Francisco Fernández-Carvajal 29 de agosto de
2019
@hablarcondios
— El aceite que mantiene encendida la luz de la
caridad es la intimidad con Jesús.
— El brillo de las buenas obras.
— Ser luz para los demás.
I. El Evangelio de
la Misa1 nos relata una costumbre judía; el Señor la emplea para
darnos una enseñanza acerca de la vigilancia que hemos de tener sobre nosotros
mismos y sobre los demás. Nos dice Jesús: El Reino de los Cielos será
semejante a diez vírgenes, que tomando sus lámparas salieron a recibir al
esposo... Estas vírgenes son las jóvenes no casadas, damas de honor de
la novia, que esperan en casa de esta al esposo. La enseñanza se centra en la
actitud que se ha de tener a la llegada del Señor. Él viene a nosotros, y
debemos aguardarle con espíritu vigilante, despierto el amor, pues –dice San
Gregorio Magno comentando esta parábola– «dormir es morir»2.
Cinco de estas vírgenes –leemos en la parábola–
eran necias, pues no llevaron consigo el aceite necesario, por si
tardaba en llegar el esposo. Las otras cinco fueron previsoras, prudentes,
y junto con las lámparas llevaron aceite en sus alcuzas. Unas y
otras se durmieron, pues la espera fue larga. Pero cuando a medianoche se oyó
la voz: Ya está ahí el esposo, solo las que habían llevado el
aceite se encontraron preparadas y pudieron participar en las bodas. Las otras,
a pesar de sus esfuerzos, quedaron fuera.
El Espíritu Santo nos enseña que no basta haber
iniciado el camino que nos lleva a Cristo: es preciso mantenernos en él con un
alerta continuo, porque la tendencia de todo hombre, de toda mujer, es la de
suavizar la entrega que lleva consigo la vocación cristiana. Casi sin darnos
cuenta, se introduce en el alma el deseo de hacer compatible el seguir de cerca
a Cristo con un ambiente aburguesado. Es necesario estar atentos porque puede
ser muy fuerte la presión de un ambiente que tiene como norma de vida la
búsqueda insaciable del confort y de la comodidad. Entonces seríamos semejantes
a esas vírgenes, inicialmente llenas de buen espíritu, pero que se cansan
pronto y no pueden salir a recibir al Esposo, para lo que se habían
estado preparando toda la jornada. Si no estuviéramos alerta, el Señor nos
encontraría sin el brillo de las buenas obras, dormidos, con la lámpara
apagada. ¡Qué pena si un cristiano, después de años y años de lucha, se
encontrara al final de su vida con que sus actos carecieron de valor
sobrenatural porque les faltó el aceite del amor y de la caridad! No olvidemos
que la luz de la caridad debe informar las relaciones familiares, sociales...,
el trato con los amigos, con los clientes, con esas personas que encontramos
ocasionalmente.
La virtud teologal de la caridad debe alumbrar siempre
nuestros actos, en toda circunstancia, en todo momento: cuando nos encontramos
bien y en la enfermedad, y en el cansancio, y en el fracaso; entre personas de
trato amable y con quienes la convivencia resulta más áspera o difícil; en el
trabajo, en la familia..., siempre. «En el alma bien dispuesta hay siempre un
vivo, firme y decidido propósito de perdonar, sufrir, ayudar y una actitud que
mueve siempre a realizar actos de caridad. Si en el alma ha arraigado este
deseo de amar y este ideal de amar desinteresadamente, tendrá con ello la
prueba más convincente de que sus comuniones, confesiones, meditaciones y toda
su vida de oración están en orden y son sinceras y fecundas»3.
El aceite que mantiene encendida la caridad es la
oración cuidada y llena de amor: la intimidad con Jesús. No es difícil observar
que la caridad no se vive frecuentemente, incluso entre muchos que tienen el
nombre de cristianos. «Pero, considerando las cosas con sentido sobrenatural,
descubrirás también la raíz de esa esterilidad: la ausencia de un trato intenso
y continuo, de tú a Tú, con Nuestro Señor Jesucristo; y el desconocimiento de
la obra del Espíritu Santo en el alma, cuyo primer fruto es precisamente la
caridad»4.
II. El seguimiento
de Cristo nace del Amor y en el Amor encuentra su alimento. El aburguesamiento
constituye un fracaso de esos deseos grandes de seguir al Maestro; tenemos que
ser muy sinceros con Dios y con nosotros mismos, para estar siempre abiertos a
sus requerimientos, combatiendo el egoísmo. Quien se apega a una vida cómoda,
quien rehúye la abnegación y el sacrificio o se deja llevar solo por ansias de
satisfacciones personales, no encontrará las fuerzas necesarias para darse a
Dios y a los demás con todo el corazón y con toda el alma.
«Hay también otros que afligen su cuerpo con la
abstinencia, pero de esa misma abstinencia suya solicitan favores humanos; se
dedican a enseñar, dan muchas cosas a los indigentes; pero en realidad
son vírgenes necias, porque solo buscan la retribución de la
alabanza pasajera»5.
Son aquellos a quienes falta rectitud de intención: sus obras quedan vacías.
El Señor nos pide perseverancia en el amor, que ha de
ir creciendo siempre, sintiendo en cada época y situación la alegría de servir
a Cristo. Esforzaos y fortaleced vuestro corazón todos los que esperáis
en Yahvé6, nos aconseja el Espíritu Santo. Sin desánimos, perseverantes
en el esfuerzo diario, para que el Amor nos encuentre preparados cuando venga.
