Francisco Fernández-Carvajal 05 de agosto de
2019
@hablarcondios
— Fe en Cristo. Con Él, lo podemos todo; sin Él, somos
incapaces de dar un solo paso.
— Cuando la fe se empequeñece, las dificultades se
agigantan.
— Jesús siempre ayuda.
I. Inmediatamente
después del milagro de la multiplicación de los panes y de los peces, el mismo
Señor despidió a la muchedumbre y ordenó a sus discípulos que embarcaran1.
La tarde debía de estar ya muy avanzada. Jesús, después de aquel día de
trabajo, de atención a los que le buscan, siente una inmensa necesidad de orar.
Subió a un monte cercano y, entrada la noche, se quedó allí solo, en diálogo
con su Padre del Cielo.
Desde la cima, Jesús ve a los Apóstoles ya mar
adentro, cuando la barca, batida por las olas porque el viento les era
contrario, se encuentra en peligro. Jesús podía divisar la pobre
embarcación en medio del lago, pues era el plenilunio y la Pascua estaba ya
cercana. A la cuarta vigilia de la noche, hacia las tres de la
madrugada, antes de apuntar el día, vino hacia ellos caminando sobre el
mar.
Los discípulos, al ver una figura desdibujada que se
acercaba por el mar hacia donde ellos se encontraban luchando contra las olas y
el viento, tuvieron miedo: Es un fantasma, dicen. Y comenzaron a
gritar. Pero pronto Cristo se da a conocer: Tened confianza, soy yo, no
temáis. Es la actitud con que Cristo se presenta siempre en la vida del
cristiano: dando aliento y serenidad. Pedro cobra confianza y, llevado por su
amor, que le hace desear estar cuanto antes junto al Maestro, le hace una
petición inesperada: Señor, si eres Tú, manda que yo vaya a Ti sobre
las aguas. La audacia del amor no tiene límites. Y la condescendencia de
Jesús tampoco tiene término. Él le dijo: Ven. Y Pedro, bajando de
la barca, comenzó a andar sobre las aguas hacia Jesús. Fueron momentos
impresionantes para todos: Pedro ha cambiado la seguridad de la barca por la de
la palabra del Señor. No se quedó aferrado a las tablas de la embarcación, sino
que se dirigió hacia donde estaba Jesús, a unos pocos metros de sus discípulos,
que contemplan atónitos al Apóstol encima del agua embravecida. Pedro avanza
sobre las olas. Le sostienen la fe y la confianza en su Maestro; solo eso.
No importan el ambiente, las dificultades que rodean
nuestra vida, si nos dirigimos llenos de fe y confianza hacia Jesús que nos
espera; no importa que las olas sean muy altas y el viento fuerte; no importa
que no sea natural al hombre caminar sobre el agua. Si miramos a Jesús, todo
nos será posible; y ese mirarle es la virtud de la piedad. Si con la oración y
los sacramentos nos mantenemos unidos a Jesús, estaremos firmes en nuestro
caminar; dejar de mirar a Cristo es hundirnos, es incapacitarnos para dar un
paso, aun en tierra firme.
II. La fe, grande a
los comienzos, se hizo pequeña después. Pedro se dio cuenta de las olas, del
viento (San Juan señala que el mar tenía gran oleaje aún), de
lo imposible que es para el hombre caminar sobre el agua; se preocupa de las
dificultades y se olvida de lo único que lo mantenía a flote: la palabra del
Señor. Ante los obstáculos, de los que toma ahora conciencia, su fe disminuye,
y el milagro iba unido a una confianza plena en Cristo.
Dios pide a veces «aparentes imposibles» que se hacen
realidad cuando actuamos con fe, con los ojos puestos en el Señor. En cierta
ocasión, el Fundador del Opus Dei, San Josemaría Escrivá, decía a una hija suya
que marchaba a otro país en el que encontraría las lógicas dificultades propias
de los comienzos de una labor apostólica: «Cuando te pido una cosa, hija, no me
digas que es imposible, porque ya lo sé. Pero, desde que empecé la Obra, el
Señor me ha pedido muchos imposibles... ¡y han ido saliendo!»2. ¡Y
han ido saliendo!: labores apostólicas en muchos países..., y surgían
vocaciones y gentes que se prestaban para colaborar en esas tareas con mucha
generosidad y desprendimiento. De muchas maneras les decía: «hombres de
fe hacen falta y se renovarán los prodigios de la Escritura...». Y
esos prodigios se realizan cada día sobre la tierra... Así ha pasado siempre en
la historia de la Iglesia.
Es Dios quien nos mantiene a flote y nos hace eficaces
en medio de «aparentes imposibles», de un ambiente que frecuentemente es
contrario al ideal cristiano. Es Él quien hace que caminemos sobre las aguas, y
la condición es siempre la misma: mirar a Cristo y no detenernos demasiado en
los obstáculos y en las tentaciones.
San Juan Crisóstomo, al comentar el Evangelio, señala
que Jesús enseñó a Pedro a conocer, por propia experiencia, que toda su
fortaleza venía de Él, mientras que de sí mismo solo podía esperar flaqueza y
miseria3, y añade: «cuando falta nuestra cooperación, cesa también la
ayuda de Dios». Por eso, en el momento en que Pedro empezó a temer y a dudar,
comenzó también a hundirse.
Cuando la fe se empequeñece, las dificultades se
agigantan: «la fe viva depende de la capacidad que yo tenga de responder a ese
Dios que me llama y quiere tratarme y ser mi amigo, el gran testigo de mi vida.
