Francisco Fernández-Carvajal 18 de agosto de 2019
@hablarcondios
— El joven rico. La alegría de la entrega.
— El Señor pasa y pide.
— La tristeza hace mucho daño al alma.
Buscar la alegría a través de la generosidad.
I. Después
de bendecir a unos niños, Jesús partió de aquel lugar, y cuando estaba en
camino llegó un joven, se postró de rodillas1 y
le preguntó: Maestro, ¿qué cosas buenas debo hacer para alcanzar la
vida eterna? Jesús, de pie, contempla a aquel joven con una gran
esperanza; los discípulos, que se han detenido, callan y miran. La escena,
recogida en el Evangelio de la Misa2,
es de una gran belleza. Quizá el joven ha escuchado a Jesús en alguna otra
ocasión, y hasta ahora no se ha atrevido a comunicarse directamente con Él; en
su alma hay deseos de entrega, de amar más..., quizá está insatisfecho con su
vida. Por eso, cuando el Señor le dice que debe guardar los Mandamientos, él
dice que ya los cumple, y pregunta: Quid adhuc mihi deest? ¿Qué me
falta aún? Es la pregunta que tantos y tantas se han hecho al
comprobar que no les llena la vida que llevan.
Jesús,
tan atento a los menores movimientos de las almas, se conmovió al contemplar
los deseos y la limpieza de aquel corazón. Fue entonces cuando le dirigió la
mirada de la que nos habla San Marcos, y lo amó3.
La mirada de Jesús, una mirada honda, imborrable, es por sí sola una llamada. Y
le invitó a seguirle dejando atrás todos sus tesoros. Es una invitación a dejar
libre el corazón para llenarlo todo de Dios. Se trata de cambiar el amor a los
bienes por el amor a Jesús, se trata de dejar las posesiones materiales para
enriquecerse, de una manera real y efectiva, con bienes eternos4.
No fue
generoso este joven: se quedó con sus riquezas, de las que disfrutaría unos
años, y perdió a Jesús, a quien tenemos para siempre, tesoro infinito, en este
mundo y en la eternidad. En su egoísmo, el joven rico no esperaba esta
respuesta del Maestro. Los planes de Dios no coinciden generalmente con los
nuestros, con los que proyectamos en la imaginación, con aquellos que fabrica
la vanidad o el egoísmo. Los planes divinos, forjados desde la eternidad para
nosotros, son los más bellos que nunca pudimos imaginar, aunque alguna vez nos
desconcierten.
Al oír
el joven estas palabras de Jesús se marchó triste, pues tenía muchas
posesiones. Todos vieron cómo resistía aquella amable y amorosa invitación
del Señor y se marchaba con la huella de la tristeza en la cara. Posiblemente,
más tarde, este joven encontraría falsas justificaciones a su falta de
generosidad, que le devolverían al menos la tranquilidad perdida (nunca la paz,
que es fruto de la entrega): quizá pensó que era muy joven, o que más tarde
vería todo con más claridad y buscaría al Maestro... ¡Qué fracaso! ¡Qué ocasión
desaprovechada!, pues a Jesús, o se le sigue o se le pierde. Cada encuentro con
Él lleva consigo unas claras exigencias, y también un gran enriquecimiento de
toda la persona. Jesús nunca nos deja indiferentes.
Una
vez que alguien ha sentido posarse sobre él la mirada del Señor, ya nunca la
olvida, ya no es posible vivir como antes. La alegría es fruto de la
generosidad, de responder a las sucesivas llamadas que a cada uno en su estado
dirige Cristo que pasa. La vida se llena de gozo y de paz en esa disponibilidad
absoluta ante la voluntad de Dios que se manifiesta en momentos bien precisos
de nuestra vida; quizá ahora.
II.
«Aquel muchacho rechazó la insinuación, y cuenta el Evangelio que abiit
tristis (Mt 19, 22), que se retiró entristecido (...):
perdió la alegría porque se negó a entregar su libertad a Dios»5.
