Francisco Fernández-Carvajal 22 de agosto de
2019
@hablarcondios
— El principal Mandamiento de la Ley. Amar con todo
nuestro ser.
— Amar a Dios también con el corazón.
— Manifestaciones de piedad.
I. Amar a Dios no
es simplemente algo muy importante para el hombre: es lo único que importa
absolutamente, aquello para lo que fue creado y, por tanto, su quehacer
fundamental aquí en la tierra y, luego, su único quehacer eterno en el Cielo;
aquello en lo que alcanza su felicidad y su plenitud. Sin esto, la vida del
hombre queda vacía. Verdaderamente acertadas fueron aquellas palabras que,
después de una vida de muchos sufrimientos físicos, dejó escritas un alma que
amó mucho al Señor: «lo que frustra una vida –escribió en una pequeña nota– no
es el dolor, sino la falta de amor». Este es el gran fracaso: no haber amado.
Haber hecho quizá muchas cosas en la vida, pero no haber llevado a cabo lo que
realmente importaba: el Amor a Dios.
Leemos hoy en el Evangelio de la Misa1 que, con
ánimo de tentarle, de tergiversar sus palabras, se acercó a Cristo un
fariseo y le preguntó: Maestro, ¿cuál es el principal mandamiento de la
Ley? Quizá esperaba oír algo que le permitiera acusar a Jesús de ir
contra la Escritura. Pero Jesús le respondió: Amarás al Señor tu Dios
con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente. Este es el mayor y
el primer mandamiento. Dios no pide para Sí un puesto más en nuestro
corazón, en nuestra alma, en nuestra mente, junto a otros amores: quiere la
totalidad del querer. No un poco de amor, un poco de la vida, sino que quiere
la totalidad del ser. «Dios es Todo, el Único, lo Absoluto, y debe ser
amado ex toto corde, absolutamente»2,
sin poner término ni medida.
Cristo, el Dios hecho hombre que viene a salvarnos,
nos ama con amor único y personal, «es un amante celoso» que pide todo nuestro
querer. Espera que le demos lo que tenemos, siguiendo la personal vocación a la
que nos llamó un día y nos sigue llamando diariamente en medio de nuestros
quehaceres y a través de las circunstancias –gratas o no– que suceden en cada
jornada. «Dios tiene derecho a decirnos: ¿piensas en Mí?, ¿tienes presencia
mía?, ¿me buscas como apoyo tuyo?, ¿me buscas como Luz de tu vida, como
coraza..., como todo?
»—Por tanto, reafírmate en este propósito: en las
horas que la gente de la tierra califica de buenas, clamaré: ¡Señor! En las
horas que llama malas, repetiré: ¡Señor!»3.
Toda circunstancia nos debe servir para amarle con todo el corazón, con toda el
alma, con toda la mente..., con la existencia entera. No solo cuando vamos al
templo a visitarle, a comulgar..., sino en medio del trabajo, cuando llega el
dolor, el fracaso, o una buena noticia inesperada. Muchas veces hemos de
decirle en la intimidad de nuestro corazón: «Jesús, te amo», acepto esta
contradicción con paz por Ti, terminaré esta tarea acabadamente porque sé que a
Ti te agrada, que no Te es indiferente el que lo haga de un modo u otro...
Ahora, en nuestra oración, podemos decirle: Jesús, te amo..., pero enséñame a
amarte; que yo aprenda a quererte con el corazón y con obras.
II. Dame,
hijo mío, tu corazón y pon tus ojos en mis caminos4.
Al comentar el precepto de amar a Dios con todo el
corazón, enseña Santo Tomás que el principio del amor es doble, pues se puede
amar tanto con el sentimiento como por lo que nos dice la razón. Con el
sentimiento, cuando el hombre no sabe vivir sin aquello que ama. Por el dictado
de la razón, cuando ama lo que el entendimiento le dice. Y nosotros debemos
amar a Dios de ambos modos: también con nuestro corazón humano, con el afecto
con que queremos a las criaturas de la tierra5,
con el único corazón que tenemos. El corazón, la afectividad, es parte
integrante de nuestro ser. «Siendo hombres –comenta San Juan Crisóstomo contra
la secta maniquea, que consideraba los sentimientos humanos esencialmente
malos– no es posible carecer por completo de las emociones; podemos dominarlas,
pero no vivir sin ellas. Además, la pasión puede ser provechosa, si sabemos
usarla cuando es necesaria»6.
Humano y sobrenatural es el amor que contemplamos en Jesucristo cuando leemos
el Evangelio: lleno de calor, de vibración, de ternura...; cuando se dirige a
su Padre celestial y cuando está con los hombres: se conmueve ante una madre
viuda que ha perdido a su único hijo, llora por un amigo que ha muerto, echa de
menos la gratitud de unos leprosos que habían sido curados de su enfermedad, se
muestra siempre cordial, abierto a todos, incluso en los momentos terribles y
sublimes de la Pasión... Nosotros, que ansiamos seguir a Cristo muy de cerca,
ser de veras discípulos suyos, hemos de recordar que la vida cristiana no
consiste «en pensar mucho, sino en amar mucho»7.
En las emociones y sentimientos experimentamos muchas
veces nuestra indigencia, la necesidad de ayuda, de protección, de cariño, de
felicidad... Y esos sentimientos, a veces muy profundos, pueden y deben ser
cauce para buscar a Dios, para decirle que le amamos, que tenemos necesidad de
su ayuda, para permanecer junto a Él. Si nuestra conducta fuera solo fruto de
elecciones racionales y frías, o pretendiéramos ignorar la vertiente afectiva
de nuestro ser, no viviríamos íntegramente como Dios quiere, y a la larga sería
posible que ni siquiera le amáramos de ningún modo. Dios nos hizo con cuerpo y
alma, y con nuestro ser entero –corazón, mente, fuerzas– nos dice Jesús Maestro
que debemos amarle.
