Francisco Fernández-Carvajal 16 de agosto de 2019
@hablarcondios
— El amor de Jesús por los niños y por
quienes, por ser hijos de Dios, se hacen como tales.
— Vida de infancia y filiación divina.
— Infancia espiritual y humildad.
I. Jesús
amó con predilección –así nos lo muestra el Evangelio en repetidas ocasiones– a
los enfermos, a quienes más le necesitaban y a los niños. A estos los amó con
verdadera ternura porque, además de estar siempre precisados de ayuda, reúnen
las cualidades que Él exige como condiciones indispensables para formar parte
de su Reino.
Dos
veces en el Evangelio de la vida pública aparece Jesús bendiciendo a los niños
y presentándolos a sus discípulos como ejemplo. Una fue en Galilea, en
Cafarnaún, y la otra en Judea, probablemente cerca de Jericó, cuando se
disponía a subir a Jerusalén. El relato de esta última lo leemos en el
Evangelio de la Misa1: le
presentaron unos niños, refiere San Mateo. Quienes los llevan son,
seguramente, las mujeres: las madres, abuelas o hermanas. Han entrado en la
casa donde está Jesús, empujando probablemente a los pequeños delante de ellas,
y los colocan cerca del Señor, para que les impusiera las manos y orase por
ellos, como si fueran los gestos y atenciones habituales de Jesús con los
niños. Quizá han distraído a los oyentes que escuchan al Maestro; por eso,
los discípulos les reñían. Pero el Señor interviene: Dejad
a los niños y no les impidáis que vengan a Mí, porque de estos es el Reino de
los Cielos. Y después de imponerles las manos, se marchó de allí.
Al
declarar que el Reino de los Cielos pertenece a los niños, en primer lugar nos
enseña, con el sentido propio de las palabras, que los niños no están excluidos
en absoluto del Reino y que, por tanto, hemos de tener gran cuidado en
prepararlos y conducirlos a Él. Ante todo, deben ser bautizados cuanto antes,
como repetidas veces, en todas las épocas2,
ha urgido Nuestra Madre la Iglesia, que desea tenerlos cuanto antes en su seno.
«El común sentir y la autoridad de los Santos Padres –enseña el Catecismo
Romano– prueba que esta ley debe entenderse no solo de los que están en edad
adulta, sino también de los niños en la infancia, y que esta la ha recibido la
Iglesia por Tradición apostólica. Se debe creer, además, que Cristo Nuestro
Señor no quiso que se negase el sacramento y la gracia del Bautismo a los
niños, de quienes decía: dejad a los niños y no les impidáis que vengan
a Mí...»3. El deber de los padres se inicia con «la obligación de hacer
que los hijos sean bautizados en las primeras semanas»4.
En el
Bautismo reciben la misma vida de Cristo, se hacen hijos de Dios de una manera
completamente nueva, y reciben el Cielo como herencia. El Señor mirará con
especial aprecio y benevolencia a las madres que procuraron que sus hijos
recibieran este sacramento con prontitud y, más tarde, supieron poner todos los
medios, incluso extraordinarios, para que recibieran la oportuna catequesis de
los misterios de la fe.
Nos
dice el Señor también en este pasaje del Evangelio que su Reino pertenece a
quienes, como los niños, tienen una mirada limpia y un corazón puro, sin
complicaciones, sencillo, sin pretensiones ni orgullo: ante Dios somos como
niños pequeños, y así nos debemos comportar ante Él. «El niño está, al
principio de la vida, abierto a cualquier aventura. También tú; no pongas
ningún obstáculo para avanzar en la vida del Evangelio y para continuar durante
tu vida en esa novedad»5.
II. En
su primera venida a la tierra, en la Encarnación, el Hijo de Dios se nos
presenta no como un ángel, ni como un poderoso; viene bajo la débil y frágil
condición de un niño. Aunque pudo manifestarse de otra forma, quiso escoger la
debilidad de un niño; como si necesitara protección y amor.
Dios
ha querido que nosotros, a imitación de su Hijo, nos comportemos como aquello
que somos: hijos débiles, que necesitan continuamente su ayuda. El
Padre quiere que nos llamemos hijos de Dios y que lo seamos6,
y en estas pocas palabras se encierra uno de los puntos centrales de nuestra
fe, que nos da la pauta para comportarnos ante Dios. Para ser como niños, se
requiere un cambio profundo, que comporta dejar de pensar, de juzgar, de actuar
de aquel modo menos propio de un hijo pequeño; y asimilar la enseñanza divina,
para ejercitarse en ella de continuo. ¿Qué se nos pide en este proceso de
hacernos como niños? En primer lugar, una firme voluntad de comportarse como
hijos de Dios, dócil a su Voluntad, con pureza de mente y de cuerpo, humilde y
sencillo de espíritu. Ese empeño se manifiesta en la lucha que vivieron los
Apóstoles y los santos: a medida que iban siendo transformados por el Espíritu
Santo, se iban reconociendo, cada vez más claramente, como hijos de Dios.