Libertad que, si no le había servido para llegar a la meta, a Cristo que pasaba
por su vida, para bien poco habría ya de servirle.
La
tristeza nace en el corazón, como una planta dañina, cuando nos alejamos de
Cristo, cuando le negamos aquello que de una vez, o poco a poco, nos va
pidiendo, cuando nos falta generosidad. Esta mala enfermedad del alma «es un
vicio causado por el amor desordenado de sí Mismo»6.
Puede haber enfermedad, puede existir cansancio y dolor, pero la tristeza del
corazón es distinta. En su origen encontramos siempre la soberbia y el egoísmo:
detrás de esa desgana, sin causa aparente, en el propio quehacer, puede estar
la imposibilidad de afirmar el propio criterio, la propia personalidad, la
vanidad; detrás de ese dolor puede esconderse la rebeldía de no querer aceptar
la voluntad de Dios; en ese desaliento, al ver una y otra vez las propias
faltas, puede ocultarse más la humillación sufrida que el dolor por haber
ofendido al Señor... «Si Dios me ha perdonado, si su amor misericordioso,
siempre presente, se vuelca en mí, ¿cómo puedo estar yo triste? Si alguien
alimentara su tristeza en el dolor de sus pecados, agarrado a su culpa, ese
hombre debe saber que se trata posiblemente de un pretexto y, siempre, de un error»7.
Las mismas faltas y pecados nos deben llevar a la alegría del arrepentimiento y
del amor que nace de nuevo con más fuerza aún.
El
Señor pasa cerca de nuestra vida en incontables ocasiones. Alguna vez nos
pedirá mucho, para darnos más; otras, cosas pequeñas: el cumplimiento del
deber, llevar a cabo en la hora prevista las prácticas de piedad que tenemos
señaladas en nuestro plan de vida, sin dar cabida a la pereza; mortificar la
imaginación y el recuerdo en asuntos banales; vivir con esmero la caridad con
quienes están a nuestro lado; indicar con afabilidad la dirección que nos han
pedido... Quizá se presente el Señor –tal vez cuando menos lo esperábamos– para
invitarnos a seguirle aún más de cerca, quizá sin abandonar nuestros quehaceres
en medio del mundo, pero con la plena entrega del corazón, según el propio
estado, sin poner límites ni condiciones. «Hay que saber entregarse, arder
delante de Dios como esa luz, que se pone sobre el candelero, para iluminar a
los hombres que andan en tinieblas; como esas lamparillas que se queman junto
al altar, y se consumen alumbrando hasta gastarse»8.
Y esto nos lo pide a todos: cada uno en su lugar y en el estado al que es
llamado, en la peculiar vocación que de Dios ha recibido. Esta vocación es el
asunto más importante de la vida, y, una vez conocida, el negocio en el que
debemos empeñarnos con tenacidad, con la ayuda de la gracia, hasta el último
instante de nuestros días.
III. Se
marchó triste. Nada más sabemos de él. Su historia termina envuelta en un
manto de tristeza; quizá podría haber sido uno de los Doce. Pero no
quiso; y Jesús respetó su libertad. Una libertad que no supo emplear. «El
mercader –comenta San Basilio– no se entristece gastando en las ferias lo que
posee para adquirir sus mercancías; pero tú (hace referencia a este joven rico)
te entristeces dando polvo a cambio de la vida eterna»9:
prefirió conservar el polvo –eso son todas las posesiones y riquezas– en vez de
elegir la vida perdurable que le ofrecía Cristo, prefirió quedarse con el polvo
en que se convirtieron estas al cabo de unos años, no demasiados.
