Francisco Fernández-Carvajal 02 de noviembre de
2019
@hablarcondios
— Deseos de encontrar a Cristo. Poner los medios
necesarios.
— Desprendimiento y generosidad de Zaqueo.
— Jesús nos busca siempre. Esperanza en la propia vida
interior y en el apostolado.
I. Una vez más los
textos de la Misa de hoy nos vuelven a hablar de la misericordia divina. Es
lógico que se repita tanto esta inefable realidad, porque la misericordia de Dios
es una fuente inagotable de esperanza y porque nosotros estamos muy necesitados
de la clemencia divina. Todos necesitamos que se nos recuerde muchas veces que
el Señor es clemente y misericordioso.
En la Primera lectura1,
el Libro de la Sabiduría nos hace presente hoy esta bondad y
cuidado amoroso de Dios sobre toda la creación y especialmente por el
hombre: ¿cómo subsistirían las cosas si Tú no lo hubieses querido?
¿Cómo conservarían su existencia, si Tú no las hubieses llamado? Pero a todos
perdonas, porque son tuyos, Señor, amigo de la vida. En todas las cosas está tu
soplo incorruptible. Por eso corriges poco a poco a los que caen; a los que
pecan les recuerdas su pecado, para que se conviertan y crean en Ti, Señor.
El Evangelio2 nos
habla del encuentro misericordioso de Jesús con Zaqueo. El Señor pasa por
Jericó, camino de Jerusalén. A la entrada de la ciudad ha tenido lugar la
curación de un mendigo ciego que logró con su fe y su insistencia llegar hasta
Jesús, a pesar de la multitud y de los que pretendían que callara. Ahora,
dentro ya de esta ciudad importante, la multitud debía de llenar la calle por
donde pasaba el Maestro. Allí se encuentra también un hombre, que era
jefe de publicanos y rico, bien conocido por el cargo en Jericó. Los
publicanos eran recaudadores de impuestos. Roma no tenía funcionarios propios
para este oficio, sino que lo encargaba a determinadas personas del país
respectivo. Estas podían tener –como Zaqueo– empleados subalternos. La cantidad
del impuesto la tasaba la autoridad romana; los publicanos cobraban una
sobretasa, de la cual vivían. Esto se prestaba a arbitrariedades, y por esto se
ganaban fácilmente la hostilidad de la población. En el caso de los judíos, se
añadía la nota infamante de expoliar al pueblo elegido en favor de los gentiles3.
San Lucas nos dice que Zaqueo intentaba ver a Jesús para conocerle,
pero no podía a causa de la muchedumbre, porque era pequeño de estatura.
Pero su deseo es eficaz; para conseguir su propósito se mezcla primero con la
multitud y luego, dejando a un lado los respetos humanos, lo que pudieran
pensar las gentes por su actitud, adelantándose corriendo, subió a un
sicómoro, para verle, porque iba a pasar por allí. Nada le importa lo que
pudieran pensar las gentes al ver a un hombre de su posición correr primero y
subir después a un árbol. Es esta una formidable lección para nosotros que, por
encima de todo, queremos ver a Jesús y permanecer con Él. Pero debemos examinar
hoy la sinceridad y el vigor de estos deseos: ¿Quiero yo ver a Jesús?
–preguntaba el Papa Juan Pablo II al comentar este pasaje del Evangelio–, ¿hago
todo lo posible para poder verlo? Este problema, después de
dos mil años, es tan actual como entonces, cuando Jesús atravesaba las ciudades
y poblados de su tierra. Y es actual para cada uno personalmente:
¿verdaderamente quiero contemplarlo, o quizá evito el encuentro con Él?
¿Prefiero no verlo o que Él no me vea? Y si ya le vislumbro de algún modo,
¿prefiero entonces verlo de lejos, no acercándome mucho, no
poniéndome ante sus ojos para no llamar la atención demasiado..., para no tener
que aceptar toda la verdad que hay en Él, que proviene de Él, de Cristo?4.
II. Cualquier
esfuerzo que hagamos por acercarnos a Cristo es largamente recompensado. Cuando
Jesús llegó al lugar, levantando la vista, le dijo: Zaqueo, baja pronto, porque
conviene que hoy me hospede en tu casa. ¡Qué inmensa alegría! Él, que se
contentaba con verlo desde el árbol, se encuentra con que Jesús le llama por su
nombre, como a un viejo amigo, y, con la misma confianza, se invita en su casa.
«Quien tenía por grande e inefable el verle pasar –comenta San Agustín–,
mereció inmediatamente tenerlo en casa»5.
El Maestro, que había leído en su corazón la sinceridad de sus deseos, no
quiere dejar pasar esta ocasión. Zaqueo «descubre que es amado personalmente
por Aquel que se presenta como el Mesías esperado, se siente tocado en lo más
profundo de su espíritu y abre su corazón»6.
Enseguida quiere estar cerca del Maestro: Bajó rápido y lo recibió con
gozo. Experimentó la alegría singular de todo aquel que se encuentra con
Jesús.
