MIBELIS ACEVEDO DONÍS 29 de agosto de 2019
@Mibelis
Partiendo
de la premisa de que en el individuo la noción de Igualdad (esa consciencia de
sí mismo que lleva al convencimiento de que nadie es superior a otro) y de
Libertad (vista como autodeterminación, como "retorsión contra la
heteronomía") responden a instintos primarios que la necesidad de
cooperación social obliga a domeñar, Hans Kelsen dejó un vital legado de
reflexión en torno a la democracia. Según afirmaba, el desarrollo político
depende en gran medida de la agregación de voluntades que habilitan los
partidos. “El individuo aislado carece por completo de existencia política
positiva”; así que la democracia “sólo es posible cuando los individuos, a fin
de lograr una actuación sobre la voluntad colectiva, se reúnen en
organizaciones que agrupan voluntades políticas coincidentes”.
Al
ver en los partidos un elemento constitutivo de la democracia real, responsables
de juntar a los ideológicamente afines para garantizarles “influencia eficaz en
la marcha de la vida pública”, el jurista concluía que los ataques por parte de
antiguos regímenes monárquicos, por ejemplo, no eran sino “una enemistad mal
disimulada contra la democracia". Ah, de esa ojeriza los venezolanos
podemos dar fe. La nuestra es historia en la que no faltan autócratas resueltos
a sofocar todo intento de organización que despliegue, aproveche y dé sentido a
esa multiplicidad de intereses que distingue a las sociedades.
Y
es que sólo en virtud del sustancial aprovechamiento de la diversidad, la
democracia cobra carne y nervio. “La democracia es discusión” y no esa
marrullera búsqueda de uniformidad que proscribe el desacuerdo. La democracia es
crítica; la autocracia es dogmática. No en balde agrega Kelsen que la
hostilidad anti-partidos sirve a fuerzas que tienden a la exclusiva hegemonía
de un grupo; grupo que en la medida en que se niega a admitir la pertinencia de
intereses ajenos, busca disfrazarse bajo la saya del interés colectivo
"orgánico", "verdadero", "comprensivo".
Lo
dicho: no hay democracia sin partidos políticos, y eso lo captan sobre todo los
mandones y aspirantes a tiranos. Pues no hablamos únicamente de la función que
los partidos desarrollan libre y expresamente en un sistema donde no se les
persigue o inhabilita. Aun atajadas por la arbitrariedad propia de todo régimen
autoritario –como estos neo-populismos urgidos de legitimación electoral, y en
los que la alternancia sufre por la distorsión de un marco legal que frustra la
competencia en términos de igualdad con el partido hegemónico- de esas
instituciones animadas por el legítimo deseo de alcanzar el poder, atentas a la
ventaja que toca exprimir a cada oportunidad de apelar al consenso verificado
de los ciudadanos, depende que el ethos democrático sobreviva, dando base
cierta al cambio al cual se aspira.
Enfrentado
a las fatigas de un entorno no-democrático, un actor político que se defina
como demócrata no puede darse el lujo de despedazarse a sí mismo. La democracia
sólo existe atada a sus valores, a un “deber ser”, a un estado de construcción
permanente. Quizás por eso un pensador tan alineado con una concepción realista
de la política como Giovanni Sartori, alega que la democracia, como mecanismo
que desafía la inercia que rige en los grupos humanos, es “antes que nada y
sobre todo, un ideal”. Eso, lejos de hacerla perfecta, del todo inasible, por
ende, ayudaría a entenderla con espíritu práctico, a abrazarla con todos sus
defectos y potencialidades.
Pero
hay que convenir que ese “deber ser” vive acá constreñido por factores que ya
no sólo atienden a las trabas logísticas que impone la revolución. El rancio,
tenaz desprecio por la política, cabalgando a lomos de un despecho que lejos de
exorcizarse es cebado por una interesada doxa, sigue haciendo de partidos y
dirigentes un blanco invariable de sus saetas. Aun admitiendo desempeños
erráticos en muchos casos o el hecho de que hacia lo interno de tales
instituciones se arrastran taras como la resistencia a la renovación y
democratización de estructuras, a superar la camisa de fuerza del centralismo
democrático (en contraste, las más jóvenes no terminan de trascender la
resbalosa identidad del club político) cabe pensar que el abrasivo asalto
también opera como guiño a esa “enemistad mal disimulada contra la
democracia", contra sus modos, valores y símbolos.
Posiblemente
no haya mejor revulsivo para la arremetida autoritaria que aferrarse a aquello
que se desea preservar. Al recordar que la democracia hunde sus raíces en el
gobierno “in foro interno” del individuo, algunos partidos ya emprenden
procesos de re-conocimiento e interpelación, de encuentro con sus bases, con la
gente que suda y reclama, incluso militantes de otras organizaciones.
Comprometerse con principios como la solución pacífica del conflicto, la
defensa de las instituciones, del voto; con la alternancia, el diálogo, la
construcción de consensos, la incorporación de la diversidad es, en fin, parte
de una mejora que no admite más sabotajes.
MIBELIS
ACEVEDO DONÍS
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