Francisco Fernández-Carvajal 28 de agosto de
2019
@hablarcondios
— El ejemplo de San Pablo.
— La calidad humana del trabajo.
— Amar el propio quehacer profesional.
I. El trabajo es un
don de Dios, un gran bien para el hombre, aunque lleve consigo «el signo de un
bien arduum, según la terminología de Santo Tomás (...). Y es no
solo un bien útil o para disfrutar, sino un bien digno, es decir, que
corresponde a la dignidad del hombre, un bien que expresa esta dignidad y la
aumenta»1. Una vida sin trabajo se corrompe, y en el trabajo el hombre
«se hace más hombre»2,
más digno y más noble, si lo lleva a cabo como Dios quiere.
El trabajo es consecuencia del mandato de dominar la
tierra3 dado por Dios a la humanidad, que se volvió penoso por el
pecado original4, pero que constituye el «quicio de nuestra santidad y el medio
sobrenatural y humano apto para que llevemos con nosotros a Cristo y hagamos el
bien a todos»5. Es como la columna vertebral del hombre, en la que se
sostiene su vida entera, y medio a través del cual hemos de alcanzar la propia
santidad y la de los demás. Un descentramiento en el trabajo ordinario, en el
quehacer profesional, puede repercutir en toda la vida del hombre; también en
sus relaciones con Dios. Por esto, comprendemos bien los males que llevan
consigo la pereza, el trabajo mal hecho, la chapuza, las tareas a medio
terminar... «El hierro que yace ocioso, consumido por la herrumbre, se torna
blando e inútil; mas si se lo emplea en el trabajo, es mucho más útil y hermoso
y apenas si le va en zaga por su brillo a la misma plata. La tierra que se deja
baldía no produce nada sano, sino malas hierbas, cardos y espinas y árboles
infructuosos; mas la que goza de cultivo se corona de suaves frutos. Y, para
decirlo en una palabra, todo ser se corrompe por la ociosidad y se mejora por
la operación que le es propia»6;
el hombre, por su trabajo.
San Pablo, como leemos en la Primera lectura de
la Misa7, señala a los primeros cristianos de Tesalónica su manera de
comportarse con ellos, mientras les predicaba la Buena Nueva de Jesús: Recordad -les
dice- nuestros esfuerzos y fatigas; trabajando día y noche para no
serle gravoso a nadie...8».
Y más tarde, en la segunda Carta: Ya sabéis cómo tenéis que imitar mi
ejemplo: no viví entre vosotros sin trabajar, nadie me dio de balde el pan que
comí, sino que trabajé y me cansé día y noche, a fin de no ser carga para nadie9.
El Espíritu Santo, con este ejemplo, nos ha inculcado un principio práctico
bien claro a seguir: el que no trabaje, que no coma.
Hoy, en nuestra oración serena y sosegada, hemos de
tener presente que este mismo espíritu de laboriosidad, de trabajo intenso, que
se vivió entre los primeros cristianos, lo espera también el Señor de nosotros.
Uno de los escritos más antiguos nos ha dejado este admirable testimonio: «Todo
el que llegue a vosotros en nombre del Señor, sea recibido; luego,
examinándole, le conoceréis (...). Si el que llega es un caminante, no
permanecerá entre vosotros más de dos días o, si hubiera necesidad, tres. Pero
si quiere establecerse entre vosotros, teniendo un oficio, que trabaje y así se
alimente. Mas si no tiene oficio, proveed según vuestra prudencia, de modo que
no viva entre vosotros ningún cristiano ocioso. Si no quiere hacerlo así, es un
traficante de Cristo; estad alerta contra los tales»10.
II. El Señor nos
dio, en sus años de Nazaret, un ejemplo admirable de la importancia del trabajo
y de la perfección humana y sobrenatural con que hemos de realizar la tarea
profesional. «Jesús, creciendo y viviendo como uno de nosotros, nos revela que
la existencia humana, el quehacer corriente y ordinario, tiene un sentido
divino. Por mucho que hayamos considerado estas verdades, debemos llenarnos
siempre de admiración al pensar en los treinta años de oscuridad, que
constituyen la mayor parte del paso de Jesús entre sus hermanos los hombres.
Años de sombra, pero para nosotros claros como la luz del sol»11.
Su misma manera de hablar, las parábolas e imágenes que utilizará después en su
predicación revelan a un hombre que ha conocido muy de cerca el trabajo; habla
siempre para quien se «afana, para una vida ordinaria en la que rige siempre la
ley de la normalidad, la aparición previsible de los mismos problemas para las
mismas personas. Este es el ambiente de la predicación de Cristo; sus
enseñanzas han quedado gráficamente conectadas con este clima. No era el
“filósofo”, ni el “visionario”, sino el artesano. Uno que trabaja, como todos»12.
En San José, nuestro Padre y Señor, encontramos una
existencia también llena de trabajo, una vida corriente como la nuestra, y al
que en el día de hoy podemos encomendar nuestras tareas profesionales. Él
inició a Jesús en su oficio y le enseñó hasta adquirir la maestría de un
verdadero profesional en el manejo de la sierra, del escoplo, de la garlopa y
del cepillo.
Durante su vida pública, el Maestro llamó a personas
habituadas al trabajo: San Pedro, pescador de oficio, volverá de nuevo a sus
tareas de pesca apenas se le ofrezca la primera oportunidad13;
San Mateo recibirá la llamada para seguir al Señor mientras ejercía su oficio
de recaudador de impuestos, y así todos los demás.
