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domingo, 7 de agosto de 2022

Ozono: cuando un átomo de oxígeno es un problema


El ozono es bueno mientras se mantenga lejos de la vida humana y de su entorno. Allá arriba, a 32 000 metros de altura, se regenera a una tasa de cuatrocientos millones de toneladas métricas diariamente, sin molestar a nadie. Sin embargo, en nuestras ciudades se ha convertido en el principal contaminante que respiramos.

Para los antiguos griegos, el ozono no era un compuesto químico o un gas contaminante. De hecho, la palabra “ozono” viene del griego ózein, que significa “tener olor”, una asociación tan vieja que se encuentra en La Ilíada y La Odisea, en que se alude al olor casi clórico que dejan en el aire los relámpagos luego de una tormenta eléctrica una electrólisis natural. Para ellos era un fenómeno asociado a la furia del dios Zeus. Durante los más de dos milenios que sucedieron a esta observación, este químico que forma parte de la atmósfera ha sido plenamente aislado, identificado, nombrado y explicado por figuras como Christian Schönbein, Sydney Chapman, Paul Crutzen y otros tantos científicos modernos. Pero la singular molécula sigue mostrando caras nuevas. Por su potencial oxidante, puede eliminar bacterias, virus y hongos; por algo se ha usado para la desinfección de agua desde 1904. Pero al mismo tiempo se trata de un contaminante que castiga a las grandes ciudades, sobre todo en tiempo de calor.

En urbes como la Ciudad de México, la expresión “temporada de ozono” se recibe con la naturalidad de un síntoma más en una enfermedad crónica. Sus habitantes saben que de febrero a mayo tendrán que soportar además del calor y la sequedad un elemento extraño en el aire que les hace más difícil respirar. Así se ha convertido en el principal contaminante que respiramos junto con el material particulado, y ha desplazado de ese puesto al plomo de las viejas gasolinas que llenaba el paisaje durante los años ochenta y noventa.

Pero sus diversos rostros no solo se dispersan en el tiempo y entre culturas distintas, sino también según la altitud en la atmósfera. Si a menos de cuatro mil metros sobre el nivel del mar el ozono nos sofoca y empeora nuestras enfermedades respiratorias, en la estratósfera, entre los quince mil y los cincuenta mil metros de altura, actúa como un escudo que nos protege de la inclemencia del padre sol, al cubrirnos de sus rayos ultravioleta (UV). Entonces, ¿por qué cambia tanto el efecto del ozono en los seres humanos según su ubicación, si a final de cuentas es un gas natural?

Desde una perspectiva puramente química, el ozono no ha cambiado en lo absoluto. Se trata de la misma molécula compuesta por tres átomos de oxígeno (O³), apenas uno más que la molécula de oxígeno (O²). En un esquema químico clásico, el ozono no es más que tres esferas de oxígeno idénticas, unidas por barritas que representan enlaces de electricidad atómica. Fuera de la química y del átomo extra, la diferencia entre el oxígeno y el ozono (como compuestos) es que, mientras al primero lo respiramos como una condición existencial para la que evolucionamos como especie, el segundo entra a nuestro organismo irritando todo a su paso, nariz, ojos, garganta y hasta los pulmones, lo que provoca dolor de pecho y dificultad para respirar. Las frágiles mucosas de nuestro sistema respiratorio poco pueden hacer ante uno de los compuestos con mayor potencial oxidante, cinco veces más potente que el oxígeno y dos veces más que el cloro.

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