Francisco Fernández-Carvajal 24 de agosto de
2019
@hablarcondios
— El Señor quiere que todos los hombres se salven. La
Redención es universal.
— Apóstoles de Cristo en medio del mundo, donde Dios
ha querido que estemos.
— El Señor nos envía de nuevo. Comencemos por los más
cercanos.
I. Además de otras
funestas consecuencias, el pecado original dio el fruto amargo de la posterior
división de los hombres. La soberbia y el egoísmo, que hunden sus raíces en el
pecado de origen, son la causa más profunda de los odios, de la soledad y de
las divisiones. La Redención, por el contrario, realizaría la verdadera unión
mediante la caridad de Jesucristo, que nos hace hijos de Dios y hermanos de los
demás. El Señor, a través de su amor redentor, se constituye en centro de todos
los hombres. Así lo predijo el Profeta Isaías, y lo leemos hoy en la Primera
lectura de la Misa1: Vendré
para reunir a las naciones de toda lengua: vendrán para ver mi gloria. Los
mismos gentiles, los que nunca oyeron mi fama ni vieron mi gloria se
constituirán en mensajeros del Señor y anunciarán mi gloria a las naciones. Y
de todos los países, como ofrenda al Señor, traerán a todos vuestros hermanos a
caballo y en carros y en literas, en mulos y dromedarios, hasta mi Monte Santo
de Jerusalén –dice el Señor–, como los israelitas, en vasijas puras, traen
ofrendas al templo del Señor. Es una grandiosa llamada a la fe y a la
salvación de todos los pueblos, sin distinción de lengua, condición o raza.
Esta profecía tendrá lugar con la llegada del Mesías, Jesucristo.
En el Evangelio2,
San Lucas recoge la contestación de Jesús a uno que le preguntó, mientras iban
de camino hacia Jerusalén: Señor, ¿son pocos los que se salvan? Jesús
no quiso responder directamente. El Maestro va más allá de la pregunta y se
fija en lo esencial: le preguntan por el número, y Él responde sobre el
modo: entrad por la puerta estrecha... Y enseña a continuación
que para entrar en el Reino –lo único que verdaderamente importa– no es
suficiente pertenecer al Pueblo elegido ni la falsa confianza en Él. Entonces
empezaréis a decir: hemos comido y bebido contigo, y has enseñado en nuestras
plazas. Y os dirá: No sé de dónde sois; apartaos de Mí... No bastan
estos privilegios divinos; es necesaria una fe con obras, a la que todos hemos
sido llamados.
Todos los hombres tenemos una vocación para ir al
Cielo, el definitivo Reino de Cristo. Para eso hemos nacido, porque Dios
quiere que todos los hombres se salven3.
Al morir Cristo en la Cruz, el velo del Templo se rasgó por medio4,
signo de que terminaba la separación entre judíos y gentiles5.
Desde entonces, todos los hombres están llamados a formar parte de la Iglesia,
el nuevo Pueblo de Dios, el cual, «permaneciendo uno y único, debe extenderse a
todo el mundo y en todos los tiempos, para cumplir así el designio de la
voluntad de Dios, que en un principio creó una naturaleza humana y determinó
luego congregar en un solo pueblo a sus hijos que estaban dispersos»6.
La Segunda lectura7 señala
cuál es nuestra misión en esta tarea universal de salvación: fortaleced
las manos débiles, robusteced las rodillas vacilantes, y dad pasos derechos con
vuestros pies, para que los miembros cojos no se descoyunten, sino más bien se
curen. Es una llamada a ser ejemplares para afianzar, con nuestra conducta
y con nuestra caridad, a los que se sientan más débiles y con pocas fuerzas.
Muchos se apoyarán en nosotros; otros comprenderán que el camino estrecho que
lleva al Cielo se convierte en senda ancha para quienes aman a Cristo.
II. Yo
vendré para reunir a las naciones de toda lengua... y despacharé mensajeros a
las naciones: a Tarsis, Etiopía, Libia, Masac, Tubal y Grecia; a las costas
lejanas...8. Y
vendrán de Oriente y Occidente y del Norte y del Sur y se sentarán a la Mesa en
el Reino de Dios9.
Esta profecía se ha cumplido ya, y, a la vez, son muchos los que no conocen aún
a Cristo; quizá en la propia familia, entre nuestros amigos, gentes que
encontramos diariamente. Es posible que muchos hayan oído hablar de Él, pero en
realidad no le conocen. También nosotros podríamos repetir a muchos las
palabras del Bautista: En medio de vosotros hay uno al que no conocéis10.
El Señor ha querido que participemos en su misión de
salvar al mundo –a todos– y ha dispuesto que el afán apostólico sea elemento
esencial e inseparable de la vocación cristiana. Quien se decide a seguirlo, y
nosotros le seguimos, se convierte en un apóstol con responsabilidades
concretas de ayudar a otros a que atinen con la puerta estrecha que
lleva al Cielo: «insertos por el Bautismo en el Cuerpo de Cristo, robustecidos
por la Confirmación en la fortaleza del Espíritu Santo, es el mismo Señor el
que los destina al apostolado»11.
Todos los cristianos, de cualquier edad y condición, en toda circunstancia en
la que se encuentren, son llamados «para dar testimonio de Cristo en todo el
mundo»12.
