Francisco Fernández-Carvajal 21 de octubre de 2022
@hablarcondios
— Dar fruto. La paciencia de Dios.
— Lo que Dios espera de nosotros.
— Con las manos llenas. Pacientes en el
apostolado.
I. En
las viñas de Palestina se solían plantar árboles junto a las cepas. Y en un
lugar así sitúa Jesús la parábola que leemos en el Evangelio de la Misa de hoy1: Un
hombre tenía plantada una higuera en su viña, y vino a buscar fruto en ella y
no encontró. Esto ya había ocurrido anteriormente: situada en un lugar
apropiado del terreno, con buenos cuidados, la higuera, año tras año, no daba
higos. Entonces mandó el dueño al hortelano que la cortara: ¿para qué
va a ocupar terreno en balde?
La higuera simboliza a Israel2, que no supo corresponder a los desvelos que Yahvé, dueño de la viña, manifestó una y otra vez sobre él, y representa también a todo aquel que permanece improductivo3 de cara a Dios. El Señor nos ha colocado en el mejor lugar, donde podemos dar más frutos según las propias condiciones y gracias recibidas, y hemos sido objeto de los mayores cuidados del más experto viñador, desde el momento mismo de nuestra concepción: nos dio un Ángel Custodio para que nos protegiera hasta el final de la vida, recibimos, quizá a los pocos días de nacer, la gracia inmensa del Bautismo, se nos dio Él mismo como alimento en la Sagrada Comunión, hemos tenido la oportunidad de recibir una formación cristiana... Incontables han sido las gracias y favores del Espíritu Santo. Sin embargo, es posible que el Señor encuentre a veces pocos frutos en nuestra vida, y quizá, en alguna ocasión, frutos amargos. Es posible que, alguna vez, nuestra situación personal haya podido recordar la desconsolada parábola que relata el Profeta Isaías: Voy a cantar a mi amado el canto de la viña de mis amores: Tenía mi amado una viña en un fértil recuesto. La cavó, la descantó y la plantó de vides selectas. Edificó en medio de ella una torre e hizo en ella un lagar, esperando que le daría uvas, pero le dio agrazones4, frutos agrios. ¿Por qué estos malos resultados, cuando todo estaba dispuesto para que fueran buenos? San Ambrosio señala que las causas de la esterilidad son, frecuentemente, la soberbia y la dureza de corazón5.
A
pesar de todo, Dios vuelve una y otra vez con nuevos cuidados: es la paciencia
de Dios6 con el alma. Él no se desanima ante nuestras faltas de
correspondencia, sabe esperar, pues, junto a nuestras flaquezas y a la
debilidad, conoce a la vez la capacidad de bien que hay en cada hombre, en cada
mujer. El Señor no da nunca a nadie por perdido, confía en todos nosotros,
aunque no siempre hayamos respondido a sus esperanzas.
Él
mismo ha dicho que no quebrará la caña cascada, ni apagará la mecha que
aún humea7. Y las páginas del Evangelio son un continuo testimonio de
esta consoladora verdad: las parábolas del hijo pródigo, de la oveja
perdida..., el encuentro con la samaritana, con Zaqueo...
II. Señor,
déjala todavía este año, y cavaré alrededor de ella y le echaré estiércol, a
ver si así da fruto... Es Jesús que intercede ante Dios Padre por
nosotros, que «somos como una higuera plantada en la viña del Señor»8.
«Intercede el colono; intercede cuando ya el hacha está a punto de caer, para
cortar las raíces estériles; intercede como lo hizo Moisés ante Dios... Se
mostró mediador quien quería mostrarse misericordioso»9,
comenta San Agustín. Señor, déjala todavía este año... ¡Cuántas
veces se habrá repetido esta misma escena! ¡Señor, déjalo todavía un año...!
«¿Saber que me quieres tanto, Dios mío, y... no me he vuelto loco?»10.
Cada
persona tiene una vocación particular, y toda vida que no responde a ese
designio divino se pierde. El Señor espera correspondencia a tantos desvelos, a
tantas gracias concedidas, aunque nunca podrá haber paridad entre lo que damos
y lo que recibimos, «pues el hombre nunca puede amar a Dios tanto como Él debe
ser amado»11; sin embargo, con la gracia sí que podemos ofrecerle cada día
muchos frutos de amor: de caridad, de apostolado, de trabajo bien hecho... Cada
noche, en el examen de conciencia, hemos de saber encontrar esos frutos
pequeños en sí mismos, pero que han hecho grandes el amor y el deseo de
corresponder a tanta solicitud divina. Y cuando salgamos de este mundo «tenemos
que haber dejado impreso nuestro paso, dejando a la tierra un poco más bella y
al mundo un poco mejor»12,
una familia con más paz, un trabajo que ha significado un progreso para la
sociedad, unos amigos fortalecidos con nuestra amistad...
