Francisco Fernández-Carvajal 01 de noviembre de 2018
— El
Purgatorio, lugar de purificación y antesala del Cielo.
—
Podemos ayudar mucho y de muchas maneras a las almas del Purgatorio. Los
sufragios.
—
Nuestra propia purificación en esta vida. Desear ir al Cielo sin pasar por el
Purgatorio.
I. En
este mes de noviembre la Iglesia nos invita con más insistencia a rezar y a
ofrecer sufragios por los fieles difuntos del Purgatorio. Con estos hermanos
nuestros, que «también han sido partícipes de la fragilidad propia de todo ser
humano, sentimos el deber que es a la vez una necesidad del corazón de
ofrecerles la ayuda afectuosa de nuestra oración, a fin de que cualquier
eventual residuo de debilidad humana, que todavía pudiera retrasar su encuentro
feliz con Dios, sea definitivamente borrado»1.
En el
Cielo no puede entrar nada manchado, ni quien obre abominación y
mentira, sino solo los escritos en el libro de la vida2.
El alma afeada por faltas y pecados veniales no puede entrar en la morada de
Dios: para llegar a la eterna bienaventuranza es preciso estar limpio de toda
culpa. El Cielo no tiene puertas escribe Santa Catalina de Génova, y cualquiera
que desee entrar puede hacerlo, porque Dios es todo misericordia y permanece
con los brazos abiertos para admitirlos en su gloria. Pero tan puro es el ser
de Dios que si un alma advierte en sí el menor rastro de imperfección, y al
mismo tiempo ve que el Purgatorio ha sido ordenado para borrar tales manchas,
se introduce en él y considera una gran merced que se le permita limpiarlas de
esta forma. El mayor sufrimiento de esas almas es el de haber pecado contra la
bondad divina y el no haber purificado el alma en esta vida3.
El Purgatorio no es un infierno menor, sino la antesala del Cielo, donde el
alma se limpia y esclarece.
Y si
no se ha expiado en la tierra, es mucho lo que el alma ha de limpiar allí:
pecados veniales, que tanto retrasan la unión con Dios; faltas de amor y de
delicadeza con el Señor; también la inclinación al pecado, adquirida en la
primera caída y aumentada por nuestros pecados personales... Además, todos los
pecados y faltas ya perdonados en la Confesión dejan en el alma una deuda
insatisfecha, un equilibrio roto, que exige ser reparado en esta vida o en la
otra. Y es posible que las disposiciones de los pecados ya perdonados sigan
enraizadas en el alma a la hora de la muerte, si no fueron eliminadas por una
purificación constante y generosa en esta vida. Al morir, el alma las percibe
con absoluta claridad, y tendrá, por el deseo de estar con Dios, un anhelo
inmenso de librarse de estas malas disposiciones. El Purgatorio se presenta en
ese instante como la oportunidad única para conseguirlo.
En
este lugar de purificación, el alma experimenta un dolor y sufrimiento
intensísimos: un fuego «más doloroso que cualquier cosa que un hombre pueda
padecer en esta vida»4.
Pero también existe mucha alegría, porque sabe que, en definitiva, ha ganado la
batalla y le espera, más o menos pronto, el encuentro con Dios.
El
alma que ha de ir al Purgatorio es semejante a un aventurero al borde del
desierto. El sol quema, el calor es sofocante, dispone de poca agua; divisa a
lo lejos, más allá del gran desierto que se interpone, la montaña en que se
encuentra su tesoro, la montaña en la que soplan brisas frescas y en la que
podrá descansar eternamente. Y se pone en marcha, dispuesto a recorrer a pie
aquella larga distancia, en la que el calor asfixiante le hace caer una y otra
vez.
La
diferencia entre ambos está en que aquella, a diferencia del aventurero, sabe
con toda seguridad que llegará a la montaña que le espera en la lejanía: por
sofocantes que sean, el sol y la arena no podrán separarla de Dios5.
Nosotros
aquí en la tierra podemos ayudar mucho a estas almas a pasar más deprisa ese
largo desierto que las separa de Dios. Y también, mediante la expiación de
nuestras faltas y pecados, haremos más corto nuestro paso por aquel lugar de
purificación. Si, con la ayuda de la gracia, somos generosos en la práctica de
la penitencia, en el ofrecimiento del dolor y en el amor al sacramento del
Perdón, podemos ir directamente al Cielo. Eso hicieron los santos. Y ellos nos
invitan a imitarlos.
II.
Podemos ayudar mucho y de distintas maneras a las almas que se preparan para
entrar en el Cielo y permanecen aún en el Purgatorio, en medio de indecibles
penas y sufrimientos. Sabemos que «la unión de los viadores con los hermanos
que durmieron en la paz de Cristo de ninguna manera se interrumpe, antes
bien..., se robustece con la comunicación de bienes espirituales»6.
¡Estemos ahora más unidos a los que nos han precedido!
La Segunda
lectura de la Misa nos recuerda que Judas Macabeo, habiendo hecho una
colecta, envió mil dracmas de plata a Jerusalén, para que se ofreciese un
sacrificio por los pecados de los que habían muerto en la batalla, porque
consideraba que a los que han muerto después de una vida piadosa les estaba
reservada una gracia grande. Y añade el autor sagrado: es, pues,
muy santo y saludable rogar por los difuntos, para que se vean libres de sus
pecados7. Desde siempre la Iglesia ofreció sufragios y oraciones por
los fieles difuntos. San Isidoro de Sevilla afirmaba ya en su tiempo que
ofrecer sacrificios y oraciones por el descanso de los difuntos era una
costumbre observada en toda la Iglesia. Por eso asegura el Santo, se piensa que
se trata de una costumbre enseñada por los mismos Apóstoles8.