El afán apostólico, el deseo de acercar a muchos al
Señor, no lleva a hacer cosas raras o llamativas, y mucho menos a descuidar los
deberes familiares, sociales y profesionales. Es precisamente en esas tareas,
en la familia, en el lugar de trabajo, con los amigos, aprovechando las
relaciones humanas normales, donde encontramos el campo para una acción
apostólica muchas veces callada, pero siempre eficaz.
En medio del mundo, donde Dios nos ha puesto, debemos
llevar a los demás a Cristo: con el ejemplo, mostrando coherencia entre la fe y
las obras; con la alegría constante; con la serenidad ante las dificultades,
presentes en toda vida; a través de la palabra, que anima siempre, y que
muestra la grandeza y la maravilla de encontrar y seguir a Jesús; ayudando a
unos para que se acerquen al sacramento del perdón, fortaleciendo a otros que
estaban quizá a punto de abandonar al Maestro.
Preguntémonos hoy en nuestra oración si las personas
que nos tratan y conocen distinguen en nosotros a un discípulo de Cristo.
Pensemos a cuántos hemos ayudado a dar un paso firme en su camino hacia el
Cielo: a cuántos hemos hablado de Dios, o invitado a un retiro espiritual, o
aconsejado un buen libro que ayuda a su alma, a quiénes hemos facilitado la
Confesión..., o enseñado la doctrina del Magisterio sobre la familia o el
matrimonio; a quiénes hemos descubierto la grandeza de ser generosos en la
limosna, en el número de hijos, en seguir a Cristo con una entrega sin
condiciones... De los primeros cristianos se decía: «lo que el alma es para el
cuerpo, eso son los cristianos en el mundo»13.
¿Se podría decir lo mismo de nosotros en la familia, en el lugar de estudio o
de trabajo, en la asociación cultural o deportiva a la que pertenecemos?,
¿somos el alma que da la vida de Cristo allí donde estamos presentes?
III. Id
por todo el mundo; predicad el Evangelio a todas las criaturas14,
leemos en el Salmo responsorial de la Misa. Son palabras de
Cristo bien claras: de la tarea que habrán de realizar sus discípulos de todas
las épocas no excluye a ningún pueblo o nación, a ninguna persona. Nadie a
quien encontremos está excluido, a todos llama el Señor: a los muy ancianos y a
los muy jóvenes, al niño que balbucea las primeras palabras y a quien se
encuentra en la plenitud de la vida, al vecino, al directivo de la empresa y al
empleado... De hecho, los Apóstoles se encontraron con gentes bien diversas:
unos eran superiores en cultura, otros pertenecían a pueblos que ni siquiera
sabían que existía Palestina, algunos ocupaban puestos importantes, otros
ejercían oficios manuales de escasa trascendencia en la vida de su nación...
Pero a nadie excluyeron de la predicación. Y los que en otras ocasiones se
mostraron cobardes y faltos de ánimo luego fueron plenamente conscientes de la
misión universal que se les encomendó.
«Cada generación de cristianos ha de redimir, ha de
santificar su propio tiempo: para eso, necesita comprender y compartir las
ansias de los otros hombres, sus iguales, a fin de darles a conocer, con don
de lenguas cómo deben corresponder a la acción del Espíritu Santo, a
la efusión permanente de las riquezas del Corazón divino. A nosotros, los
cristianos, nos corresponde anunciar en estos días, a ese mundo del que somos y
en el que vivimos, el mensaje antiguo y nuevo del Evangelio»15.
En esta tarea evangelizadora hemos de contar con «un hecho completamente nuevo
y desconcertante, como es la existencia de un ateísmo militante, que ha
invadido ya a muchos pueblos»16;
ateísmo que quiere que los hombres se vuelvan contra Dios, o que al menos lo
olviden. Ideologías que utilizan medios poderosos de difusión, como la
televisión, la prensa, el cine, el teatro..., ante las cuales muchos cristianos
se encuentran como indefensos, sin la formación necesaria para hacerles frente.
«A todos esos hombres y a todas esas mujeres, estén
donde estén, en sus momentos de exaltación o en sus crisis y derrotas, les
hemos de hacer llegar el anuncio solemne y tajante de San Pedro, durante los
días que siguieron a la Pentecostés: Jesús es la piedra angular, el Redentor,
el todo de nuestra vida, porque fuera de Él no se ha dado a los hombres
otro nombre debajo del cielo, por el cual podamos ser salvos (Hech 4,
12)»17.
El Señor se sirve de nosotros para iluminar a muchos. Pensemos
hoy en quienes tenemos más cerca: hijos, hermanos, parientes, amigos, colegas,
vecinos, clientes... Comencemos por ellos, sin importarnos que a veces nos
parezca que no servimos para esta tarea, que somos poco para tanto como hay que
hacer. El Señor multiplicará nuestras fuerzas, y nuestra Madre Santa
María, Regina Apostolorum, facilitará nuestra tarea constante,
paciente, audaz.
1 Is 66, 18-21. —
2 Lc 13, 22-30. —
3 1 Tim 2, 4. —
4 Lc 23, 45. —
5 Cfr. Ef 2, 14-16. —
6 Conc. Vat. II, Const. Lumen
gentium, 13. —
7 Heb 12, 5-7; 11-13. —
8 Is 66, 18. —
9 Lc 13, 29. —
10 Jn 1, 26. —
12 Ibídem.
—
13 Discurso
a Diogneto, 5. —
14 Mc 16,
15. —
15 San
Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 132. —
16 Juan
XXIII, Const. Apost. Humanae salutis, 25-XII-1961. —
17 San
Josemaría Escrivá, loc. cit.
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