Francisco Fernández-Carvajal 04 de noviembre de 2018
— Dar
y darnos aunque no veamos fruto ni correspondencia.
— El
premio a la generosidad.
— Dar
con alegría. Poner al servicio de los demás los talentos recibidos.
I. Jesús
había sido invitado a comer por uno de los fariseos importantes del lugar1 y,
una vez más, utiliza la imagen del banquete para transmitirnos una enseñanza
importante sobre aquello que hemos de hacer por los demás y el modo de llevarlo
a cabo. Dirigiéndose al que le había invitado, dijo el Señor: Cuando
des una comida o una cena, no llames a tus amigos, ni a tus hermanos, ni a tus
parientes, ni a vecinos ricos, no sea que también ellos te devuelvan la
invitación y te sirva de recompensa. Por el contrario, indica Jesús
enseguida a quiénes se ha de invitar: a los pobres, a los tullidos y cojos, a
los ciegos... Y da la razón de esta elección: serás bienaventurado,
porque no tienen para corresponderte; se te recompensará en la resurrección de
los justos2.
Los
amigos, los parientes, los vecinos ricos se verán obligados por nuestra
invitación a corresponder con otra, al menos de la misma categoría o mejor aún.
Lo invertido en la cena ha dado ya su fruto inmediato. Esto puede ser una obra
humana recta, incluso muy buena si hay rectitud de intención y los fines son
nobles (amistad, apostolado, aunar lazos familiares...), pero, en sí misma,
poco se diferencia de lo que pueden hacer los paganos. Es manera humana de
obrar: Si amáis a los que os aman, ¿qué mérito tendréis?, pues también
los pecadores aman a quienes los aman. Y si hacéis el bien a quienes os hacen
el bien, ¿qué mérito tendréis?, pues también los pecadores hacen lo mismo...3,
dirá el Señor en otra ocasión. La caridad del cristiano va más lejos, pues
incluye y sobrepasa a la vez el plano de lo natural, de lo meramente humano: da
por amor al Señor, y sin esperar nada a cambio. Los pobres, los mutilados...
nada pueden devolver pues nada tienen. Entonces es fácil ver a Cristo en los
demás. La imagen del banquete no se reduce exclusivamente a los bienes
materiales; es imagen de todo lo que el hombre puede ofrecer a otros: aprecio,
alegría, optimismo, compañía, atención...
Se
cuenta en la vida de San Martín que estando el Santo en sueños le pareció ver a
Cristo vestido con la mitad de la capa de oficial romano que poco tiempo antes
había dado a un pobre. Miró atentamente al Señor y reconoció su ropa. Al mismo
tiempo oyó que Jesús, con voz que nunca olvidaría, decía a los ángeles que le
acompañaban: «Martín, que solo es catecúmeno, me ha cubierto con este vestido».
Y enseguida, el Santo recordó otras palabras de Jesús: Cuantas veces
hicisteis eso a uno de mis hermanos más pequeños, a Mí me lo hicisteis4.
Esta visión llenó de aliento y de paz a Martín, y recibió enseguida el Bautismo5.
No
debemos hacer el bien esperando en esta vida una recompensa, ni un fruto
inmediato. Aquí debemos ser generosos (en el apostolado, en la limosna, en
obras de misericordia...) sin esperar recibir nada por ello. La caridad no
busca nada, la caridad no es ambiciosa6.
Dar, sembrar, darnos aunque no veamos fruto, ni correspondencia, ni
agradecimiento, ni beneficio personal aparente alguno. El Señor nos enseña en
esta parábola a dar liberalmente, sin calcular retribución alguna. Ya la
tendremos con abundancia.
II. Nada
se pierde de lo que llevamos a cabo en beneficio de los demás. El dar ensancha
el corazón y lo hace joven, y aumenta su capacidad de amar. El egoísmo
empequeñece, limita el propio horizonte y lo hace pobre y corto. Por el
contrario, cuanto más damos, más se enriquece el alma. A veces no veremos los
frutos, ni cosecharemos agradecimiento humano alguno; nos bastará saber que el mismo
Cristo es el objeto de nuestra generosidad. Nada se pierde. «Vosotros –comenta
San Agustín– no veis ahora la importancia del bien que hacéis; tampoco el
labriego, al sembrar, tiene delante las mieses; pero confía en la tierra. ¿Por
qué no confías tú en Dios? Llegará un día que será el de nuestra cosecha.
Imagínate que nos hallamos ahora en las faenas de labranza; mas labramos para
recoger después según aquello de la Escritura: Iban andando y lloraban,
arrojando sus simientes; cuando vuelvan, volverán con regocijo, trayendo sus
gavillas (Sal 125)»7.
La caridad no se desanima si no ve resultados inmediatos; sabe esperar,
es paciente.
La
generosidad abre cauce a la necesidad vital del hombre de dar. El corazón que
no sabe aportar un bien a los que le rodean, a la sociedad misma, se
incapacita, envejece y muere. Cuando damos se alegra el corazón, y estamos en
condiciones de comprender mejor al Señor, que dio su vida en rescate por todos8.