Puede ocurrir que alguna vez nos encontremos fríos y
desganados, como si el corazón se hubiera adormecido, pues los sentimientos se
presentan y desaparecen de manera a veces imprevisible. No podemos entonces
conformarnos con seguir al Señor de mala gana, como quien cumple una obligación
onerosa o se toma una medicina amarga. Es necesario entonces poner los medios
para salir de ese estado, por si en vez de ser una purificación pasiva, que el
Señor puede permitir, fuese únicamente tibieza, falta de amor verdadero. Hemos
de amar a Dios con la voluntad firme, y siempre que sea posible con los
sentimientos nobles que encierra el corazón; con la ayuda del Señor, la mayor
parte de las veces será posible despertar los afectos, encender de nuevo el
corazón, aunque falte una resonancia interior de complacencia.
En otras ocasiones, Dios nos trata como una madre
cariñosa que, sin el hijo esperarlo, le premia dándole un dulce o, sencillamente,
se lo da porque quiere tener una especial manifestación de cariño con el
pequeño. Y él, que siempre ha querido a su madre, se vuelve loco de contento e
incluso se ofrece voluntario para lo que sea preciso, en su afán de mostrarse
agradecido. Pero ese hijo rechazará todo pensamiento que le induzca a
considerar que su madre no le quiere cuando no le regale con golosinas, y, si
tiene algo de sentido común, sabrá ver el amor de su madre también detrás de
una corrección o cuando lo ha de llevar al médico. Así nosotros con nuestro
Padre Dios, que nos quiere mucho más. En esas épocas debemos aprovechar esos
consuelos más sensibles para acercarnos más al Señor, para corresponder con más
generosidad en la lucha diaria, aunque sabemos que no está en los sentimientos
la esencia del amor.
III. Mi
corazón se vuelve como la cera, se me derrite entre mis entrañas8,
dice la Escritura.
Es necesario cultivar el amor, protegerlo, alimentarlo.
Evitando el amaneramiento, debemos practicar las manifestaciones afectivas de
piedad –sin reducir el amor a estas manifestaciones–, poner el corazón al besar
un crucifijo o al mirar una imagen de Nuestra Señora..., y no querer ir a Dios
solo «a fuerza de brazos», que a la larga fatiga y empobrece el trato con
Cristo. No debemos olvidar que en las relaciones con Dios el corazón es un
auxiliar precioso. «Tu inteligencia está torpe, inactiva: haces esfuerzos
inútiles para coordinar las ideas en la presencia del Señor: ¡un verdadero
atontamiento!
»No te esfuerces, ni te preocupes. -Óyeme bien: es la
hora del corazón»9.
Es el momento quizá de decirle unas pocas palabras sencillas, como cuando
teníamos pocos años de edad; repetir con atención jaculatorias llenas de
piedad, de cariño; porque los que andan por los caminos del amor de Dios saben
hasta qué punto es importante el hacer todos los días lo mismo: palabras, acciones,
gestos que el Amor transfigura diariamente en otros tantos por estrenar10.
Para amar a Dios con todo el corazón hemos de acudir
con frecuencia a la Humanidad Santísima de Jesús –y quizá leer durante una
temporada una vida de Cristo–: contemplarle como perfecto Dios y como Hombre
perfecto. Observar su comportamiento con quienes acuden a Él: su compasión
misericordiosa, su amor por todos. De modo particular, meditaremos su Pasión y
Muerte en la Cruz, su generosidad sin límites cuando más sufre. Otras veces nos
dirigiremos a Dios con las mismas palabras con que se expresa el amor humano, y
podremos convertir incluso las canciones que hablan de ese amor limpio y noble
en verdadera oración.
El amor a Dios –como todo amor verdadero– no es solo
sentimiento; no es sensiblería, ni sentimentalismo vacío, pues ha de conducir a
múltiples manifestaciones operativas; es más, debe dirigir todos los aspectos
de la vida del hombre. «“Obras son amores y no buenas razones”. ¡Obras, obras!
–Propósito: seguiré diciéndote muchas veces que te amo –¡cuántas te lo he
repetido hoy!-; pero, con tu gracia, será sobre todo mi conducta, serán las
pequeñeces de cada día –con elocuencia muda– las que clamen delante de Ti,
mostrándote mi Amor»11.
1 Mt 22,
34-40. —
2 F.
Ocáriz, Amor a Dios, amor a los hombres, Palabra, 4ª ed.,
Madrid 1979, p. 22. —
3 Cfr. San
Josemaría Escrivá, Forja, n. 506. —
4 Prov 23,
26. —
5 Cfr. Santo
Tomás, Comentario al Evangelio de San Mateo, 22, 4. —
6 San
Juan Crisóstomo, Homilías sobre el Evangelio de San Mateo,
16, 7, —
7 Cfr. Juan
Pablo II, Homilía, Ávila 1-XI-1982; Santa
Teresa de Jesús, Castillo interior, IV, 1, 7. —
8 Sal 21,
15. —
9 San
Josemaría Escrivá, Camino, n. 102. —
10 Cfr. J.
M. Escartín, Meditación del Rosario, Palabra, 3ª ed.,
Madrid 1971, p. 63. —
11 San
Josemaría Escrivá, Forja, n. 498.
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