Francisco Fernández-Carvajal 07 de agosto de 2022
@hablarcondios
— Para ser buenos cristianos hemos de ser
ciudadanos ejemplares.
— Los primeros cristianos, ejemplo para
nuestra vida en medio del mundo.
— Estar presentes allí donde se decide la
vida de la sociedad.
I.
Acababan de llegar de nuevo a Cafarnaún –leemos en el Evangelio de la Misa1–,
y los recaudadores del tributo del Templo se acercaron a Pedro para
preguntarle: ¿No va a pagar vuestro Maestro la didracma? La
contribución anual de dos dracmas para el sostenimiento del culto era
obligatoria para todo judío que hubiera cumplido los veinte años, aunque
viviera fuera de Palestina. La respuesta afirmativa de Pedro a los recaudadores
sin contar con Jesús nos muestra que, efectivamente, el Señor acostumbraba a
pagar el impuesto. La escena debe ocurrir fuera de la casa y en ausencia del
Maestro, y, al entrar, Jesús, que se encontraba dentro, se anticipó con esta
pregunta: ¿Qué te parece, Simón? ¿De quién reciben tributo o censo los
reyes de la tierra, de sus hijos o de los extraños?
Bajo las monarquías antiguas, el tributo del censo era considerado como una contribución especial en beneficio de la familia real. De aquí la pregunta de Jesús a Pedro: los reyes de la tierra, ¿de quiénes cobran tributos o censos? La respuesta era bien fácil: de los súbditos, de los extraños, había respondido Pedro. Luego los hijos -concluye el Señor- están libres. Ante este tributo del Templo, Jesús se encuentra en el mismo caso que los hijos del rey respecto al censo debido al soberano. Y al declararse exento, enseña que es el propio Hijo de Dios y que habita en la casa del Padre2, en casa propia. Es el Hijo del Rey, y no está obligado a pagar tributo.
Pero
el Señor quiso cumplir con toda exactitud sus deberes de ciudadano, como los
demás, aunque mostró su condición divina en la forma de obtener la suma que se
le pedía. Este pasaje del Evangelio, que solo ha recogido San Mateo, nos
muestra también la pobreza de Jesús, que no posee ni dos dracmas, una cantidad
pequeña; también, la distinción que el Señor hace con Pedro al pagar por los
dos: para no escandalizarlos -dice Jesús a Simón-, ve
al mar, echa el anzuelo y el primer pez que pique sujétalo, ábrele la boca y
encontrarás un estater; tómalo y dalo por Mí y por ti. El estater equivalía
a cuatro dracmas3.
Y
comenta San Ambrosio: es una gran lección, «que enseña a los cristianos la
sumisión al poder soberano, a fin de que nadie se permita desobedecer los
edictos de un rey de la tierra. Si el Hijo de Dios ha pagado el tributo, ¿crees
que tú eres mayor para dejar de pagarlo? Aun Él, que nada poseía, ha pagado el
tributo; y tú, que buscas los bienes de este mundo, ¿por qué no reconoces las
cargas del mismo?, ¿por qué te consideras por encima del mundo...?»4.
De
este y de otros pasajes del Evangelio podemos aprender que, si queremos imitar
al Maestro, hemos de ser buenos ciudadanos que cumplen sus deberes en el
trabajo, en la familia, en la sociedad: pago de impuestos justos, voto en
conciencia, participación en las tareas públicas... «Ama y respeta las normas
de una convivencia honrada, y no dudes de que tu sumisión leal al deber será,
también, vehículo para que otros descubran la honradez cristiana, fruto del
amor divino, y encuentren a Dios»5.
II.
Después de la venida del Espíritu Santo en Pentecostés, los Apóstoles tuvieron
más clara conciencia de ser enviados por el Señor para estar presentes en la
entraña misma de la sociedad. Como el Maestro, no eran del mundo6,
y el mundo en muchas ocasiones les rechazaría y no tendría con ellos la sonrisa
de benevolencia que se reserva para lo que es propio. Sin ser del mundo, sin
ser mundanos, los primeros cristianos rechazaron costumbres y modos de conducta
incompatibles con la fe que habían recibido, pero jamás se sintieron extraños a
la sociedad a la que por derecho propio pertenecían. Los Apóstoles recordarían
en su predicación con particular firmeza aquellas parábolas que les vinculaban
al propio corazón de la sociedad humana, porque solo allí podían alcanzar su
pleno cumplimiento: la sal, que tiene que sazonar y preservar de la corrupción
la vida de los hombres; la levadura, que se mezcla y se confunde con la harina
para fermentar toda la masa; la luz, que ha de brillar ante las gentes, para
que convencidos por las obras glorifiquen al Padre que está en los cielos.
Los
primeros cristianos no buscaron el aislamiento, ni colocaron barreras
defensivas que garantizaran su subsistencia en momentos en que la incomprensión
arreciaba. Su actitud en las mismas épocas de persecución no fue ni agresiva ni
medrosa, sino de serena presencia; la levadura opera confundida entre la
masa. La presencia cristiana en el mundo fue radicalmente afirmativa,
y toda la injusticia de los perseguidos se reveló incapaz de turbar la actitud
serena y constructiva de los cristianos, que se mostraron siempre como
ciudadanos ejemplares. La violencia de las persecuciones no hizo de ellos
personas inadaptadas o antisociales, ni logró deshacer su solidaridad esencial
con el resto de los hombres, sus iguales. «Se nos echa en cara que nos
separamos de la masa popular del Estado» –arguye Tertuliano–, y eso es falso,
porque el cristiano se sabe embarcado en la misma nave que los demás ciudadanos
y participa con ellos de un común destino terreno, «porque si el Imperio es
sacudido con violencia, el mal alcanza también a los súbditos y en consecuencia
a nosotros»7. Calumniado e incomprendido a veces, el cristiano se mantuvo
fiel a su vocación divina y a su vocación humana, ocupando en el mundo el lugar
que le correspondía, ejerciendo sus derechos y cumpliendo acabadamente sus
deberes8.