Cuando San Pablo agradece a los filipenses la ayuda que le han prestado, les
enseña que está contento no tanto por el beneficio que él ha recibido sino,
sobre todo, por el fruto que las limosnas les reportará a ellos mismos: para
que aumenten los intereses en vuestra cuenta9,
les dice. Por eso San León Magno recomienda «que quien distribuye limosnas lo
haga con despreocupación y alegría, ya que, cuanto menos se reserve para sí,
mayor será la ganancia que obtendrá»10.
San
Pablo también alentaba a los primeros cristianos a vivir la generosidad con
gozo, pues Dios ama al que da con alegría11.
A nadie –mucho menos al Señor– pueden serle gratos un servicio o una limosna
hechos de mala gana o con tristeza: «Si das el pan triste –comenta San Agustín–
el pan y el premio perdiste»12.
En cambio, el Señor se entusiasma ante la entrega de quien da y se da por amor,
con espontaneidad, sin cálculos...
III. Es
mucho lo que podemos dar a otros y cooperar en obras de asistencia a los
necesitados de lo más imprescindible, de formación, de cultura... Podemos dar
bienes económicos –aunque sean pocos si es poco de lo que disponemos–, tiempo,
compañía, cordialidad... Se trata de poner al servicio de los demás los
talentos que hemos recibido del Señor. «He aquí una tarea urgente: remover la
conciencia de creyentes y no creyentes –hacer una leva de hombres de buena
voluntad–, con el fin de que cooperen y faciliten los instrumentos materiales
necesarios para trabajar con las almas»13.
El
Evangelio de la Misa nos enseña que la mejor recompensa de la generosidad en la
tierra es haber dado. Ahí termina todo. Nada debemos recordar luego a los
demás; nada debe ser exigido. De ordinario, es mejor que los padres no
recuerden a los hijos lo mucho que hicieron por ellos; ni la mujer al marido
las mil ayudas que en momentos difíciles supo prestarle, los desvelos, la
paciencia...; ni el marido a la mujer su trabajo intenso para sacar la casa
adelante... Queda todo mejor en la presencia de Dios y anotado en la historia
personal de cada uno. Es preferible, y más grato al Señor, no pasar factura por
aquello que hicimos con alegría, sin ánimo alguno de ser recompensados, con
generosidad plena. Incluso, aceptar que las buenas acciones que pretendemos
llevar a cabo sean alguna vez mal interpretadas. «Vi rubor en el rostro de
aquel hombre sencillo, y casi lágrimas en sus ojos: prestaba generosamente su
colaboración en buenas obras, con el dinero honrado que él mismo ganaba, y supo
que “los buenos” motejaban de bastardas sus acciones.
»Con
ingenuidad de neófito en estas peleas de Dios, musitaba: “¡ven que me
sacrifico... y aún me sacrifican!”
»—Le
hablé despacio: besó mi Crucifijo, y su natural indignación se trocó en paz y
gozo»14.
Nos
dice el Señor que debemos comprender a los demás, aunque ellos no nos
comprendan (quizá no puedan en ese momento, como los menesterosos invitados al
banquete, que no podían responder con otra invitación). Y querer a las gentes,
aunque nos ignoren, y prestar muchos pequeños servicios, aunque en
circunstancias similares nos los nieguen. Y hacer la vida amable a quienes nos
rodean, aunque alguna vez nos parezca que no somos correspondidos... Y todo con
corazón grande, sin llevar una contabilidad de cada favor prestado. Cuando se
oyen los lamentos y quejas de algunos que pasaron por la vida –dicen– dando y
entregándose sin recibir luego las mismas atenciones, se puede sospechar que
algo esencial faltó en esa entrega, quizá la rectitud de intención. Porque el
dar no puede causar quebranto ni fatiga, sino íntimo gozo y notar que el
corazón se hace más grande y que Dios está contento con lo que hemos hecho.
«Cuanto más generoso seas, por Dios, serás más feliz»15.
Nuestra
Madre Santa María, que con su fiat entregó su ser y su vida al
Señor y a nosotros sus hijos, nos ayudará a no reservarnos nada, y a ser
generosos en las mil pequeñas oportunidades que se nos presentan cada día.
1 Cfr. Lc 14,
1. —
2 Lc 14,
12-14. —
3 Lc 6,
32. —
4 Mt 25,
40. —
5 Cfr. P.
Croiset, Año cristiano, Madrid 1846, vol IV, pp. 82-83.
—
6 1
Cor 13, 5. —
7 San
Agustín, Sermón 102, 5. —
8 Cfr. Mt 20,
28. —
9 Flp 4,
17. —
10 San
León Magno, Sermón 10 sobre la Cuaresma. —
11 2
Cor 9, 7. —
12 San
Agustín, Comentarios a los Salmos, 42, 8. —
13 San
Josemaría Escrivá, Surco, n. 24. —
14 Ibídem,
n. 28. —
15 Ibídem,
n. 18.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Para comentar usted debe colocar una dirección de correo electrónico