Francisco Fernández-Carvajal 07 de octubre de 2023
@hablarcondios
— Parábola de la viña.
— Los frutos agrios.
— Los frutos que Dios espera.
I. La
liturgia de la Misa, a través de una de las más bellas alegorías, nos habla del
amor de Dios por su pueblo y de la falta de correspondencia de este. La Primera
lectura1 recoge la llamada canción de la viña y
describe a Israel como una plantación de Dios, llena de todos los cuidados
posibles. Voy a cantar a mi amado el canto de la viña de sus amores.
Tenía mi amado una viña en un fértil collado. La cavó, la descantó y la plantó
de vides selectas. Edificó en medio de ella una torre, e hizo en ella un lagar,
esperando que le daría uvas, pero le dio agrazones. Puesta en el mejor
lugar, con los mejores cuidados, lo normal era que diera buenos frutos, pero la
viña produjo uvas agrias. Ahora, pues, vecinos de Jerusalén y varones
de Judá -continúa el Profeta-, juzgad entre mi viña y yo. ¿Qué
más podía hacer yo por mi viña que no lo hiciera? ¿Cómo esperando que diera
uvas, dio agrazones?
Palestina era un lugar rico en viñedos, y los profetas del Antiguo Testamento recurrieron con frecuencia a esta imagen, tan conocida por todos, para hablar del pueblo elegido. Israel es la viña de Dios, la obra del Señor, la alegría de su corazón2: Yo te había plantado de la cepa selecta3; Tu madre era como una vid plantada a orillas de las aguas4... El mismo Señor, como se lee en el Evangelio de la Misa5, refiriéndose al texto de Isaías, nos revela la paciencia de Dios, que manda uno tras otro en busca de frutos a sus mensajeros, los profetas del Antiguo Testamento, para terminar enviando a su Hijo amado, al mismo Jesús, al que matarían los viñadores: Y, agarrándolo, lo echaron fuera de la viña y lo mataron. Es una referencia clara a la crucifixión, que tuvo lugar fuera de los muros de Jerusalén.
La
viña es ciertamente Israel, que no correspondió a los cuidados divinos, y
también lo somos la Iglesia y cada uno de nosotros: «Cristo es la verdadera
vid, que comunica vida y fecundidad a los sarmientos, que somos nosotros, que
permanecemos en Él por medio de la Iglesia, y sin Él nada podemos hacer (Jn 15,
1-5)»6.
Meditemos
hoy junto al Señor si encuentra frutos abundantes en nuestra vida; abundantes,
porque es mucho lo que se nos ha dado. Frutos de caridad, de trabajo bien
hecho, de apostolado con amigos y familiares, jaculatorias, actos de amor a
Dios y de desagravio a lo largo del día, contradicciones bien aceptadas,
pequeños servicios a quienes comparten el mismo trabajo o el mismo hogar.
Examinemos también si, a la vez, somos origen de esas uvas agrias que son los
pecados, la tibieza, la mediocridad espiritual aceptada, las faltas de las que
no hemos pedido perdón al Señor...
II. Cierto
hombre que era propietario plantó una viña, la rodeó de una cerca y cavó en
ella un lagar... «La cercó de vallado, esto es –comenta San Ambrosio–,
la defendió con la muralla de la protección divina, para que no sufriera
fácilmente por las incursiones de las alimañas espirituales..., y cavó un lagar
donde fluyera, espiritualmente, el fruto de la uva divina»7.
Han sido muchos los cuidados divinos que hemos recibido. La cerca,
el lagar y la torre significan que Dios no ha
escatimado nada para cultivar y embellecer su viña. ¿Cómo esperando que
diera uvas produjo agrazones?
El
pecado es el fruto agrio de nuestras vidas. La experiencia de las propias
flaquezas está patente en la historia de la humanidad y en la de cada hombre.
«Nadie se ve enteramente libre de su debilidad, de su soledad y de su
servidumbre, sino que todos tienen necesidad de Cristo, modelo, maestro,
salvador y vivificador»8.
Nuestros pecados están íntimamente relacionados con esa muerte del Hijo
amado, de Jesús: Y, agarrándolo, lo echaron fuera de la viña y lo
mataron.
Para
producir los frutos de vida que Dios espera todos los días de cada uno (frutos
de la caridad, del apostolado, del trabajo bien hecho...), necesitamos, en
primer lugar, pedir al Señor y fomentar un santo aborrecimiento a todas las
faltas, incluso las veniales, que ofenden a Dios. Los descuidos en la caridad,
los juicios negativos sobre los demás, las impaciencias, los agravios
guardados, la dispersión de los sentidos internos y externos, el trabajo mal
hecho..., «hacen mucho daño al alma. —Por eso, “capite nobis vulpes parvulas,
quae demolluntur vineas”, dice el Señor en el “Cantar de los Cantares”: cazad
las pequeñas raposas que destruyen la viña»9.