La
Santa Misa, que tiene un valor infinito, es lo más importante que tenemos para
ofrecer por las almas del Purgatorio9.
También podemos ofrecer por ellas las indulgencias que ganamos en la tierra10;
nuestras oraciones, de modo especial el Santo Rosario; el trabajo, el dolor,
las contrariedades, etc. Estos sufragios son la mejor manera de manifestar
nuestro amor a los que nos han precedido y esperan su encuentro con Dios; de
modo particular hemos de orar por nuestros parientes y amigos. Nuestros padres
ocuparán siempre un lugar de honor en estas oraciones. Ellos también nos ayudan
mucho en ese intercambio de bienes espirituales de la Comunión de los Santos.
«Las ánimas benditas del purgatorio. Por caridad, por justicia, y por un
egoísmo disculpable ¡pueden tanto delante de Dios! tenlas muy en cuenta en tus
sacrificios y en tu oración.
»Ojalá,
cuando las nombres, puedas decir: “Mis buenas amigas las almas del
purgatorio...”»11.
III.
Esforcémonos por hacer penitencia en esta vida, nos anima Santa Teresa: «¡Qué
dulce será la muerte de quien de todos sus pecados la tiene hecha, y no ha de
ir al Purgatorio!»12.
Las
almas del Purgatorio, mientras se purifican, no adquieren mérito alguno. Su
tarea es mucho más áspera, más difícil y dolorosa que cualquier otra que exista
en la tierra: están sufriendo todos los horrores del hombre que muere en el
desierto... y, sin embargo, esto no las hace crecer en caridad, como hubiera
sucedido en la tierra aceptando el dolor por amor a Dios. Pero en el Purgatorio
no hay rebeldía: aunque tuvieran que permanecer en él hasta el final de los
tiempos se quedarían de buen grado, tal es su deseo de purificación.
Nosotros,
además de aliviarlas y de acortarles el tiempo de su purificación, sí que
podemos merecer y, por tanto, purificar con más prontitud y eficacia nuestras
propias tendencias desordenadas.
El
dolor, la enfermedad, el sufrimiento, son una gracia extraordinaria del Señor
para reparar nuestras faltas y pecados. Nuestro paso por la tierra, mientras
esperamos contemplar a Dios, debería ser un tiempo de purificación. Con la
penitencia el alma se rejuvenece y se dispone para la Vida. «No lo olvidéis
nunca: después de la muerte, os recibirá el Amor. Y en el amor de Dios
encontraréis, además, todos los amores limpios que habéis tenido en la tierra.
El Señor ha dispuesto que pasemos esta breve jornada de nuestra existencia
trabajando y, como su Unigénito, haciendo el bien (Hech 10,
38). Entretanto, hemos de estar alerta, a la escucha de aquellas llamadas que
San Ignacio de Antioquía notaba en su alma, al acercarse la hora del
martirio: ven al Padre (S. Ignacio de Antioquía, Epistola
ad Romanos, 7: PG 5, 694), ven hacia tu Padre, que te espera ansioso»13.
¡Qué
bueno y grande es el deseo de llegar al Cielo sin pasar por el Purgatorio! Pero
ha de ser un deseo eficaz que nos lleve a purificar nuestra vida, con la ayuda
de la gracia. Nuestra Madre, que es Refugio de los pecadores nuestro
refugio, nos obtendrá las gracias necesarias si de verdad nos determinamos a
convertir nuestra vida en un spatium verae paenitentiae, un tiempo
de reparación por tantas cosas malas e inútiles.
1 Juan
Pablo II, En el cementerio de la Almudena, Madrid
2-XI-1982. —
2 Cfr. Apoc 21,
27. —
3 Cfr. Santa
Catalina de Génova, Tratado del Purgatorio, 12. —
4 San
Agustín, Comentario a los Salmos, 37, 3. —
5 Cfr. W.
Macken, El purgatorio, en revista Palabra,
n. 244. —
6 Conc.
Vat. II, Const. Lumen gentium, 49. —
7 Misal
Romano, Lectura de la 2.ª Misa del día de los difuntos; 2 Mac 12,
43-44. —
8 Cfr. San
Isidoro de Sevilla, Sobre los oficios eclesiásticos, 1.
—
9 Cfr. Conc.
de Trento, Sesión 25. —
10 Cfr. Pablo
VI, Const. Apost. Sacrarum indulgentiarum recognitio,
1-I-1967, 5. —
11 San
Josemaría Escrivá, Camino, n. 571. —
12 Santa
Teresa, Camino de perfección, 40, 9. —
13 San
Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 221.
*Después
de la muerte no se rompen los lazos con quienes fueron nuestros compañeros de
camino. Hoy dedicamos nuestras oraciones a todos aquellos que aún están
purificándose en el Purgatorio de las huellas que dejaron en su alma los
pecados. Hoy los sacerdotes pueden celebrar tres veces la Santa Misa en
sufragio por quienes ya nos precedieron. Los fieles pueden ganar indulgencias y
aplicarlas también por los difuntos.
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