Por tanto, si yo le respondo y le quiero y es alguien familiar en mi vida, si
yo vivo junto a Él, estoy asegurando mi fe, porque mi fe se basa en Dios (...).
Por el contrario, si me distancio de Dios, si le olvido, si Dios queda en la
periferia de mi vida, que se sumerge en lo puramente material y humano; si me
dejo arrastrar por las evidencias inmediatas y Dios se desdibuja en mi alma,
¿cómo voy a tener fe viva? Si no trato a Cristo, ¿qué es lo que queda de mi fe?
Por eso, hemos de decir que, en última instancia, todos los obstáculos para la
vida de fe se reducen en su génesis a un alejamiento de Dios, a un apartarse de
Dios, a un dejar de tratarle cara a cara»4.
Entonces cobran fuerza las tentaciones y las dificultades. Pedro hubiera
permanecido firme sobre las aguas y habría llegado hasta el Señor si no hubiera
apartado de Él su mirada confiada. Todas las tempestades juntas, las de dentro
del alma y las del ambiente, nada pueden mientras estemos bien afincados en la
oración. Por el contrario, abandonarla, hacerla con poca intimidad o en el
anonimato es exponernos a hundirnos en el desaliento, en el pesimismo, en la
tentación.
Nunca debe flaquear nuestra fe; aunque sean enormes
las dificultades; aunque nos parezca que nos han de aplastar con su fuerza.
«¿Qué importa que tengas en contra al mundo entero con todos sus poderes? Tú...
¡adelante!
»—Repite las palabras del salmo: “El Señor es mi luz y
mi salud, ¿a quién temeré?... ‘Si consistant adversum me castra, non timebit
cor meum’. —Aunque me vea cercado de enemigos, no flaqueará mi corazón”»5.
III. Pedro,
bajando de la barca, comenzó a andar sobre las aguas hacia Jesús. Pero al ver
que el viento era tan fuerte se atemorizó y al empezar a hundirse gritó
diciendo: ¡Señor, sálvame! Al punto Jesús, extendiendo su mano, lo sostuvo y le
dijo: Hombre de poca fe, ¿por qué has dudado? Después subieron a la barca y
cesó el viento.
En los peligros, en los tropiezos, en las dudas, es a
Cristo a quien hemos de mirar: Corramos al combate que se nos presenta
fijos los ojos en el autor y consumador de la fe, Jesús6,
leemos en la Epístola a los Hebreos. Cristo debe ser para nosotros
una figura nítida, clara y bien conocida. ¡Lo hemos contemplado tantas veces,
que no podemos confundirlo con un fantasma!, como los discípulos en medio de la
noche. Sus rasgos son inconfundibles, y su voz, y su mirada. ¡Nos ha mirado
tantas veces! En Él comienza y culmina la vida cristiana. «Si quieres salvarte
–escribe Santo Tomás de Aquino– mira al rostro de tu Cristo»7.
Nuestro trato habitual con Él en la oración y en los sacramentos es la única
garantía para mantenernos en pie, como hijos de Dios, en medio de un mar
alborotado como en el que vivimos.
Es más, junto a Cristo, los conflictos y trabajos que
encontramos casi cada día fortalecen la fe, enrecian la esperanza y unen más a
Él. Ocurre lo mismo que a «los árboles que crecen en lugares sombreados y
libres de vientos: mientras que externamente se desarrollan con aspecto
próspero, se hacen blandos y fangosos, y fácilmente les hiere cualquier cosa;
sin embargo, los árboles que viven en las cumbres de los montes más altos,
agitados por muchos vientos y constantemente expuestos a la intemperie y a
todas las inclemencias, golpeados por fortísimas tempestades y cubiertos de
frecuentes nieves, se hacen más robustos que el hierro»8.
Pedro dejó de mirar a Cristo, y se hundió. Pero supo
enseguida acudir a quien todo le está sometido: ¡Señor, sálvame!,
gritó con todas sus fuerzas cuando se sintió perdido. Y Jesús, con infinito
cariño, le tendió la mano y lo sacó a flote. Si nosotros vemos que nos
hundimos, que nos pueden las dificultades o la tentación, acudamos a
Jesús: ¡Señor, sálvame! Y Cristo nos tenderá su mano poderosa
y segura, y saldremos adelante en todos los peligros y tribulaciones. Él
siempre tiene su mano extendida, para que nos aferremos a ella. Nunca deja que
nos hundamos, si hacemos lo poco que está de nuestra parte. Además, Dios ha
puesto junto a cada uno de nosotros un Ángel Custodio para que nos proteja de
toda adversidad y sea una ayuda poderosa en nuestro camino hacia el Cielo.
Tratémosle confiadamente, acudamos a él con frecuencia durante el día,
pidámosle ayuda en lo grande y en lo pequeño, y encontraremos la fortaleza que
necesitamos para vencer.
1 Cfr. Mt 14,
22-36. —
2 P.
Berglar, Opus Dei, Rialp, Madrid 1987, p. 270. —
3 Cfr. San
Juan Crisóstomo, Homilías sobre el Evangelio de San Mateo,
50. —
4 P.
Rodríguez, Fe y vida de fe, EUNSA, Pamplona 1974, p. 128.
—
5 San
Josemaría Escrivá, Camino, n. 482. —
6 Heb 12,
1-2. —
7 Santo
Tomás, Comentario a la Carta a los Hebreos, 12, 1-2.
—
8 San
Juan Crisóstomo, Homilía De gloria in tribulationibus.
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