ELÍAS PINO ITURRIETA 13 de junio de 2024
«Cuando
el navegante pone pie en nuestras costas piensa que ha encontrado el
paraíso terrenal»
Cristóbal Colón no solo cambia la historia de Venezuela porque provoca con su llegada una amalgama de culturas de la cual nacerá una sociedad peculiar que se prolonga hasta la actualidad. La llegada del Almirante marca el inicio de la comprensión de nuestra realidad a través de una clave ilusoria, gracias a cuya influencia no hemos podido los venezolanos captar las líneas fundamentales del desarrollo nacional.
De la
mirada del primer europeo que nos divisa manan una apreciación de los hechos de
los hombres y una versión del medio físico que han sido capaces de llevarnos de
manera errática por la vida, hasta el extremo de colocarnos en el desconcierto
de nuestros días. Mantenida sin solución de continuidad la clave colombina, sus
corolarios pesan demasiado como para que no volvamos a ella cuando se anuncian
cambios en la marcha de la colectividad.
Cuando
el navegante pone pie en nuestras costas piensa que ha encontrado el
paraíso terrenal. No se trata de una impresión provocada por la
exuberancia del paisaje, como pudiera ser la de un turista escandinavo que hoy
visita el contorno. Es una convicción más profunda, en la cual han influido las
lecturas medievales y corrientes respetables entonces en torno a la existencia
del edén bíblico en un rincón desconocido del universo. Impresionado por textos
reverenciados entonces, llega a creer que topó con el lugar que Dios dispuso
para habitación de Adán en los tiempos del Génesis.
Un
lugar que, en atención a la trascendencia del designio celestial, debió
caracterizarse por la plena excelencia: profusión de virtudes, ausencia de
defectos, adecuada disposición de las piezas que forman el panorama,
permanencia de un bondadoso e inalterable clima, existencia exclusiva de frutos
y animales amables que están al alcance de la mano… Lo necesario para que
encontrase asiento cómodo la criatura que Dios había creado a su imagen y
semejanza.
Colón
había llegado a otro lugar, desde luego, pero se atreve a referir en sus
papeles el hallazgo fantástico y a comunicarlo a los reyes católicos. Así les
escribe: «Grandes indicios son estos del Paraíso Terrenal, porque el sitio es
conforme a la opinión de santos y sanos teólogos, que yo jamás leí ni oí que
tanta cantidad de agua dulce estuviera así dentro y vecina del agua salada, y a
esto se agrega el clima suavísimo, y si esto no proviene del paraíso, parece
maravilla aun mayor…»
Cuando
se dan cuenta de que no han llegado a parajes adánicos, los seguidores del
proyecto comienzan a hablar de una «tierra de gracia», es decir, de un paraje
que cuenta con la bendición del altísimo para ser el aposento de seres
angelicales que encuentran o encontrarán destinos dorados simplemente por vivir
en su seno. Por desdicha, la impresión de establecerse en la «tierra de
gracia», el sentimiento de experimentar un tránsito por un espacio pródigo en
regalos de toda especie, la seguridad sobre el aprovechamiento de unos
atributos naturales que solo pretende escamotear el demonio, como sucedió en el
Génesis, se ha transformado en una constante de la explicación de la
sociedad que hoy se llama Venezuela.
La
persistencia de esta suerte de síndrome colombino solo nos ha traído
perjuicios. La seguridad de vivir en una sociedad dotada por la naturaleza de
cualidades que la pueden parangonar con el edén y de personas de buenas
intenciones, casi angelicales, ha provocado un juico erróneo en torno a las
obras colectivas, sobre las obligaciones de gobierno, sobre el rol de los
líderes y sobre las épocas en las cuales han discurrido sus obras.
Estaría
súper satisfecho si este breve y somero escrito cuenta con muchos
destinatarios, pero lo que de veras me interesa es que lo lean los que
planifican el futuro de Venezuela junto con María Corina
Machado.
ELÍAS
PINO ITURRIETA
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