Examinemos
en nuestra oración: si tuviéramos que presentarnos ahora delante del Señor,
¿nos encontraríamos alegres, con las manos llenas de frutos para ofrecer a
nuestro Padre Dios? Pensemos en el día de ayer..., en la última semana..., y
veamos si estamos colmados de obras hechas por amor al Señor, o si, por el
contrario, una cierta dureza de corazón o el egoísmo de pensar excesivamente en
nosotros mismos está impidiendo que demos al Señor todo lo que espera de cada
uno. Bien sabemos que, cuando no se da toda la gloria a Dios, se convierte la
existencia en un vivir estéril. Todo lo que no se hace de cara a Dios,
perecerá. Aprovechemos hoy para hacer propósitos firmes. «Dios nos concede
quizá un año más para servirle. No pienses en cinco, ni en dos. Fíjate solo en
este: en uno, en el que hemos comenzado...»13,
en el que ya falta poco para terminar.
III. En
esto será glorificado mi Padre, en que deis mucho fruto, y así seréis
discípulos míos14.
Esto es lo que Dios quiere de todos: no apariencia de frutos, sino realidades
que permanecerán más allá de este mundo: gentes que hemos acercado al
sacramento de la Penitencia, horas de trabajo terminadas con hondura profesional
y rectitud de intención, pequeñas mortificaciones en las comidas, que
manifiestan la presencia de Dios y el dominio del cuerpo por amor al Señor,
vencimientos en el estado de ánimo, orden en los libros, en la casa, en los
instrumentos de trabajo, empeño para que no influya a nuestro alrededor el
cansancio de un día intenso, pequeños servicios, a quienes estaban necesitados
de ayuda... No nos contentemos con las apariencias; examinemos si nuestras
obras resisten, por el amor que hemos puesto en ellas y por la rectitud de
intención, la penetrante mirada de Jesús. ¿Son mis obras en este momento el
fruto que corresponde a las gracias que recibo?, podríamos preguntarnos cada
uno en la intimidad de nuestra oración.
Si San
Lucas sigue realmente un orden temporal en los acontecimientos que narra, «esta
parábola fue dicha inmediatamente después de la pregunta planteada acerca de
los galileos, cuya sangre mezcló Pilato con sus sacrificios, y sobre los
dieciocho hombres, encima de los cuales cayó la torre de Siloé (Lc 13,
4). ¿Debía suponerse que esos hombres eran especialmente pecadores, para
merecer tal suerte? Nuestro Señor contesta que no, y añade: Si no
hiciereis penitencia, todos pereceréis igualmente. No es la muerte del
cuerpo lo que importa, es la disposición del alma que la recibe, y el pecador
que, dándosele tiempo para el arrepentimiento, no hace uso de la oportunidad,
no sale mejor librado que si le hubieran lanzado repentinamente sobre la
eternidad, como a aquellos. Y en este momento llega la parábola de la higuera,
que nos advierte de un límite a la larga paciencia de Dios Todopoderoso.
Pero parece, por lo que oímos del hortelano, que es posible una intervención
para prolongar el plazo de la tolerancia divina. No cabe duda que esto es
importante. ¿Pueden nuestras oraciones servir para ganar al pecador un plazo
que le permita arrepentirse?
»Claro
que pueden»15. Y nosotros mismos podemos interceder junto al Señor para que
se prolongue esa paciencia divina con aquellas personas que
quizá, con una constancia de años, pretendemos que se acerquen a Jesús. «Por
tanto, no nos apresuremos a cortar, sino dejemos crecer misericordiosamente, no
sea que arranquemos la higuera que aún puede dar mucho fruto»16.
Tengamos también nosotros paciencia y procuremos poner más medios, humanos y
sobrenaturales, en el trato con esas personas que parecen tardar en recorrer el
camino que lleva hasta Jesús.
Nuestra
Madre Santa María nos alcanzará, en este sábado del mes de octubre en el que
tantas veces hemos acudido a Ella, la gracia abundante que necesitan nuestras
almas para dar más frutos y la que precisan nuestros familiares y amigos para
que aceleren el paso hacia su Hijo, que los espera.
1 Lc 13,
6-9. —
2 Cfr. Os 9,
10. —
3 Cfr. Jer 8,
13. —
4 Is 5,
1-3. —
5 Cfr. San
Ambrosio, Tratado sobre el Evangelio de San Lucas, in loc.
—
6 Cfr. 2
Pdr 3, 9. —
7 Mt 12,
20. —
8 Teofilacto,
en Catena Aurea, vol. VI, p. 134. —
9 San
Agustín, Sermón 254, 3. —
10 San
Josemaría Escrivá, Camino, n. 425. —
11 Santo
Tomás, Suma Teológica, 1-2, q. 6, a. 4. —
12 G.
Chevrot, El Evangelio al aire libre, Herder, Barcelona
1961, p. 169. —
13 San
Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 47. —
14 Jn 15,
8. —
15 R.
A. Knox, Sermones pastorales, pp. 188-189. —
16 San
Gregorio Nacianceno, Oración 26, en Catena Aurea,
vol. VI, p. 135.
Tomado
de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiaria.aspx
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