Francisco Fernández-Carvajal 16 de julio de 2023
@hablarcondios
— Libertad plena para seguir a Cristo. La
vocación es un honor inmenso.
— Dejar a los padres, cuando llega el
momento oportuno, es ley de vida.
— Desear lo mejor para los hijos.
I. Quien
ama a su padre o a su madre más que a Mí, no es digno de Mí; y quien ama a su
hijo o a su hija más que a Mí, no es digno de Mí, leemos en el Evangelio de
la Misa1. Al decidirnos libremente a seguir al Señor por entero,
entendemos que han de ceder otros planes: padre, madre, novio, novia... El
llamamiento de Dios es lo primero, lo demás debe quedar en segundo término.
Las palabras de Jesús no entrañan ninguna oposición entre el primero y el cuarto mandamiento, pero señalan el orden que ha de seguirse. Debemos amar a Dios con todas nuestras fuerzas a través de la peculiar vocación recibida; y también hemos de amar y respetar –en teoría y en la práctica– a los padres que Dios nos ha dado, con quienes tenemos una deuda tan grande. Pero el amor a los padres no puede anteponerse al amor a Dios; de ordinario no tiene por qué plantearse la oposición entre ambos, pero si en algún caso se llegara a dar, habría que recordar aquellas palabras de Cristo adolescente en el Templo de Jerusalén: ¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que es necesario que Yo esté en las cosas de mi Padre?2, respuesta de Jesús a María y a José, que le buscaban angustiados, y que constituye una enseñanza para los hijos y para los padres: los hijos, para aprender que no se puede anteponer el cariño familiar al amor de Dios, especialmente cuando el Señor pide un seguimiento que lleva consigo una total entrega; los padres, para saber que sus hijos son de Dios ante todo, y que Él tiene derecho a disponer de ellos, aunque en alguna ocasión esto suponga un sacrificio grande a los padres3.
Triste
decisión sería aquella que llevara a desoír a Dios para no disgustar a los
padres, y más triste consuelo sería el de los padres, pues, como dice San Bernardo,
«su consuelo es la muerte del hijo»4.
Difícilmente podrían haberle causado un daño mayor.
Al
Señor solo se le puede seguir con la libertad nacida del desprendimiento más
pleno: libertad de corazón, que no anda prendido en melancolías y añoranzas, en
flojos sentimientos que conducen a una entrega a medias; libertad también que
conlleva la necesaria autonomía para cumplir la voluntad de Dios. No se gana
nada con una decisión a medias, con un corazón dividido. Puede ocurrir en
algunos casos que la decisión de seguir por entero al Señor no sea comprendida
por los propios parientes: porque no la entiendan, porque se hayan forjado
otros planes, legítimos, o porque no quieran participar en la renuncia que les
corresponde. Debemos contar con ello, y, aunque seguir a Cristo cause dolor a
los padres, hemos de entender entonces que la fidelidad a la propia vocación es
el mayor bien para nosotros y para la familia entera. En toda circunstancia,
siendo muy firmes al propio camino, tenemos que querer a nuestros padres mucho
más que antes de la llamada; debemos pedir mucho por ellos, para que comprendan
que «no es un sacrificio, para los padres, que Dios les pida sus hijos; ni, para
los que llama el Señor, es un sacrificio seguirle.
»Es,
por el contrario, un honor inmenso, un orgullo grande y santo, una muestra de
predilección, un cariño particularísimo, que ha manifestado Dios en un momento
concreto, pero que estaba en su mente desde toda la eternidad»5.
Es el mayor honor que el Señor puede hacer a una familia, una de las mayores
bendiciones.
II.
Quien ha entregado su corazón por completo al Señor, lo recupera más joven, más
grande y más limpio para querer a todos. El amor a los padres, a los
hermanos..., pasa entonces por el Corazón de Cristo, y de ahí sale enriquecido.
Señala
Santo Tomás de Aquino que Santiago y Juan son alabados porque siguieron al
Señor abandonando a su padre, y no lo hicieron porque este los incitase al mal,
sino porque «estimaron que su padre podría pasar la vida de otro modo,
siguiendo ellos a Cristo»6.
El Maestro había estado cerca de sus vidas, los había llamado, y desde entonces
todo lo demás se situó en segundo lugar. En el Cielo encontrarán los padres una
especial gloria, fruto en buena parte de la correspondencia de sus hijos a la
llamada de Dios: la vocación es un bien y una bendición para todos.
La
vocación es iniciativa divina; Él sabe bien qué es lo mejor para el llamado y
para la familia. Muchos padres aceptan incondicionalmente, con alegría, la
voluntad de Dios para sus hijos y dan gracias cuando alguno de ellos es llamado
para seguir a Cristo; otros adoptan actitudes muy diversas, alimentadas por
varios motivos: lógicos y comprensibles unos, con mezcla de egoísmo otros. Con
la excusa de que sus hijos son demasiado jóvenes –para seguir la llamada de
Dios, no para tomar otras decisiones también comprometidas–, o de que carecen
de la necesaria experiencia, se dejan llevar por la grave tentación a que
aludía Pío XII: «aun entre aquellos que se jactan de la fe católica, no faltan
muchos padres que no se resignan a la vocación de sus hijos, y combaten sin
escrúpulos la llamada divina con toda clase de argumentos, incluso con medios
que pueden poner en peligro, no solo la vocación a un estado más perfecto, sino
la conciencia misma y la salvación eterna de aquellos que debían serles tan
queridos»7. Olvidan que ellos son «colaboradores de Dios», y que es ley
de vida que los hijos abandonen el hogar paterno también para formar un nuevo
hogar, o simplemente por motivos de trabajo, de estudio. Muchas veces, aún
jóvenes, se marchan a vivir a otro lugar, sin que ocurra ninguna catástrofe. En
otras ocasiones, son las mismas familias quienes fomentan esta separación para
el bien de los hijos. ¿Por qué han de poner trabas en el seguimiento de Cristo?