«¿Acaso no son estas vírgenes prudentes –comenta San Agustín– las que
perseveran hasta el fin? Por ninguna otra causa, por ninguna otra razón se las
habría dejado entrar sino por haber perseverado hasta el final... Y porque sus
lámparas arden hasta el último momento, se les abren de par en par las puertas
y se les dice que entren»7:
han alcanzado el fin de sus vidas.
Cuando el cristiano pierde esa actitud atenta, cuando
cede al pecado venial y deja que se enfríe el trato de amistad con Cristo, se
queda a oscuras; sin luz para sí mismo y para los demás, que tenían derecho al
influjo de su buen ejemplo. Cuando se va dejando a un lado el espíritu de
mortificación y se descuida la oración..., la luz languidece y acaba por
apagarse, «y después de tantos trabajos, después de tantos sudores, después de
aquella valiente lucha y de las victorias conseguidas contra las malas
inclinaciones de la naturaleza, las vírgenes fatuas hubieron de retirarse
avergonzadas, con sus lámparas apagadas y la cabeza baja»8.
No está el amor a Dios en haber comenzado –incluso con mucho ímpetu–, sino en
perseverar, en recomenzar una y otra vez.
Las fatuas «no es que hayan permanecido inactivas: han
intentado algo... Pero escucharon la voz que les responde con dureza: no
os conozco (Mt 25, 12). No supieron o no quisieron
prepararse con la solicitud debida, y se olvidaron de tomar la razonable
precaución de adquirir a su hora el aceite. Les faltó generosidad para cumplir
acabadamente lo poco que tenían encomendado. Quedaban en efecto muchas horas,
pero las desaprovecharon.
»Pensemos valientemente en nuestra vida. ¿Por qué no
encontramos a veces esos minutos, para terminar amorosamente el trabajo que nos
atañe y que es el medio de nuestra santificación? ¿Por qué descuidamos las
obligaciones familiares? ¿Por qué se mete la precipitación en el momento de
rezar, de asistir al Santo Sacrificio de la Misa? ¿Por qué nos faltan la
serenidad y la calma, para cumplir los deberes del propio estado, y nos entretenemos
sin ninguna prisa en ir detrás de los caprichos personales? Me podéis
responder: son pequeñeces. Sí, verdaderamente: pero esas pequeñeces son el
aceite, nuestro aceite, que mantiene viva la llama y encendida la luz»9.
El deseo de amar siempre más a Cristo, la lucha contra
los defectos y flaquezas, recomenzando una y otra vez, es lo que mantiene
encendida la llama, es el aceite de la vasija, que no permite que se apague el
brillo de la caridad. El Señor nos espera en el trabajo, en la familia, en la
diversión... Somos todo de Él, en cualquier situación en la que nos hallemos.
El brillo de la caridad debe lucir siempre.
III. De
esa actitud vigilante que el Señor desea que mantengamos en el corazón han de
beneficiarse quienes están más cerca. Es mucho lo que pesa en ocasiones un
ambiente movido por una concepción puramente material de la vida y los malos
ejemplos de quienes tendrían que ser señales indicadoras; es mucha, a veces, la
inclinación de las pasiones «que tiran para abajo»..., pero puede más la fuerza
de la caridad bien vivida. Frater qui adiuvatur a fratre, quasi civitas
firma10, el hermano ayudado por su hermano es tan fuerte corno una
ciudad amurallada, que el enemigo no puede asaltar. Es mayor el poder del bien
que el del mal. De aquí la importancia de nuestra vida: es necesario que seamos
como lámparas encendidas, que alumbren el camino de muchos.
Debemos amparar y proteger a esas personas con las que
el Señor ha querido que tengamos unos vínculos más estrechos y un trato
particular..., y a la humanidad entera, con los cuidados de una fraternidad
bien vivida: ayudándoles diariamente con la oración, avisándoles oportuna y delicadamente
a través de la corrección fraterna cuando nos demos cuenta de que en su vivir
se están introduciendo modos y costumbres que desdicen de un buen cristiano,
con un consejo que les ayuda a mejorar su vida familiar o profesional, con una
palabra de aliento en momentos de desánimo, comprendiendo sus errores y
defectos y ayudándoles a superarlos... Hasta con el saludo podemos hacerles
bien, pues «el saludo –dice Santo Tomás– es cierta especie de oración»11:
en él deseamos la paz de su alma, que Dios esté con ellos...
Frater qui adiuvatur a fratre quasi civitas firma, el hermano ayudado por su hermano es tan fuerte como
una ciudad amurallada. Si nos dejamos ayudar y nos damos de verdad a quienes
están a nuestro lado podremos esperar a Cristo que llega y nos introducirá en
el banquete de bodas, en el Amor sin medida y sin fin.
1 Mt 25,
1-13. —
2 San
Gregorio Magno, Homilías sobre los Evangelios, 12, 2.
—
3 B.
Baur, En la intimidad con Dios, p. 247. —
4 San
Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 236. —
5 San
Gregorio Magno, o. c., 12, 1. —
6 Sal 30,
25. —
7 San
Agustín, Sermón 93, 6. —
8 San
Juan Crisóstomo, Homilías sobre los Evangelios, 78, 2.
—
9 San
Josemaría Escrivá, o. c., 41 —
10 Cfr. Liturgia
de las Horas, II, p. 221. Preces Visperae. Prov 18,
19. —
11 Santo
Tomás, Catena Aurea, vol. I, p. 334.
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