar detalles, nos
puede abrir la puerta del cielo, como sucedió a aquellas amigas de la novia,
que fueron previsoras, y entraron a disfrutar de la fiesta, mientras que las
otras se quedaron fuera. Aquellas muchachas “No supieron o no quisieron
prepararse con la solicitud debida, y se olvidaron de tomar la razonable
precaución de adquirir a su hora el aceite. Les faltó generosidad para cumplir
acabadamente lo poco que tenían encomendado. Quedaban en efecto muchas horas,
pero las desaprovecharon”[2],
seguía comentando san Josemaría.
De ahí
que nos invitase a reflexionar y sacar propósitos: “Pensemos valientemente en
nuestra vida. ¿Por qué no encontramos a veces esos minutos, para terminar
amorosamente el trabajo que nos atañe y que es el medio de nuestra
santificación? ¿Por qué descuidamos las obligaciones familiares? ¿Por qué se
mete la precipitación en el momento de rezar, de asistir al Santo Sacrificio de
la Misa? ¿Por qué nos faltan la serenidad y la calma, para cumplir los deberes
del propio estado, y nos entretenemos sin ninguna prisa en ir detrás de los
caprichos personales? Me podéis responder: son pequeñeces. Sí, verdaderamente:
pero esas pequeñeces son el aceite, nuestro aceite, que mantiene viva la llama
y encendida la luz”[3].
[1] San
Josemaría, Amigos de Dios, n. 40.
[2] Ibidem, n.
41
[3] Ibidem, n.
41.
Tomado
de: https://opusdei.org/es/gospel/
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