Trino Márquez 08 de septiembre de 2022
@trinomarquezc
La
izquierda radical –esa que espera cambiar de forma intempestiva el modelo
económico y social, la historia, las costumbres, las tradiciones y hasta los
gustos de los países- creyó que el triunfo del joven Gabriel Boric la
habilitada para pasar por encima de la Constitución aprobada en 1980 durante el
régimen de Augusto Pinochet.
No tuvo en cuenta que esa Carta Magna –a pesar de sus defectos, especialmente su sesgo militarista- había servido desde 1990 –cuando asume la presidencia de la República Patricio Aylwin, primer mandatario electo democráticamente después de la salida del autócrata- para facilitar el tránsito de la dictadura a la democracia. A partir de entonces se alternaron gobiernos socialdemócratas y liberales que se esforzaron, cada uno con su estilo, por superar el autoritarismo y la exclusión de la era pinochetista.
La
equivocación llevó a esa izquierda a sobreestimar su capacidad de convocatoria.
Por eso perdió de forma categórica el referendo aprobatorio. El resultado no
significó la victoria o la reivindicación de Pinochet, como afirmó Gustavo
Petro en un desafortunado comentario, sino el triunfo de la moderación
democrática del pueblo chileno.
Esta
acertada interpretación fue expuesta por Gabriel Boric en el discurso
pronunciado instantes después de conocerse los resultados oficiales de la
consulta. El presidente chileno admitió la derrota de la propuesta que él había
defendido (por cierto, con muchas y razonadas reservas cuando los artículos
fueron aprobándose en el Congreso), reconociendo que los votantes habían
acudido de forma masiva y pacífica a las urnas, que la participación había sido
la más alta en la historia del país (más de 80% de los votantes) y que se había
demostrado la fortaleza institucional. En sus palabras no se notaron rastros de
resentimiento ni deseos de revancha. Se comportó como el Presidente de todos
los chilenos, no de la parcialidad que había promovido la aprobación del proyecto.
Seguramente
un alto porcentaje de quienes rechazaron la propuesta están de acuerdo con
introducir cambios constitucionales que conviertan a Chile en una nación más
inclusiva, equitativa, democrática, igualitaria, plural y diversa, donde la
presencia de los militares sea menos decisiva.
Esa
era la intención cuando en 2020 aprobaron por amplia mayoría convocar la
Convención Constitucional. Estos logros se inscriben en las tendencias
dominantes de las democracias contemporáneas. Representan las nuevas conquistas
civilizatorias que les permiten a los países organizarse de manera más
armónica. Sin embargo, luego de la experiencia venezolana, los pueblos están
alertas frente a las visiones tremendistas que pretenden ‘refundar’ las
naciones, rompiendo de forma abrupta con el pasado.
Las
constituyentes han servido en América Latina como Caballos de Troya no tanto
para incorporar transformaciones democráticas, para introducir la reelección
indefinida, el sometimiento del Poder Judicial, la anulación del Poder
Legislativo, la militarización, la asfixia de las organizaciones de la sociedad
civil, el aniquilamiento de los partidos opositores, de los sindicatos y
federación independientes.
También,
las constituyentes han sido utilizadas por los radicales para definir ‘Estados
de bienestar’ en lo que se reconocen formalmente un amplio conjunto de derechos
sociales y laborales, que luego resulta imposible satisfacer porque las mismas
Constituciones introducen factores que desincentivan la producción y el trabajo,
limitan la propiedad privada y la economía de mercado, castigan a los
empresarios y, en general, a los emprendedores. Crean esquemas que combinan el
estatismo con el populismo dando como resultado con coctel mortal que lesiona
gravemente la generación de riqueza nacional, única fuente a partir de la cual
puede prosperar una sociedad y mejorar la calidad de vida de una nación.
El
texto constitucional elaborado por la Convención Constitucional –un documento
largo y farragoso de 178 páginas, 388 artículos, 11 capítulos y 56
disposiciones transitorias, redactado con un lenguaje pretendidamente
‘inclusivo’- fue ampliamente divulgado y discutido en Chile luego de ser
conocido el borrador definitivo en julio pasado, pero sus promotores no
lograron convencer al electorado que lo respaldara. Tesis como la
plurinacionalidad espantaron a los votantes.
Para
evitar que las brechas se abran más tornándose en insalvables, ahora les
corresponde a los dirigentes de ambos frentes dialogar y negociar para ver cómo
se introducen los cambios que la Constitución de 1980 requiere, con el fin de
que Chile supere el pinochetismo, sin regresar a una visión remozada de lo que
fue la amarga etapa en la que gobernó Salvador Allende. El acuerdo entre esos
dos bloques resulta esencial.
Al
conjunto de fuerzas ganadoras no le conviene ignorar al sector minoritario.
Este grupo, aunque más más reducido, posee una amplia capacidad de agitación y
desestabilización. Es mejor incorporarlo como fuerza de cambio para
promover las reformas graduales que la nación requiere, que tenerlos como
enemigos enconados.
Hasta
ahora Gabriel Boric ha demostrado aplomo y sensatez. Convocó a dialogar a los
triunfadores y a los derrotados. Ha sabido interpretar el descalabro sin
rencor ni odio. La clase política y todos los demás factores de la sociedad
chilena necesitan entender que se trata de una victoria de la democracia, de la
moderación y de la progresividad, no del atraso. No hay espacio para soberbia.
Ahora es el momento de promover en conjunto los cambios que permitan construir
un Chile mejor.
Trino
Márquez
@trinomarquezc
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