Por Marino J. González R.
En los últimos años la
preocupación por la desigualdad, entendida como diferencias entre países y
dentro de los países, ha ocupado un mayor espacio en la agenda pública. En la
gran mayoría de los casos se asocia con el ingreso (de países o personas), pero
es también visible en el acceso a servicios y beneficios. Que aumente la
preocupación por la desigualdad, y especialmente por las políticas que la
pueden reducir, es, sin dudas, muy positivo. Pero también es una llamada de
atención sobre lo que debería ser una condición permanente en el diseño y
evaluación de políticas públicas. De hecho, la insistencia en la igualdad, como
lema republicano, ha estado presente por siglos.
Con una mirada más
contemporánea, la desigualdad es una restricción significativa para la armonía
de la vida social. En primer lugar, porque la desigualdad es una vulneración de
la condición humana. Y es por ello que, desde múltiples perspectivas,
filosóficas, religiosas, ideológicas, la desigualdad es motivo de rechazo. En
un segundo momento, la desigualdad también desencadena tensiones. Por ejemplo,
tensiones políticas porque somete a grupos sociales a la exclusión, ocasionando
ingobernabilidad cuando se superan los límites aceptados.
También la desigualdad
origina diferencias en el acceso de las personas a derechos y beneficios. Y,
por otra parte, la desigualdad aumenta la incertidumbre sobre el futuro
productivo de las sociedades. Impide que personas se incorporen en plenitud a
la creación de riqueza y hace menos atractiva a las economías
Por todo lo anterior se
debería esperar que las reducciones de la desigualdad fueran un objetivo
compartido por gobiernos y sociedades. No solo por el impacto en el crecimiento
económico, sino en la estabilidad política y en el bienestar social. Esta
condición es de especial relevancia en el caso de América Latina, considerada
en el Panorama Social 2018 de Cepal, junto con el Caribe, como la región más
desigual del mundo, superando incluso al África Subsahariana.
De acuerdo con los datos del
Banco Mundial, es posible analizar la evolución de la desigualdad en América
Latina, expresada con el coeficiente de Gini, desde principio de la década de
los noventa del siglo pasado hasta el año 2017. El coeficiente de Gini es una
medida de la desigualdad en un país dado. Cuando el valor del coeficiente es 0,
significa que no existe desigualdad en el ingreso, es decir, que ningún sector
de la población recibe un ingreso superior a la proporción que le corresponde.
En cambio, cuando el coeficiente es 1 significa que un sector de la población
recibe la totalidad del ingreso del país. Ambos casos son extremos. La
situación ideal es que el coeficiente de Gini sea el menor posible de manera
que exprese el grado más bajo de desigualdad.
En los países de la OECD,
con los últimos datos disponibles (alrededor de 2016), el promedio del
coeficiente de Gini es 0,31. En este grupo de países, el coeficiente de Gini
más bajo corresponde a Eslovaquia (0,241), seguido muy cerca por Eslovenia (0,244).
Al examinar la evolución del coeficiente de Gini en América Latina entre 1990 y
2017, se observa que se ha reducido en todos los países excepto en
Venezuela, Bolivia, Costa Rica y Paraguay. Dicho de otra manera, en la
gran mayoría de los países de la región se constata la reducción de la
desigualdad en el período señalado. La mayor reducción del coeficiente de Gini
fue experimentada por El Salvador, al pasar de 0,54 a 0,38 en el período. Otras
reducciones significativas fueron las de Guatemala, Nicaragua, Chile, Perú y
Panamá.
A pesar de estos avances, la
diferencia del coeficiente de Gini con respecto a los países de la OECD es muy
significativa. El país con el menor coeficiente de Gini (El Salvador), supera a
todos los países con economías de alto ingreso, con la excepción de Estados
Unidos. Solamente dos países (El Salvador y Uruguay) tienen un coeficiente de
Gini inferior a 0,4. Once países de América Latina tienen un coeficiente de
Gini superior a 0,45.
Las evidencias indican que
disminuir la desigualdad en la región, a pesar de las mejoras que se pueden
destacar, es definitivamente un proceso de mediano plazo. Con una tasa de
reducción del coeficiente de Gini de 1% anual (mayor a la registrada para El
Salvador en el período), la mayoría de los países requeriría al menos dos
décadas para alcanzar el nivel de desigualdad que hoy tienen los países más
exitosos de la OECD.
Es bastante claro, entonces,
que superar la desigualdad en la región es mucho más que deseos y discursos. Es
un reto de grandes dimensiones para liderazgos con visión, audacia y
competencias. En caso contrario, América Latina seguirá siendo la región más
desigual del mundo
28-08-19
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