La
tristeza hace mucho daño al alma. Como la polilla al vestido y la
carcoma a la madera, así la tristeza daña el corazón del hombre10,
y predispone al mal. Por eso hemos de luchar enseguida, si alguna vez hiciera
su aparición en el alma: Anímate, pues, y alegra tu corazón, y echa
lejos de ti la congoja; porque a muchos mató la tristeza. Y no hay utilidad
alguna en ella11.
De ese estado solo cabe esperar males.
Si
nuestra vida consiste realmente en seguir a Cristo, es lógico que siempre
estemos alegres: es la única alegría verdadera del mundo, sin límite y sin
medida; compatible, por otra parte, con el dolor, con la enfermedad, con el
fracaso... «La alegría cristiana excluye de modo definitivo y combate implacablemente
toda tristeza enfermiza o imaginaria: la envidia, el desaliento, el repliegue
sobre sí mismo no pueden emparejarse con ella, y uno de sus beneficios es el de
excluir todas esas penas, llenas de veneno y fuentes de muerte»12.
Un
alma triste está a merced de muchas tentaciones. ¡Cuántos pecados han tenido su
origen en la tristeza! ¡Cuántos ideales ha roto! Si alguna vez sentimos el
zarpazo de la tristeza, examinemos su causa con sinceridad en la oración.
Muchas veces encontraremos falta de generosidad con Dios o con los demás.
«“Laetetur cor quaerentium Dominum” —Alégrese el corazón de los que buscan al
Señor.
»—Luz,
para que investigues en los motivos de tu tristeza»13.
Preguntémonos, si esa situación llegara, y ahora, porque siempre podemos crecer
en alegría, si estamos buscando seriamente al Señor en lo que cada día nos
sucede, en la oración, en el empeño por mantener la presencia de Dios.
Examinemos nuestra generosidad con los demás: a la hora de interesarnos por su
salud, por sus ilusiones, en el sacrificio pequeño pero continuo que exige una
fraternidad bien vivida, en los bienes y talentos que poseemos...
Si
alguna vez nos sentimos con el alma entristecida, preguntémonos: ¿en qué no
estoy yo siendo generoso con Dios?, ¿en qué no soy desprendido con los demás?,
¿me preocupo excesivamente de mí mismo, de mis cosas, de mi salud, de mi
futuro, de mis pequeñeces?... Es posible que encontremos enseguida la causa y
el remedio. Mientras tanto, procuremos afinar en el trato con el Señor,
intentemos darnos sin cálculo a quienes están cerca, aunque sea en pequeños
servicios; abramos el corazón a quien nos conoce y aprecia, a quien tenemos
encomendada la dirección espiritual del alma.
Con la
alegría que Cristo nos da, hacemos mucho bien a nuestro alrededor. Comunicarla
a los demás será frecuentemente una de las mayores muestras de caridad hacia
ellos. Muchas personas pueden encontrar a Dios en esa alegría honda; procuremos
no perderla. Santa María, Causa de nuestra alegría, ruega por
nosotros, concédenos seguir a Cristo de cerca, danos la gracia de no volverle
nunca la espalda, ni siquiera en lo pequeño de todos los días.
1 Cfr.
Mc 10, 17. —
2 Mt 19,
16-22. —
3 Mc 10,
21. —
4 Cfr. M.
J. Indart, Jesús en su mundo, p. 251. —
5 San
Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 24. —
6 Santo
Tomás, Suma Teológica, 2-2, q. 28, a. 4, ad 1. —
7 C.
López Pardo, Sobre la vida y la muerte, Rialp, Madrid 1973,
p. 157. —
8 San
Josemaría Escrivá, Forja, n. 44. —
9 San
Basilio, en Catena Aurea, vol. VI, p. 313. —
10 Prov 25,
20. —
11 Ecl 30,
24-25. —
12 J.
M. Perrin, El evangelio de la alegría, Rialp, Madrid 1962,
pp. 59-60. —
13 San
Josemaría Escrivá, Camino, n. 666.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Para comentar usted debe colocar una dirección de correo electrónico