Francisco Fernández-Carvajal 05 de noviembre de
2019
@hablarcondios
— Sentido del dolor.
— Sus frutos en la vida cristiana.
— Acudir a Jesús y a María en la enfermedad y en la
contradicción.
I. La Cruz es el
símbolo y señal del cristiano porque en ella se consumó la Redención del mundo.
El Señor empleó la expresión tomar la cruz en diversas
ocasiones para indicar cuál había de ser la actitud de sus discípulos ante el
dolor y la contradicción. En el Evangelio de la Misa Jesús nos dice: el
que no toma su cruz y me sigue, no puede ser mi discípulo1.
Y en otra ocasión, dirigiéndose a todos los presentes, les advirtió: Si
alguno quiere venir en pos de Mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día, y
sígame2.
El dolor, en sus diversas manifestaciones, es un hecho
universal. San Pablo compara el sufrimiento a los dolores de la madre en su
alumbramiento: pues sabemos que la creación entera hasta ahora gime y
siente dolores de parto3,
y la experiencia nos enseña que todas las criaturas –pobres y ricos, jóvenes y
ancianos, hombres y mujeres– sufren por diversos motivos y causas. Por eso, San
Pedro advertía a los primeros cristianos: Carísimos, cuando Dios os
prueba con el fuego de las tribulaciones, no os extrañéis, como si os
aconteciese una cosa muy extraordinaria4.
Parece como si el dolor derivara de la misma naturaleza del hombre. Sin
embargo, la fe nos enseña que el sufrimiento penetró en el mundo por el pecado.
Dios había preservado al hombre del dolor por un acto de bondad infinita. Creado
en un lugar de delicias, si hubiera sido fiel a Dios, habría sido trasladado de
este paraíso terreno al Cielo para gozar eternamente de la más pura felicidad.
El pecado de Adán, transmitido a sus descendientes,
alteró los planes divinos. Con el pecado, entraron en el mundo el dolor y la
muerte. Pero el Señor asumió el sufrimiento humano a través de las privaciones
de una vida normal (pasó hambre y sed, se cansó en el trabajo...) y de su
Pasión y Muerte en la Cruz, y así convirtió los dolores y penas de esta vida en
un bien inmenso. Es más, todos estamos llamados, con el sufrimiento y la
mortificación voluntaria, a completar en nuestro cuerpo la Pasión de Jesús5.
La fe en esta participación misteriosa de la Cruz
lleva consigo «la certeza interior de que el hombre que sufre completa
lo que falta a los padecimientos de Cristo; que en la dimensión
espiritual de la obra de la redención sirve, como Cristo, para la salvación de
sus hermanos y hermanas. Por lo tanto, no solo es útil a los demás, sino que
realiza incluso un servicio insustituible. En el Cuerpo de Cristo (...)
precisamente el sufrimiento (...) es el mediador insustituible y autor de los
bienes indispensables para la salvación del mundo. El sufrimiento, más que
cualquier otra cosa, es el que abre el camino a la gracia que transforma las
almas. El sufrimiento, más que todo lo demás, hace presente en la historia de
la humanidad la fuerza de la Redención»6.
En nosotros está colaborar con generosidad con Cristo
al aceptar con amor el dolor, las contrariedades, las dificultades normales de
la vida, la enfermedad... que Él permite para nuestra santificación personal y
la de toda la Iglesia. El dolor tiene entonces sentido y nos convertimos en
verdaderos colaboradores del Señor en la obra de la salvación de las almas y,
si participamos de sus sufrimientos en la tierra, compartiremos un día su
gloria y de este modo la obra de nuestra santificación será completa7.
II. El árbol de la
Cruz está lleno de frutos. Los sufrimientos nos ayudan a estar más desprendidos
de los bienes de la tierra, de la salud... «Deus meus et omnia!», ¡Mi Dios y mi
todo!8, exclamaba San Francisco de Asís. Teniéndole a Él no perdemos
gran cosa. Por el contrario, «¡dichoso quien pueda decir de todo corazón: Jesús
mío, Tú solo me bastas!»9.
Las tribulaciones son una gran oportunidad de expiar
mejor nuestras faltas y pecados de la vida pasada. Enseña San Agustín que,
especialmente en esas ocasiones, el Señor actúa como médico para curar las
llagas que dejaron los pecados y emplea el medicamento de las tribulaciones10.
Las dificultades y dolores que padecemos nos mueven a recurrir con más
prontitud y constancia a la misericordia divina: En su angustia me
buscarán11, dice el Señor por boca del Profeta Oseas. Y Jesús nos invita
a que vayamos a Él en esas situaciones difíciles: Venid a Mí todos
cuantos andáis fatigados y agobiados, y Yo os aliviaré12.
¡Tantas veces hemos experimentado este alivio! Verdaderamente, Él es
nuestro refugio y nuestra fortaleza13 en
medio de todas las tempestades de la vida, es el puerto donde hemos de acudir
presurosos.
