Francisco Fernández-Carvajal 24 de octubre de 2022
@hablarcondios
— El sentido de nuestra filiación divina.
— Hijos en el Hijo.
— Consecuencias de la filiación divina.
I. En
el Salmo II leemos estas palabras, que se aplican al Mesías en
primer término: A mí me ha dicho el Señor: Tú eres mi hijo; Yo te he
engendrado hoy1.
Desde la eternidad, el Padre engendra al Hijo, y todo el ser de la Segunda
Persona de la Trinidad Beatísima consiste en la filiación, en ser Hijo.
El hoy del que nos habla el Salmo significa un siempre
continuo, eterno, por el que el Padre da el ser a su Unigénito2.
Para que exista una filiación, en el sentido preciso de la palabra, se requiere igualdad de naturaleza3. Por eso, solo Jesucristo es el Unigénito del Padre. En sentido amplio puede decirse que todas las criaturas, especialmente las espirituales, son hijas de Dios, aunque con una filiación muy imperfecta, pues su semejanza con el Creador no es, de ningún modo, identidad de naturaleza.
Sin
embargo, con el Bautismo se produjo en nuestra alma una regeneración, un nuevo
nacimiento, una elevación sobrenatural, que nos hizo partícipes de la
naturaleza divina. Esta elevación sobrenatural dio origen a una filiación
divina inmensamente superior a la filiación humana propia de cada criatura. San
Juan, en el prólogo de su Evangelio, nos enseña que a cuantos le
recibieron (a Cristo) dioles poder para ser hijos de Dios, a
los que creen en su nombre, que no han nacido de la sangre, ni de la voluntad
de la carne, ni del querer del hombre, sino de Dios4.
«El Hijo de Dios se hizo hombre –explica San Atanasio– para que los hijos del
hombre, los hijos de Adán, se hicieran hijos de Dios (...). Él es el Hijo de
Dios por naturaleza; nosotros, por gracia»5.
La
filiación divina ocupa un lugar central en el mensaje de Jesucristo y es una
enseñanza continua en la predicación de la Buena Nueva cristiana, como signo
elocuentísimo del amor de Dios por los hombres. Ved qué amor nos ha
mostrado el Padre -escribe San Juan-, que ha querido que nos
llamemos hijos de Dios y lo seamos6.
Esta condición de hijos, aunque tendrá su plenitud en el Cielo, es en esta vida
una realidad gozosa y esperanzada. Ahora, como nos dice San Pablo en una de
las lecturas para la Misa de hoy, la creación anhela
la manifestación de los hijos de Dios... y sufre toda ella dolores de parto
hasta el momento presente. Y no solo ella, sino que nosotros, que poseemos ya
las primicias del Espíritu, también gemimos en nuestro interior aguardando la
adopción de hijos...7.
El Apóstol se refiere a la plenitud de esa adopción, pues ya aquí en la tierra
hemos sido constituidos hijos de Dios, nuestra mayor gloria y el
más grande de los títulos: de manera que ya no eres siervo, sino hijo;
y como hijo, también heredero8.
Las
palabras que desde la eternidad aplica el Padre a su Unigénito, nos las apropia
ahora a nosotros. A cada uno nos dice: Tú eres mi hijo; Yo te he
engendrado hoy. Este hoy es nuestra vida terrena, pues
Dios nos da cada día este nuevo ser. «Nos dice: tú eres mi hijo. No
un extraño, no un siervo benévolamente tratado, no un amigo, que ya sería
mucho. ¡Hijo! Nos concede vía libre para que vivamos con Él la piedad del hijo
y, me atrevería a afirmar, también la desvergüenza del hijo de un Padre, que es
incapaz de negarle nada»9.
II. Tú
eres mi hijo...
El
Señor habló constantemente de esta realidad a sus discípulos. Unas veces
directamente, enseñándoles a dirigirse a Dios como Padre10,
señalándoles la santidad como imitación filial del Padre11...;
y también por medio de numerosas parábolas, en las que Dios es representado por
la figura del padre12.
La
filiación divina no consiste solo en que Dios haya querido tratarnos como un
padre a sus hijos y que nosotros nos dirijamos a Él con la confianza de los
hijos. No es un simple grado mayor en la línea de esas filiaciones que en
sentido amplio tienen todas las criaturas respecto a Dios, según su mayor o
menor semejanza con el Creador. Esto ya sería un inmenso don, pero el amor de
Dios ha llegado mucho más lejos, haciéndonos realmente hijos suyos. Mientras
aquellas filiaciones son en realidad modos de expresión, nuestra filiación
divina lo es en sentido estricto, aunque nunca será como la filiación de
Jesucristo, Hijo Unigénito de Dios. Para el hombre no puede haber nada más
grande, impensable e inalcanzable que esta relación filial13.
La
nuestra es una participación de la plena filiación exclusiva y constitutiva de
la Segunda Persona de la Santísima Trinidad. De esta «filiación natural
–explica Santo Tomás– se deriva a muchos la filiación por cierta semejanza y
participación»14.