Es necesario que una y otra vez nos empeñemos en rechazar todo aquello que no
es grato al Señor. El alma que aborrece el pecado venial deliberado, poco a
poco va ganando en delicadeza y en finura en el trato con el Maestro.
Las
flaquezas han de ayudarnos a fomentar los actos de reparación y de desagravio,
y la contrición sincera por esas faltas. Así como pedimos perdón por una ofensa
a una persona querida y procuramos compensarla con algún acto bueno, mucho
mayor debe ser nuestro deseo de reparación cuando el ofendido es Jesús, el
Amigo de verdad. Entonces Él nos sonríe y devuelve la paz a nuestras almas.
Convertimos así en frutos espléndidos lo que estaba perdido. «Pide al Padre, al
Hijo y al Espíritu Santo, y a tu Madre, que te hagan conocerte y llorar por ese
montón de cosas sucias que han pasado por ti, dejando –¡ay!– tanto poso... —Y a
la vez, sin querer apartarte de esa consideración, dile: dame, Jesús, un Amor
como hoguera de purificación, donde mi pobre carne, mi pobre corazón, mi pobre
alma, mi pobre cuerpo se consuman, limpiándose de todas las miserias
terrenas... Y, ya vacío todo mi yo, llénalo de Ti: que no me apegue a nada de
aquí abajo; que siempre me sostenga el Amor»10.
III. En
la Segunda lectura11 leemos
estas palabras de San Pablo a los cristianos de Filipos: Por lo demás,
hermanos, todo lo que es verdadero, noble, justo, puro, amable, laudable, todo
lo que es virtud o mérito, tenedlo en cuenta.
Las
realidades terrenas y las cosas nobles de este mundo son buenas y pueden llegar
a tener un valor divino. Pues, como escribía San lreneo, «por el Verbo de Dios,
todo está bajo la influencia de la obra redentora, y el Hijo de Dios ha sido
crucificado por todos, y ha trazado el signo de la Cruz sobre todas las cosas»12.
Son los asuntos que cada día tenemos entre manos (el trabajo, la familia, la
amistad, las preocupaciones que la vida lleva consigo, las pequeñas alegrías
diarias...) lo que hemos de convertir en frutos para Dios, pues «no se puede
decir que haya realidades –buenas, nobles, y aun indiferentes– que sean
exclusivamente profanas, una vez que el Verbo de Dios ha fijado su morada entre
los hijos de los hombres, ha tenido hambre y sed, ha trabajado con sus manos,
ha conocido la amistad y la obediencia, ha experimentado el dolor y la muerte»13.
Todo lo humano noble puede ser santificado y ofrecido a Dios.
Cada
jornada se nos presenta con incontables posibilidades de ofrecer frutos
agradables al Señor: desde el vencimiento primero de la mañana –el minuto
heroico– al levantarnos, hasta esa pequeña mortificación que supone el
llevar con buen ánimo el excesivo tráfico o un ligero malestar que nos mantiene
indispuestos. Son muchas, en este día irrepetible, las ocasiones de sonreír a
los demás, de tener una palabra amable, de disculpar un error... En el trabajo,
el Señor espera esos pequeños frutos que nacen cuando nos esforzamos en hacerlo
bien: la puntualidad, el orden, la intensidad... Para producir estos frutos
hemos de empeñarnos en mantener la presencia de Dios a lo largo del día, con
jaculatorias, actos de amor..., una mirada a una imagen de la Virgen o al
crucifijo..., acordándonos del Sagrario más cercano al lugar donde nos
encontramos... El que permanece en Mí y Yo en él, ese da mucho fruto,
porque sin Mí no podéis hacer nada... En esto es glorificado mi Padre, en que
deis mucho fruto y seáis discípulos Míos14.
Nuestra
Madre Santa María nos enseñará a vivir cada día con la urgencia de dar muchos
frutos a Dios, y a evitar decididamente que en nuestra vida se den frutos
agrios.
1 Is 5,
1-7. —
2 Cfr. Juan
Pablo II, Exhort. Apost. Christifideles laici, 30-XII-1988,
8. —
3 Jer 2,
21. —
4 Ez 19,
10. —
5 Mt 21,
33-43. —
6 Conc.
Vat. II, Const. Lumen gentium, 6. —
7 San
Ambrosio, Comentario al Evangelio de San Lucas, 20, 9.
—
8 Conc.
Vat. II, Decr. Ad gentes, 8. —
9 San
Josemaría Escrivá, Camino, n. 329. —
10 ídem, Forja,
n. 41. —
11 Flp 4,
6-9. —
12 San
Ireneo, Demostración de la predicación apostólica. —
13 San
Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 112. —
14 Jn 15,
5-8.
Tomado
de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiaria.aspx
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