Era una noche de comienzos de diciembre de 2007. Emocionalmente andaba muy golpeado porque mi madre estaba viviendo sus últimos días en este plano terrestre. Lamentablemente su cáncer había hecho metástasis y se había complicado su salud, hasta tal punto que su médico me había indicado que ya estaba en sus postrimerías de vida. Aún así, atendí un llamado de José Virtuoso SJ para reunirnos en la sede del Centro Gumilla en Barquisimeto junto a los buenos amigos y compañeros de camino, Helena Alvarado y Asdrúbal Morán. En esa reunión nocturna nos indicó la necesidad de impulsar un relanzamiento del Centro Gumilla, en el estado Lara, y que contaba con nosotros para dicho trabajo. Inmediatamente aceptamos. Ya lo había conocido personalmente en el 2005, cuando en la UCAB se lanzaba el programa de formación política ciudadana, del cual me tocó ser facilitador. Su personalidad era increíble. Desde esa época, él como director nacional del Gumilla, iniciamos una aventura extraordinaria que duró cuatro años.
Con «Joseíto» Virtuoso (como le llamábamos sus amigos) tuvimos oportunidad de recorrer las montañas de Guárico, en el estado Lara, para apoyar una cooperativa de caficultores humildes fundada por los jesuitas en los años ochenta. Se llamaba Copalar y estaba integrada por más de cuatrocientas familias de las zonas de mayor producción de café de Venezuela. Teníamos largas jornadas -que iniciaban muy temprano y terminaban a altas horas de la noche- para pensar las formas de ayudar a estos campesinos que siempre habían sido perjudicados por intermediarios inescrupulosos. Virtuoso si no podía venir a las reuniones por sus múltiples compromisos en Caracas, era el primero en llamarme para enterarse de cómo nos había ido en las reuniones. Y créanme, eran llamadas de una hora o más. Su interés por las causas de los más humildes era impresionante.
También me tocó acompañarlo a una reunión de trabajo un viernes por la noche en su querido barrio Catuche, con misa incluida al final de la misma. Al salir, vi con mis propios ojos como un grupo de jóvenes se le acercó para saludarlo y abrazarlo. Era increíble el afecto que sentían por él. Cuando miré detenidamente la escena vi que algunos de ellos estaban fuertemente armados. Sin duda, eran jóvenes que pertenecían a las bandas locales pero sentían que el padre Virtuoso era alguien cercano que luchaba por ellos, para ayudarlos y sacarlos de ese mundo de violencia al que habían llegado, no por ser malos seres humanos sino por las condiciones de pobreza en las que vivían. La gente de Catuche lo amaba y con mucha razón. Esta comunidad popular de Caracas fue su motivo de amor más grande y a la cual le dedicó gran parte de su vida.
Compartimos múltiples reuniones de trabajo en el centro de formación Quebrada de la Virgen en Los Teques. Allí no hubo jornada en la que no se pensara en ayudar a los más humildes y vulnerables del país. Joseíto hizo muy suyo el lema de San Ignacio de Loyola fundador de la Compañía de Jesús “en todo amar y servir”. También había espacio para oírlo cantar su famoso “corrío mexicano” con el cual nos alegraba algún momento luego de intensas jornadas de trabajo. Y fui testigo de excepción de su amor de hijo. Siempre pendiente de su madre, siempre atento a sus mínimas necesidades aún en situaciones de alto estrés por su vertiginoso ritmo de trabajo.
Como te dije en mi última conversación que tuve contigo el 6 de octubre de este año, «se te quiere y aprecia estimado amigo, mucho de lo que aprendí en esta vida, lo aprendí de ti» ante lo cual respondiste: «gracias don Piero, agradecido por tus oraciones, voy con fe y entusiasmo trabajando en mi recuperación» por eso Joseíto, esto es solo un adiós porque has dejado un hermoso legado para Venezuela: tu amor por la democracia.
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