Cuando San Pablo se retiró de Atenas y vino a Corinto,
encontró allí a un judío llamado Aquila, originario del Ponto, y a su esposa
Priscila. Se juntó con ellos. Y como era del mismo oficio, se hospedó en su
casa y trabajaba en su compañía, pues eran ambos fabricantes de lonas14.
Durante esta estancia de año y medio en Corinto, San Pablo escribe esas
exhortaciones exigentes a los cristianos de Tesalónica, convencido de que
muchos de los males que se estaban originando en aquella comunidad cristiana se
debían a que algunos eran más dados a hablar y a corretear de casa en casa que
a ocuparse de su propio trabajo.
Nosotros debemos examinar con frecuencia la calidad humana
de nuestro quehacer: si lo comenzamos y lo terminamos según el horario
previsto, aunque alguno de nuestros compañeros, o todos, por las razones que
sea, no lo vivieran; si lo hacemos con orden, no dejando para el final, sin
razón, lo más costoso, lo menos grato; si trabajamos con intensidad,
aprovechando las horas, procurando evitar conversaciones, llamadas por teléfono
inútiles o menos necesarias; si tenemos afán de mejorar en ese trabajo con el
estudio oportuno, procurando estar al día en las nuevas cuestiones que surgen
en toda profesión; si nos excedemos, como ocurre con aquello que amamos, pero
con temple y rectitud, sin detrimento del tiempo que debemos a la familia, a
los hermanos, al apostolado, a la propia formación... Pensemos también si cuidamos
los instrumentos que utilizamos, sean nuestros o de la empresa. Contemplemos a
Jesús en su taller de Nazaret, pidamos al Señor entrar allí con los ojos de la
fe, y veremos entonces si nuestro trabajo tiene la calidad y la hondura que Él
pide a quienes le siguen.
III.
Hemos de amar y cuidar la propia tarea porque es un mandato de nuestro Padre
Dios. Con el trabajo ordinario se desarrolla la personalidad, se gana lo
necesario para las necesidades de la familia y de uno mismo, y para ayudar a
obras buenas de apostolado, de formación, etc. Hemos de amarlo, y ha de ser a
la vez materia de oración, porque, además, el trabajo es uno de los más altos
valores humanos, medio con el que cada uno debe contribuir al progreso de la
sociedad y, sobre todo, porque es camino de santidad. Cada día podemos llevar
al Señor tantas cosas que procuramos estén bien hechas: el estudiante podrá
ofrecer horas de estudio intensas y completas; la madre de familia presentará
el desvelo eficaz por sus hijos, por el marido, el cuidado de los mil detalles
que hacen de su casa un verdadero hogar; el médico, junto a la competencia
profesional, el trato amable y acogedor con los pacientes; la enfermera, esas
horas llenas de un continuo servicio, como si cada uno de los enfermos fuera el
mismo Cristo... En la realización del trabajo surgirán con frecuencia
peticiones de ayuda al Señor, acciones de gracias, deseos de dar gloria a Dios
con aquello que tenemos entre manos...
Los cristianos corrientes, los laicos, no nos
santificamos a pesar del trabajo, sino a través del
trabajo; encontramos al Señor en las variadas incidencias que lo componen, unas
agradables y otras menos, el campo en el que se ejercitan las virtudes humanas
y las sobrenaturales.
El amor al propio quehacer profesional nos llevará
frecuentemente a permanecer, quizá muchos años o toda la vida, en la misma
tarea. Ello no achica la sana ambición de procurar ascender y conseguir una
situación o un puesto de trabajo mejor. Pero ese deseo legítimo, que forma
parte de la buena mentalidad profesional, no debe ocasionar intranquilidad ni
desasosiego, como si el éxito profesional y ganar dinero fueran los móviles
únicos o predominantes. Los cristianos no debemos medir los trabajos solo por
el dinero, como si esto fuera lo único que en definitiva importara. La
profesión es el lugar donde se desarrolla y perfecciona la propia personalidad,
es un modo de servir a otras personas, el medio para colaborar al progreso
social y donde encontramos a Dios15.
Y todo eso hay que valorarlo al juzgar el propio trabajo profesional.
San Pablo, como otros muchos hombres, dedicaba un
tiempo a trabajar para ganarse el pan. En su trabajo profesional seguía siendo
el Apóstol de las gentes, el elegido por Dios, y se servía de su misma
profesión para acercar a otros a Cristo. Así hemos de hacer nosotros,
cualquiera que sea nuestro oficio y nuestro lugar en la sociedad. Y si nos
tocara estar impedidos o enfermos, esas mismas circunstancias deben ser luz,
quizá incluso más brillante, para que otros muchos vean el camino que lleva a
Dios y se sientan movidos a seguirlo.
1 Juan
Pablo II, Enc. Laborem exercens, 14-IX-1981, I, 9. —
2 Ibídem.
—
3 Cfr. Gen 1,
28. —
4 Cfr. Gen 3,
17. —
5 San
Josemaría Escrivá, Carta 14-II-1950. —
6 San
Juan Crisóstomo, Homilía sobre Priscila y Aquila. —
7 Primera
lectura. Año 1. 1 Tes 2, 9-13; Año II. 2 Tes 3,
6-10, 16-18. —
8 1
Tes 2, 9. —
9 2
Tes 3, 7-8. —
10 Didaché o Doctrina
de los Doce Apóstoles, en Padres Apostólicos griegos, BAC,
Madrid 1950, 12, 2-4 —
11 San
Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 14. —
12 R.
Gómez Pérez, La fe y los días, Palabra, Madrid 1973, p. 20.
—
13 Cfr. Jn 21,
3. —
14 Cfr.
Hech 18, 1-3. —
15 Cfr. Conc. Vat.
II, Const. Gaudium et spes, 34.
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