Es a partir de esta filiación como entramos en intimidad con la Trinidad Santa,
es una verdadera participación de la vida del Padre, del Hijo y del Espíritu
Santo. En lo que se refiere a nuestra relación con las divinas Personas, puede
decirse que somos hijos del Padre en el Hijo por el Espíritu Santo15.
«Mediante la gracia recibida en el Bautismo, el hombre participa en el eterno
nacimiento del Hijo a partir del Padre, porque es constituido hijo adoptivo de
Dios: hijo en el Hijo»16.
«Al salir de las aguas de la sagrada fuente, cada cristiano vuelve a escuchar
la voz que un día fue oída a orillas del río Jordán: Tú eres mi Hijo
amado, en ti me complazco (Lc 3, 22); y entiende que ha
sido asociado a su Hijo predilecto, llegando a ser hijo adoptivo (Gal 4,
4-7) y hermano de Cristo»17.
La
filiación divina ha de estar presente en todos los momentos del día, pero se ha
de poner especialmente de manifiesto si alguna vez sentimos con más fuerza la
dureza de la vida. «Parece que el mundo se te viene encima. A tu alrededor no
se vislumbra una salida. Imposible, esta vez, superar las dificultades.
»Pero,
¿me has vuelto a olvidar que Dios es tu Padre?: omnipotente, infinitamente
sabio, misericordioso. Él no puede enviarte nada malo. Eso que te preocupa, te
conviene, aunque los ojos tuyos de carne estén ahora ciegos.
»Omnia
in bonum! ¡Señor, que otra vez y siempre se cumpla tu
sapientísima Voluntad!»18.
III. La
filiación divina no es un aspecto más, entre otros, del ser cristianos: de
algún modo abarca todos los demás. No es propiamente una virtud que tenga sus
actos particulares, sino una condición permanente del bautizado que vive su
vocación. La piedad que nace de esta nueva condición del hombre que sigue los
pasos de Cristo «es una actitud profunda del alma, que acaba por informar la
existencia entera: está presente en todos los pensamientos, en todos los
deseos, en todos los afectos»19.
Si atendemos al designio divino, podemos decir que todos los dones y gracias
nos han sido dados para constituirnos en hijos de Dios, en imitadores del Hijo
hasta llegar a ser alter Christus, ipse Christus20.
Cada vez hemos de parecernos más a Él. Nuestra vida debe reflejar la suya. Por
eso, la filiación divina debe ser muy frecuentemente motivo de nuestra oración
y de nuestra consideración; así nuestra alma se llenará de paz en medio de las
mayores tentaciones o contradicciones, pues viviremos abandonados en las manos
de Dios. Un abandono que no nos eximirá del empeño por mejorar, ni de poner
todos los medios humanos a nuestro alcance cuando surjan la enfermedad, la
penuria económica, la soledad... La vida de los santos, aun en medio de muchas
pruebas, estuvo siempre llena de alegría, como debe estar colmada la nuestra.
La
filiación divina es también fundamento de la fraternidad cristiana, que está
muy por encima del vínculo de solidaridad que existe entre los hombres. En los
demás hemos de ver a hijos de Dios, hermanos de Jesucristo, llamados a un
destino sobrenatural. De esta manera nos será fácil prestarles esas pequeñas
ayudas diarias que todos necesitamos unos de otros, y, sobre todo, les
facilitaremos siempre el camino que lleva al Padre común.
Nuestra
Madre Santa María nos enseñará a saborear esas palabras del Salmo II, que
leíamos al comienzo de la meditación, como dirigidas a cada uno de
nosotros: Tú eres mi hijo; Yo te he engendrado hoy.
1 Sal 2,
7. —
2 Cfr. Juan
Pablo II, Audiencia general 16-X-1985. —
3 Cfr. Santo
Tomás, Suma Teológica, 3, q. 32, a. 3 c. —
4 Jn 1,
12-13. —
5 San
Atanasio, De Incarnatione contra arrianos, 8. —
6 1
Jn 3, 1. —
7 Rom 8,
19-23. —
8 Gal 4,
7. —
9 San
Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 185. —
10 Cfr. Mt 6,
9. —
11 Cfr. Mt 5,
48. —
12 Cfr. J.
Bauer, Diccionario de Teología Bíblica, Herder, Barcelona
1967, voz Filiación, cols. 407-412. —
13 Cfr. Mª
C. Calzona, Filiación divina y cristiana en el mundo,
en La misión del laico en la Iglesia y en el mundo, EUNSA Pamplona
1987, p. 301. —
14 Santo
Tomás, Comentario al Evangelio de San Juan, 1, 8. —
15 Cfr. F.
Ocáriz, Hijos de Dios en Cristo, EUNSA, Pamplona 1972, p.
98. —
16 Juan
Pablo II, Homilía 23-III-1980. —
17 ídem Exhort.
Apost. Christifideles laici, 30-XII-1988, 11 —
18 San
Josemaría Escrivá, Vía Crucis, IX, n. 4. —
19 Ídem, Amigos
de Dios, 146. —
20 Cfr. ídem Es
Cristo que pasa, 96.
Tomado
de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiaria.aspx
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