Él «no separa jamás a las almas»8.
III. Los
buenos padres desean siempre lo mejor para sus hijos. Son capaces de llevar a
cabo los mayores sacrificios por su bien humano. Y, ¡cómo no!, por su bien
sobrenatural. Se sacrifican para que crezcan llenos de salud, para que mejoren
en sus estudios, para que tengan buenos amigos..., para que vivan según el
querer de Dios, lleven una vida honrada y cristiana. Para eso los llamó Dios al
matrimonio; la educación de los hijos es un querer expreso de Dios en sus
vidas; es de ley natural.
En el
Evangelio encontramos muchas peticiones en favor de los hijos: una mujer que
sigue con perseverancia a Jesús hasta que cura a su hija9,
un padre que le pide que expulse al demonio que atormenta a su hijo10,
el jefe de la sinagoga de Cafarnaún, Jairo, que espera con impaciencia al Señor
porque su única hija de doce años está a punto de morir11...
Es ejemplar la decisión con que la madre de Santiago y Juan se acerca a Cristo
para pedirle algo que ellos no se habían atrevido a pedir. Sin pensar en sí
misma, se acercó a Jesús, le adoró, y manifestó querer pedirle una
gracia12. ¡Cuántas madres y cuántos padres a lo largo de los siglos
han pedido para sus hijos bienes y favores, que jamás se hubieran atrevido a
solicitar para ellos mismos! El Señor, comprensivo ante este cariño tan grande
de madre, no lo rechaza, pero se dirige a los dos hermanos para darles el mayor
honor que puede tener un hombre: compartir con Él la propia copa, su mismo
destino, su misma misión.
Los
padres deben pedir lo mejor para sus hijos, y lo mejor es seguir la propia
llamada, lo que Dios tiene dispuesto para cada uno. Este es el gran secreto
para ser felices en la tierra y llegar al Cielo, donde nos espera un gozo sin
límite y sin fin. Sin embargo, desde el punto de vista de cada llamada
considerada en sí misma, es verdad que la castidad en el celibato por amor a
Dios es la vocación más grande: «La Iglesia, durante toda su historia, ha
defendido siempre la superioridad de este carisma –de virginidad o celibato–
frente al del matrimonio, por razón del vínculo singular que tiene con el Reino
de Dios»13. ¡Cuántas vocaciones a una entrega plena ha concedido Dios a
los hijos por la generosidad y la petición de los padres! Es más, el Señor se
vale de ordinario de los mismos padres para crear un clima idóneo donde pueda
crecer y desarrollarse la semilla de la vocación: «Los esposos cristianos
–afirma el Concilio Vaticano II– son para sí mismos, para sus hijos y demás
familia, cooperadores de la gracia y testigos de la fe. Son para sus hijos los
primeros predicadores y educadores de la fe; los forman con su palabra y su
ejemplo para la vida cristiana y apostólica, les ayudan prudentemente a elegir
su vocación y fomentan con todo esmero la vocación sagrada cuando la descubren
en sus hijos»14. No pueden ir más allá, pues no les compete discernir si
tienen o no vocación; únicamente han de formar bien su conciencia, y han de
ayudarles a descubrir su camino, sin forzar su voluntad.
Una
vocación en medio de la familia comporta una especial confianza y predilección
del Señor para todos. Es un privilegio, que es necesario proteger
–especialmente con la oración– como un gran tesoro. Dios bendice el lugar donde
nació una vocación fiel: «no es sacrificio entregar los hijos al servicio de
Dios: es honor y alegría»15.
1 Mt 10,
34; 11, 1. —
2 Lc 2,
49. —
3 Cfr. Sagrada
Biblia, Santos Evangelios, I, EUNSA, Pamplona 1983, notas
a Mt 10, 34-37 y Lc 2, 49. —
4 San
Bernardo, Epístola 3, 2. —
5 San
Josemaría Escrivá, Forja, n. 18. —
6 Santo
Tomás, Suma Teológica, 2-2 q. 101, a. 4 ad 1. —
7 Pío
XII, Enc. Ad catholici sacerdotii, 20-XII-1935. —
8 Cfr. San
Josemaría Escrivá, Surco, n. 23. —
9 Mt 15,
21-28. —
10 Mt 17,
14-20. —
11 Mt 9,
18-26. —
12 Mt 20,
20-21. —
13 Juan
Pablo II, Exhort. Apost. Familiaris consortio, 22-XI-1981,
n. 16. —
14 Conc.
vat. II, Decr. Apostolicam actuositatem, 11. —
15 Cfr. San
Josemaría Escrivá, Surco, n. 22.
Tomado
de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiaria.aspx
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