Las contrariedades, la enfermedad, el dolor... nos dan
ocasión de practicar muchas virtudes (la fe, la fortaleza, la alegría, la
humildad, la identificación con la voluntad divina...) y nos dan la posibilidad
de ganar muchos méritos. «Al pensar en todo lo de tu vida que se quedará sin
valor, por no haberlo ofrecido a Dios, deberías sentirte avaro: ansioso de
recogerlo todo, también de no desaprovechar ningún dolor. —Porque, si el dolor
acompaña a la criatura, ¿qué es sino necedad el desperdiciarlo?»14.
Y existen épocas en la vida en las que se presenta abundantemente... No dejemos
que pase sin que deje bienes copiosos en el alma.
El dolor llevado con sentido cristiano es un gran
medio de santidad. Nuestra vida interior necesita también de contradicciones y
de obstáculos para crecer. San Alfonso Mª de Ligorio afirmaba que así como la
llama se aviva al contacto del aire, así el alma se perfecciona al contacto de
las tribulaciones15.
Incluso las tentaciones ayudan a progresar en el amor al Señor. Fiel es
Dios, quien no permitirá que seáis tentados más allá de vuestras fuerzas; antes
bien, junto con la tentación os dará también la ayuda para soportarla16.
Y la prueba sobrellevada junto al Señor nos atrae nuevas gracias y bendiciones.
III.
Cuando nos veamos atribulados acudamos a Jesús, en quien siempre encontraremos
consuelo y ayuda. Como el Salmista, también nosotros podremos decir: Clamé
al Señor en mi congoja, y me escuchó17,
pues carecemos de fuerza frente a esa gran multitud que se nos viene
encima, y no sabemos qué hacer; mas en Ti tenemos puestos nuestros ojos18.
En el Corazón misericordioso de Jesús encontramos siempre la paz y el auxilio.
A Él es a quien primero debemos acudir con serenidad para no tener que oír las
palabras que un día dirigió el Maestro a Pedro: Hombre de poca fe, ¿por
qué has dudado?19.
«¡Oh, válgame Dios! –exclamaba Santa Teresa–. Cuando Vos, Señor, queréis dar
ánimo, ¡qué poco hacen todas las contradicciones!»20.
Pidamos siempre ese «ánimo» a Jesús cuando se haga presente el dolor o la
tribulación.
Junto al Señor, todo lo podemos; lejos de Él no
resistiremos mucho. «Con tan buen amigo presente –nuestro Señor Jesucristo–,
con tan buen capitán, que se puso el primero en el padecer, todo se puede sufrir.
Él ayuda y da esfuerzo, nunca falta, es amigo verdadero»21.
Con Él, nos sabremos comportar con alegría, incluso con buen humor, en medio de
las dificultades, como hicieron los santos. Abundantes ejemplos nos han dejado.
El Señor nos enseñará también a ver las pruebas y las
penas con más objetividad, para no dar importancia a lo que de hecho no la
tiene y para no inventarnos penas que, por falta de humildad, crea la
imaginación, o bien aumentarlas de volumen cuando, con un poco de buena
voluntad, podemos sobrellevarlas sin darles la categoría de drama o de
tragedia.
Al terminar nuestra oración acudimos a Nuestra Señora
para que Ella nos enseñe a sacar fruto de todas las dificultades que hayamos de
padecer, o que estemos pasando en estos días. «“Cor Mariae perdolentis,
miserere nobis!” —invoca al Corazón de Santa María, con ánimo y decisión de
unirte a su dolor, en reparación por tus pecados y por los de los hombres de
todos los tiempos.
»—Y pídele –para cada alma– que ese dolor suyo aumente
en nosotros la aversión al pecado, y que sepamos amar, como expiación, las
contrariedades físicas o morales de cada jornada»22.
1 Lc 14,
27. —
2 Lc 9,
23. —
3 Rom 8,
22. —
4 1
Pdr 4, 12. —
5 Cfr. Col 1,
24. —
6 Juan
Pablo II, Carta Apost. Salvifici doloris, 11-II-1984, 27.
—
7 Cfr. A.
Tanquerey, La divinización del sufrimiento, pp. 20-21.
—
8 San
Francisco de Asís, Opúsculos, Pedeponti, 1739, vol. I, p.
20. —
9 San
Alfonso Mª de Ligorio, Sermones abreviados, 43, 1, en Obras
ascéticas de... vol. II, p. 822. —
10 Cfr. San
Agustín, Comentario a los Salmos, 21, 2, 4. —
11 Os 6,
1. —
12 Mt 11,
28. —
13 Sal 45,
2. —
14 San
Josemaría Escrivá, Surco, n. 997. —
15 San
Alfonso Mª de Ligorio, o. c., p. 823. —
16 1
Cor 10, 13. —
17 Sal 119,
1. —
18 2
Par 20, 12. —
19 Mt 14,
31. —
20 Santa
Teresa, Fundaciones, 3, 4. —
21 ídem, Vida,
22. —
22 San
Josemaría Escrivá, o. c., n. 258.
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