Américo Martín 05 de abril de 2021
Admitamos que la situación internacional, por lo que
concierne a Venezuela, Colombia y otros países que de alguna manera no guardan
relaciones saludables con el gobierno de Maduro, se ha complicado de una manera
tan peligrosa que no parece vislumbrarse alguna salida limpia, clara,
democrática y convivencial entre los factores actualmente en pugna.
Tengo más de una década advirtiendo que la
concentración de motivos críticos entre dos países hermanos, separados por una
frágil y mil veces amenazada línea fronteriza, podría dar lugar a una o varias
chispas capaces de encender praderas.
Ha corrido el tiempo y, lejos de apreciarse
acercamientos y diálogos, el ambiente se ha llenado de pólvora e intemperancia.
Pero, más grave aún, es la forma cómo está incidiendo el músculo financiero del
narcotráfico y el alocado accionar de guerrillas colombianas, paramilitares y
otros activos factores anarquizantes que, en su conjunto, pueden obrar como
detonantes.
Ha sido impresionante la involución de un éxito tan
notorio como el de la paz negociada entre el gobierno colombiano y las FARC.
Pensamos que sería un acuerdo sustentable al observar
la desmovilización y el desarme de las fuerzas, alguna vez conducidas por
Marulanda y el Secretariado de las FARC, que llegaron a adquirir la reputación
de invencibles, evidentemente falsa como lo preanunció la Operación Jaque. Fue
el primero de los grandes golpes desencadenados por el presidente Uribe y Juan
Manuel Santos, su ministro de Defensa. Las FARC se revelaron como esa gramínea
llamada bambú, muy dura por fuera y hueca por dentro.
En mi libro La violencia en Colombia (Libros
El Nacional. 2010), prologado por el exsecretario general de la OEA y
expresidente de Colombia, César Gaviria, expliqué porqué Jaque fue el principio
del fin de la lucha armada, concebida como guerra de movimientos y
captura de territorios liberados, paso previo a la repetición de victorias
similares a la de Fidel y Ortega. Me basé, además, en las declaraciones del
nuevo jefe de las FARC, Guillermo León Sáenz, alias Alfonso Cano, sucesor del
mítico Manuel Marulanda, quien emitió la orden de regresar a la formación
guerrillera. Para mí, la evidencia más clara de que, después de Jaque, la
guerra a lo Fidel y a lo Ortega se alejaba para siempre del horizonte de las
FARC. Porque la guerra de guerrillas solo sirve para molestar y huir; con
unidades militares de esa naturaleza jamás se tomará el poder.
El Che Guevara le atribuía a la guerra de guerrillas
tres garantías de eficacia: movilidad constante, sospecha constante y no
fijarse al terreno ni a la población, pero esperaba que, con el tiempo,
crecieran las unidades, sus operaciones se aproximaran a las regulares de los
ejércitos y, entre maniobras y batallas grandes, se decidiera el triunfo final.
La renuencia de Marulanda a negociar con los
presidentes colombianos se debía a que disponía de 20.000 hombres. Con ese
dispositivo, esa estrategia y la reputación de invicto en los combates con el
ejército, era perfectamente lógico que su gran objetivo militar fuese la toma
del poder, conforme a los ejemplos de Cuba y Nicaragua. Al volver a la
formación guerrillera se renunció a retener territorios liberados e integrarse
orgánicamente a la población, porque ya no podrían sostener la esperanza de
derrotar al ejército.
Para mí, Alfonso Cano estaba renunciando a continuar
la guerra y se acercaban las negociaciones de paz, incluyendo el desarme y la
desmovilización de las FARC.
Uribe y Santos aceptaron las negociaciones y se logró
ponerle fin a la guerra, declarada por las FARC en 1962.
Pronto, un sector desprendido de las FARC se alió con
el ELN y retomó la lucha armada, quizás aprovechando las ventajas financieras
del narcotráfico y el intenso activismo de los paramilitares.
Lo grotesco, y a la vez peligroso, de semejante
retrogradación ha sido la utilización a fondo, como escenario, de muchos
poblados de Venezuela. Ya no hay propiamente utopía ideológica ni causa
revolucionaria en juego, sino la desnuda toma del poder, la riqueza y las
alianzas cada vez más audaces.
Menudean también acusaciones alusivas a Cuba y
Venezuela, lo que ha hecho sonar alarmas con motivo de los enfrentamientos del
Ejército venezolano con una de las varias disidencias de las FARC y la
exacerbación de las muy tensas relaciones entre los mandatarios de los palacios
de Nariño y de Miraflores. Esa creciente tensión se desenvuelve en el marco de
los muchos países que reconocen el interinato de Guaidó y desconocen la
legalidad de la presidencia de Maduro. En medio de la atmósfera de pólvora y
violencia latente, las operaciones de las FARC y de los uniformados venezolanos
no han dado lugar a la esperanza de un retorno a la paz y a negociaciones
constructivas.
¿Qué sentido tiene, entonces, el lenguaje hostil de
autoridades oficialistas y la absurda reticencia a liberar presos políticos,
respetar los medios y las ONG?
Hasta los presidentes más célebres en las históricas
represiones del pasado liberaron presos políticos. Cipriano Castro y Juan
Vicente Gómez dictaron amplias amnistías. Por no mencionar a cultores de la
Constitución o dictadores a lo Guzmán Blanco, todos los cuales exhibieron
momentos de flexibilidad liberal y tolerancia política.
¿En razón de qué Miraflores no entiende hoy las causas
humanas, políticas y hasta el perdón y la clemencia para asegurarse, por lo
menos, algún buen recuerdo de su tránsito por el poder?
Américo
Martín
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