Los
primeros cristianos no solo fueron buenos cristianos, sino ciudadanos
ejemplares, pues estos deberes eran para ellos obligaciones de una conciencia
rectamente formada, a través de las cuales se santificaban. Obedecían a las
leyes civiles justas no solo por temor al castigo, sino también a causa
de la conciencia9,
escribía San Pablo a los primeros cristianos de Roma. Y añade: por esta
razón -en conciencia- les pagáis también los tributos10.
«Como hemos aprendido de Él (de Cristo) –escribe San Justino Mártir a mediados
del siglo ii–, nosotros procuramos pagar los tributos y contribuciones,
íntegros y con rapidez, a vuestros encargados (...). De aquí que adoramos solo
a Dios, pero os obedecemos gustosamente a vosotros en todo lo demás,
reconociendo abiertamente que sois los reyes y los gobernadores de los hombres,
y pidiendo en la oración que, junto con el poder imperial, tengáis también un
arte de gobernar lleno de sabiduría»11.
Nosotros
podemos preguntarnos hoy en la oración si se nos conoce por ser buenos
ciudadanos que cumplen puntualmente sus deberes, si somos buenos vecinos,
buenos compañeros de trabajo...
III. La
Iglesia ha exhortado siempre a los cristianos, «ciudadanos de la ciudad
temporal y de la ciudad eterna, a cumplir con fidelidad sus deberes temporales,
guiados siempre por el espíritu evangélico»12.
Los demás han de ver en nosotros esa luz de Cristo reflejada en un trabajo
honesto, en el que se cumplen con fidelidad las obligaciones de justicia con la
empresa, con quienes trabajan a nuestro cargo, con la sociedad en el pago de
los impuestos que sean justos; el estudiante, formándose a conciencia en su
futura profesión; el profesor, preparando cada día sus clases, mejorando su
explicación año tras año, sin caer en la rutina y en la mediocridad; la madre
de familia, cuidando del hogar, de los hijos, del marido, pagando lo justo a
quien le ayuda en las tareas de la casa...
No
pueden ser buenos cristianos quienes no son buenos ciudadanos; se equivocan
quienes «bajo pretexto de que no tenemos aquí ciudad permanente, pues buscamos
la futura (cfr. Heb 13, 14), consideran que pueden descuidar
las tareas temporales, sin darse cuenta de que la propia fe es un motivo que
les obliga al más perfecto cumplimiento de todas ellas, según la vocación
personal de cada uno»13.
El
cristiano no puede quedar contento si solo cumple sus deberes familiares y
religiosos; ha de estar presente, según sus posibilidades, allí donde se decide
la vida del barrio, del pueblo o de la ciudad; su vida tiene una dimensión
social y aun política que nace de la fe y afecta al ejercicio de las virtudes,
a la esencia de la vida cristiana. «Desde esta perspectiva adquiere toda su
nobleza y dignidad la dimensión social y política de la caridad. Se trata del
amor eficaz a las personas, que se actualiza en la prosecución del bien común
de la sociedad»14. Como cristianos que se han de santificar en medio del mundo,
hemos de tener siempre muy en cuenta «la nobleza y dignidad moral del
compromiso social y político y las grandes posibilidades que ofrece para crecer
en la fe y en la caridad, en la esperanza y en la fortaleza, en el
desprendimiento y en la generosidad». Y «cuando el compromiso social y político
es vivido con verdadero espíritu cristiano, se convierte en una dura escuela de
perfección y en un exigente ejercicio de las virtudes»15.
Si
somos ciudadanos que cumplen ejemplarmente sus deberes todos, podremos iluminar
para muchos el camino que lleva a seguir a Cristo. En nuestros días, «una masa
nueva y sin informar ha surgido en las viejas tierras cristianas, mientras el
mundo, en toda su anchura, es el campo de una acción apostólica que ha de
alcanzar a todos los hombres y en la cual estamos comprometidos todos los
cristianos. Hoy la Iglesia y cada uno de sus hijos se hallan de nuevo en estado
de misión, y a la levadura se le pide que ponga en acto la plenitud de su
fuerza renovadora»16;
esto es posible cuando nos sentimos, ¡porque lo somos!, ciudadanos de pleno
derecho que cumplen sus deberes y ejercitan sus derechos, y no se esconden ante
las obligaciones y vicisitudes de la vida pública.
1 Mt 17,
21-26. —
2 Cfr. Jn 16,
15. —
3 Cfr. F.
Spadafora, Diccionario bíblico, E. L. E., Barcelona 1968,
p. 160. —
4 San
Ambrosio, Comentario al Evangelio de San Lucas, IV, 73.
—
5 San
Josemaría Escrivá, Surco, n. 322. —
6 Cfr. Jn 17,
16. —
7 Tertuliano, Apologeticum,
28. —
8 Cfr. D.
Ramos, El testimonio de los primeros cristianos, Rialp,
Madrid 1969, p. 170 ss. —
9 Rom 13,
5. —
10 Rom 13,
6. —
11 San
Justino, Apología, 1, 17. —
12 Conc.
Vat. II, Const. Gaudium et spes, 42. —
13 Ibídem.
—
14 Conferencia
Episcopal Española, Instr. Past. Los católicos en la vida
pública, 22-1V-1986, 60 y 63. —
15 Ibídem.
—
16 J.
Orlandis, La vocación cristiana del hombre de hoy, Rialp,
3ª ed., Madrid 1973, pp. 74-75.
Tomado
de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiaria/1/
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