Trino Márquez 31 de
octubre de 2018
@trinomarquezc
El
triunfo de Jair Bolsonaro debería convertirse en motivo de reflexión para los demócratas del continente
y el mundo civilizado. Muchos opositores venezolanos, desesperados por la
mediocridad y sordidez del régimen, han celebrado su victoria con entusiasmo.
Ven al militar retirado como un firme aliado en la lucha contra Nicolás Maduro.
El asunto va más allá. Bolsonaro representa la derecha recalcitrante, anclada
en el pasado más remoto; en un pasado que se creía superado por los avances
civilizatorios alcanzados de forma continua por la humanidad desde el triunfo
de la Razón y la ruptura provocada por el Iluminismo en el siglo XVIII. Hasta
el entusiasta Steven Pinker, autor de un
libro imprescindible, En defensa de la Ilustración, debe de sentirse escandalizado por el tipo de
afirmaciones que convirtieron al opaco diputado brasileño en un líder de
opinión pública y en el Presidente
electo de Brasil.
Bien avanzado
el siglo XXI, el señor Bolsonaro ha defendido la dictadura que derrocó a Joao
Goulart en 1964 y que se entronizó en el poder durante casi dos décadas. Coloca
esa autocracia militar como ejemplo del orden y progreso alcanzados por ese
país durante esa etapa. Su afirmación ignora, además de la violación
sistemática de los derechos humanos, el proceso tan regresivo que se produjo en
la distribución del ingreso y en el aumento de la pobreza. Caída la dictadura,
se supo que el “Milagro Brasileño”, como se le llamó a ese período
desarrollista, había servido para crecer, pero sobre todo para enriquecer
algunos cuantos grupos que se movían en la periferia del poder militar y a los
propios uniformados. Bolsonaro ha sostenido que el error de los dictadores fue
no haber matado a los opositores. No bastaba con torturarlos. Ha señalado en
reiteradas oportunidades su desprecio por los homosexuales. Ha manifestado sus
inclinaciones racistas, misóginas, chauvinistas y machistas. Desprecia todo lo
que significa apertura, inclusión, tolerancia, empatía, componentes
fundamentales de la política en el sentido más digno del concepto.
¿Por
qué este militar retirado, paracaidista del ejército para más señas, devenido
el caudillo civil, tuvo un éxito tan arrollador en las pasadas elecciones
brasileñas? La respuesta hay que buscarla por el lado del comportamiento de la
clase política tradicional, el hastío de la gente ante la corrupción y su
desencanto por el estallido de la burbuja en la que se movió la economía
durante varios años. Bolsonaro no es un advenedizo, ni un forastero de la
política. Ha sido diputado desde 1991. Ha militado en nueve organizaciones
diferentes, incluido el partido
ecologista. En los recientes comicios fue apoyado por el Partido Social Liberal
(PSL), una pequeña agrupación, insignificante hasta el triunfo del nuevo líder.
El
malestar por la corrupción podría ser la causa fundamental de la decepción de
los brasileños frente a los políticos convencionales. Petrobras se transformó
en el símbolo de la podredumbre promovida por la cúpula del Partido de los
Trabajadores (PT) de Lula y Dilma Rousseff. El castigo contra la presidente
defenestrada fue despiadado. Recibió una paliza como candidata a senadora por
el estado de Minas Gerais. El deterioro económico, asociado con la corrupción,
representa la otra fuente de desagrado. A los brasileños se les creó la ilusión
de que el crecimiento económico y la equitativa distribución del ingreso y los
beneficios, aumentarían en las próximas décadas. No ha sido así. Brasil ya no
es la promesa que fue en el pasado reciente. Los ciudadanos lo saben y lo
padecen.
Para
los demócratas, de centro izquierda y de centro derecha, lo ocurrido en Brasil
tiene que convertirse en una fuente de enseñanzas. Si no aprenden las lecciones
y corrigen los defectos, aparecerán más
personajes como Hugo Chávez y Donald Trump; o, más allá, como Erdogan, el más
reciente amo de Turquía. Se trata de líderes que se valen de las elecciones
para alcanzar la cúspide del poder, desquiciar el sistema republicano, basado
en los contrapesos institucionales, y crear un nuevo orden donde ellos son el
centro.
Jair
Bolsonaro resulta una incógnita en ese momento. Aún no se sabe cuál será su
desempeño como Presidente. Si nos atenemos a los antecedentes y a sus discursos
previos, existen suficientes motivos para preocuparse. Las instituciones
brasileñas han demostrado una fortaleza rocosa frente a los caudillos. Lula se
encuentra preso. A Dilma la sacaron de la presidencia. Pero, ya sabemos lo que
pasó en Venezuela, cuya democracia se veía tan
robusta.
Brasil
sigue siendo la nación más importante de la región. Su peso es gigantesco. El
lugar común dice que hacia donde se incline Brasil, se inclinará América
Latina. Es verdad. Las dimensiones de su economía y de su población le
confieren esta primacía. En el plano político también se cumple el principio.
Una autocracia cívico-militar en ese inmenso país sería trágico para el
continente. Esperemos que Bolsonaro cumpla con la promesa expresada en el
discurso cuando se declaró ganador de las elecciones. Allí dijo: respetaré la
Constitución. Esperemos que sea cierto.
Trino
Márquez
@trinomarquezc
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