Zaqueo tiene al Maestro, y con Él lo tiene todo. «No
se asusta de que la acogida de Cristo en la propia casa pudiese amenazar, por
ejemplo, su carrera profesional, o hacerle difícil algunas acciones, ligadas
con su actividad de jefe de publicanos»7.
Por el contrario, muestra con obras la sinceridad de su nueva vida; se convierte
en un discípulo más del Maestro: Señor, doy la mitad de mis bienes a
los pobres y si he defraudado a alguien le devolveré cuatro veces más. ¡Va
mucho más allá de lo que ordenaba la Ley de Moisés8 en
lo referente a la restitución, y además entrega a los pobres la mitad de su
fortuna! El encuentro con Cristo nos hace generosos con los demás, nos mueve
enseguida a compartir lo que tenemos, mucho o poco, con quien está más
necesitado. Zaqueo comprendió que para seguir a Cristo es necesario el más
completo desprendimiento. «Dios mío, veo que no te aceptaré como mi Salvador,
si no te reconozco al mismo tiempo como Modelo.
»—Pues que quisiste ser pobre, dame amor a la Santa
Pobreza. Mi propósito, con tu ayuda, es vivir y morir pobre, aunque tenga
millones a mi disposición»9.
III.
Cuando Jesús entró en casa de Zaqueo, muchos comenzaron a murmurar de que se
hubiese hospedado en casa de un pecador. Entonces, el Señor pronunció estas
consoladoras palabras, unas de las más bellas de todo el Evangelio: Hoy
ha llegado la salvación a esta casa, pues también este es hijo de Abrahán;
porque el Hijo del Hombre ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido.
Es una llamada a la esperanza: si alguna vez el Señor permitiera que
atravesáramos una mala época, una mala racha, si nos sintiéramos a oscuras y
perdidos, hemos de saber que Jesús, el Buen Pastor, saldrá enseguida a
buscarnos. «Elige a un jefe de publicanos: ¿quién desesperará de sí mismo
cuando este alcanza la gracia?», comenta San Ambrosio10.
Nunca se olvida de los suyos el Señor.
También nos ha de ayudar la figura de Zaqueo para no
dar nunca a nadie por perdido o irrecuperable para Dios. Para los habitantes de
Jericó, este jefe de publicanos estaba muy lejos de Dios. El Evangelio deja
entrever que así era11.
Sin embargo, desde que entró en aquella ciudad, Jesús tenía los ojos puestos en
él. Por encima de las apariencias, Zaqueo tenía un corazón deseoso de ver al
Maestro. Y, como San Lucas muestra enseguida, tenía un alma dispuesta al
arrepentimiento, a la reparación y a la generosidad. Así hay muchas gentes a
nuestro alrededor, con deseos de ver a Jesús, y esperando que alguno se detenga
frente a ellos, los mire con comprensión y los invite a una vida nueva.
Nunca debemos perder la esperanza, ni siquiera cuando
parece que todo está perdido. La misericordia de Dios es infinita y
omnipotente, y supera todos nuestros juicios. Se cuenta de una mujer muy santa
un suceso especialmente significativo que dejó una huella profunda en su alma,
que muestra muy gráficamente el alcance de la misericordia divina. Un pariente
de esta persona puso fin a su vida arrojándose desde un puente al río. La mujer
estuvo un tiempo tan desconsolada y entristecida que ni se atrevía a rezar por
él. Un día le preguntó el Señor por qué no intercedía por él, como solía hacer
por los demás. Esta persona se sorprendió de las palabras de Jesús, y le
contestó: «Tú bien sabes que se arrojó desde el puente y acabó con su vida»...
Y el Señor le respondió: «No olvides que entre el puente y el agua estaba Yo».
Nunca había dudado esta mujer de la misericordia
divina, pero, desde aquel día, su confianza en el Señor no tuvo límites. Y rezó
por aquel pariente lejano con particular intensidad y fe. Un suceso muy
parecido se cuenta de la vida del Cura de Ars12.
Ambos ponen de relieve una misma realidad: siempre que pensamos en la bondad y
compasión divina para con sus hijos, nos quedamos cortos.
No dudemos nosotros nunca del Señor, de su bondad y de
su amor por los hombres, por muy difíciles o extremas que sean las situaciones
en que nos encontremos nosotros o aquellas personas que queremos llevar hasta
Jesús. Su misericordia es siempre más grande que nuestros pobres juicios.
1 Sab 11,
25-26; 12, 1-2. —
2 Lc 19,
1-10. —
3 Cfr. Sagrada
Biblia, Santos Evangelios, EUNSA, Pamplona 1983, nota
a Mt 5, 46. —
4 Cfr. Juan
Pablo II, Homilía 2-XI-1980. —
5 San
Agustín, Sermón 174, 6. —
6 Juan
Pablo II, Homilía 5-XI-1989. —
7 ídem, Homilía 2-XI-1980.
—
8 Ex 21,
37 ss. —
9 San
Josemaría Escrivá, Forja, n. 46. —
10 San
Ambrosio, Comentario al Evangelio de San Lucas, in loc.
—
11 Cfr.
vv. 7-10. —
12 F.
Trochu, El Cura de Ars, Palabra, Madrid 1984, p. 619.
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