Ismael Pérez Vigil 17 de agosto de 2019
El
poder de la dictadura se ejerce desde Miraflores, aunque su soporte y fuerza
está en Fuerte Tiuna y en las demás fuerzas policiales, represivas y colectivos
armados. Los demás poderes –el Ciudadano, el Electoral y el Judicial–, son
apenas títeres del poder de Miraflores, aunque simulen tener algún atisbo de
independencia en determinadas oportunidades.
El
poder Legislativo, la Asamblea nacional (AN), es el único poder verdaderamente
autónomo, que goza de legitimidad y reconocimiento internacional y está
dominado por la oposición, hasta el punto que los diputados oficialistas
abandonaron la AN para refugiarse en la irrita ANC, que carece de legitimidad,
legalidad y reconocimiento nacional e internacional.
La
dictadura utiliza toda su fuerza represiva y poder del estado para tratar de
desconocer la AN y utiliza al TSJ y la Contraloría como sicarios ejecutores de
su política de odio hacia sus “enemigos” políticos, con sentencias y decisiones
para desconocerla y perseguir a sus diputados. No le busquemos una lógica a lo
que no lo tiene; las decisiones del TSJ y de la Contraloría –como por ejemplo
las últimas del 12 y 15 de agosto, respectivamente– son decisiones políticas y
adefesios jurídicos. Esas sentencias del TSJ y las decisiones de la
Contraloría, no son más que la manifestación de la crisis política; es la señal
inequívoca de que este régimen no está dispuesto al diálogo sino a la
intimidación y la amenaza.
Sin
embargo, en esa fuerza de la AN –que le confirió el voto popular y refuerza con
su actuación– y en el apoyo de la comunidad internacional al presidente Juan
Guido descansa la fuerza de la oposición, que a pesar de no ser del mismo tenor
–sobre todo físico– que la de la dictadura, ha logrado obligarla a sentarse en
la mesa de negociación. No es poca cosa esto.
Con
diversos argumentos, sectores minoritarios, pero muy ruidosos, de la oposición
y del oficialismo, se han opuesto a ese proceso de negociación, que en
principio busca una salida electoral a la dictadura, pero que su horizonte y
posibilidades no se limitan a eso, puede abarcar mucho más, dependiendo del
apoyo –nacional e internacional– que la oposición logre concitar.
He
explicado cuáles son las razones por las cuales la dictadura ha tenido que
aceptar el proceso de negociación y he descartado algunos de los argumentos que
se esgrimen para desestimarla. He afirmado que “ganar tiempo” no es la clave
para entender la posición de negociar, por lo que no abundare más en este
argumento.
Pero
hay otro argumento utilizado en contra de la negociación –la de Barbados o
cualquier otra– y que se refiere a que hay una especie de superioridad ética o
moral en quienes la rechazan; es el manido argumento de que no se debe
“negociar con delincuentes” ya que eso es algo “indigno”, “inmoral”. Ya muchos
han respondido a quienes así piensan con el planteamiento de si ellos no
negociarían la libertad o seguridad de un familiar o amigo que estuviera
secuestrado o amenazado por algún delincuente. En mi caso no es una pregunta
retórica, lo tuve que hacer por unos amigos que fueron secuestrados y lo
volvería hacer todas las veces que fuera necesario y no me sentí disminuido
moralmente, ni a la par de los delincuentes con los que negociaba.
Esa es
ni más ni menos la situación de Venezuela. Estamos secuestrados por un poder
omnímodo y delincuencial, basado en la fuerza, que es apenas apoyado por un
escaso porcentaje de los venezolanos, a muchos de los cuales –para sobrevivir–
no les queda más alternativa que hacerlo; pero la dictadura no tiene ninguna
legalidad ni legitimidad y no tiene reconocimiento de la mayoría de la
comunidad nacional, mucho menos de la comunidad democrática internacional.
¿Cómo no se va a negociar, con la dictadura secuestradora, la libertad de los
venezolanos? ¿Cómo podemos pensar en inhibirnos de hacerlo por creer que nos
“igualamos” a ellos por negociar? ¿Acaso quien negocia la libertad y la vida de
un secuestrado se iguala en condición moral con el delincuente que lo tiene
secuestrado?
Claro
está –ya otras veces lo he dicho y lo repito ahora, con toda la ironía del
caso– que sin duda sería más grato negociar la situación de Venezuela con, por
ejemplo, la Conferencia Episcopal Venezolana, o con alguna congregación
religiosa, o con los honorables miembros de alguna academia, o con algún
organismo internacional defensor de los derechos humanos, etc. pero,
desafortunadamente, ninguno de ellos ejerce el poder en el país y por lo tanto
con quien hay que negociar es con quien lo tiene, lo ejerce, lo usurpa, y se
niega a dejarlo. No creo que eso sea indigno, inmoral o falto de ética. Mucho
menos creo que dialogar sea sinónimo de rendición o de carencia de principios.
Más bien creo que quienes usan esos argumentos, podrían estar incurriendo en un
retórico chantaje político, de dudoso valor.
Mandela
negoció con los racistas surafricanos que lo habían mantenido preso por
décadas; Lech Walesa negoció con los comunistas, que habían sojuzgado al pueblo
polaco por 50 años; los españoles demócratas negociaron con los franquistas
para que permitieran la instauración de la democracia, tras cuarenta años de
cruenta dictadura; el Movimiento Libre de Aceh negoció con el Gobierno
Indonesio, después de 30 años de guerra y 15 mil muertos; los demócratas
nicaragüenses negociaron con el sátrapa asesino de Ortega su entrega del poder;
los demócratas chilenos negociaron con el dictador Pinochet para llegar a un
proceso electoral en el que finalmente triunfaron; y así pudiéramos seguir
citando ejemplo tras ejemplo, independientemente de cuál fue el detonante que
llevó a esas negociaciones y la forma final con la que se resolvieron esos
conflictos; el hecho cierto fueron las negociaciones y nunca fueron entre
contrincantes que se pudieran considerar de la misma catadura moral.
Si se
trata de la libertad de Venezuela, hasta habría que “negociar con el diablo”,
si fuera preciso, como una vez dijera Sir Winston Churchill cuando le
preguntaron si sería capaz de negociar la paz con los enemigos de Inglaterra.
Ismael
Pérez Vigil
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