Hacerse como niños en la vida espiritual es más que una buena devoción: es un
querer expreso del Señor. Aunque no todos los santos lo hayan manifestado de
una manera explícita, esa ha sido la actitud de todos ellos, porque el Espíritu
Santo la origina siempre, inspirándonos esa rectitud de corazón que los niños tienen
en su inocencia7.
«El
niño bobo llora y patalea, cuando su madre cariñosa hinca un alfiler en su dedo
para sacar la espina que lleva clavada... El niño discreto, quizá con los ojos
llenos de lágrimas –porque la carne es flaca–, mira agradecido a su madre
buena, que le hace sufrir un poco, para evitar mayores males.
»—Jesús,
que sea yo un niño discreto»8,
le pedimos en este rato de oración: que sepa comprender que en la enfermedad,
el dolor, el aparente fracaso profesional..., se encuentra la mano providente
de un Padre que nunca ha dejado de velar por sus hijos. Aceptemos con corazón
alegre y agradecido todo cuanto la vida quiera ofrecernos, lo dulce y lo
amargo, como enviado, o permitido, por quien es infinitamente sabio, por quien
más nos quiere.
Esta
vida de infancia espiritual comporta sencillez, humildad, abandono, pero no es
inmadurez. «El niño bobo llora y patalea...»: el infantilismo es inmadurez de
la mente, del corazón, de las emociones, está estrechamente ligado a la falta
de autodisciplina, a la falta de lucha. Esa actitud puede acompañar a muchas
personas durante toda su vida, hasta la vejez, hasta la muerte, sin ser de
verdad niños delante de Dios. La verdadera infancia espiritual lleva consigo
madurez en la mente –visión sobrenatural, ponderación de los acontecimientos a
la luz de la fe y con la asistencia de los dones del Espíritu Santo– y, junto a
esta madurez, la sencillez, la descomplicación: «El niño discreto mira
agradecido...». Por contraste, no progresa en esa senda de la vida de infancia
quien vive en la maraña de la complicación, con todas las fluctuaciones de la
inmadurez en sus deseos, sus ideas, sus ocurrencias, sus emociones, con una
conducta variable a cada momento y permanentemente preocupada por su «yo»... En
cambio, el niño discreto, en su sencillez, en su debilidad, está totalmente
ocupado en la gloria de su Padre Dios, como vivió siempre su Maestro en su vida
terrena: el verdadero niño, el hijo verdadero, vive y habla con su «Abba», con
su Padre9.
III.
Nuestra piedad debe ser filial, llena de amor, y ¿cómo podríamos servir a Dios
con amor, si no se comienza por reconocerle como un Padre lleno de amor hacia
sus hijos? Quizá muchos cristianos viven alejados de Dios, o con unas
relaciones obstaculizadas por la inmadurez de los caprichos o señaladas por la
rigidez y la frialdad, porque no han descubierto en su vida el sentido de la
filiación divina y el camino de la infancia espiritual, que para tantas almas
ha sido el comienzo definitivo de una verdadera vida interior. Danos, Señor, el
sentido de la filiación divina, ayúdanos a considerarla frecuentemente.
En
verdad os digo: quien no reciba el Reino de Dios como un niño, no entrará en él10.
«¿Por qué se dice –se pregunta San Ambrosio– que los niños son aptos para el
Reino de los Cielos? Quizá porque de ordinario no tienen malicia, ni saben
engañar, ni se atreven a engañarse; desconocen la lujuria, no apetecen las
riquezas e ignoran la ambición. Pero la virtud de todo esto no consiste en el
desconocimiento del mal, sino en su repulsa; no consiste en la imposibilidad de
pecar, sino en no consentir en el pecado. Por tanto, el Señor no se refiere a
la niñez como tal, sino a la inocencia que tienen los niños en su sencillez»11.
En la
vida cristiana, la madurez se da precisamente cuando nos hacemos niños delante
de Dios, hijos suyos que confían y se abandonan en Él como un niño pequeño en
brazos de su padre. Entonces vemos los acontecimientos del mundo como son, en
su verdadero valor, y no tenemos otra preocupación que agradar a nuestro Padre
y Señor.
Hacerse
como niños, la vida de infancia, es un camino espiritual que exige la virtud
sobrenatural de la fortaleza para vencer la tendencia al orgullo y a la
autosuficiencia, que impide que nos comportemos como hijos de Dios y conduce,
al ver una y otra vez los propios fracasos, al desaliento, a la aridez y a la
soledad. La piedad filial, por el contrario, fortalece la esperanza, la certeza
de llegar a la meta, y da la paz y la alegría en esta vida. Ante las
dificultades de la vida no nos sentiremos jamás solos, por muy grandes que
sean. El Señor no nos abandona, y esta confianza será para nosotros como el
agua para el viajero en el desierto. Sin ella no podríamos seguir adelante.
Pidamos
a la Virgen, nuestra Madre, que nos lleve siempre de la mano como a hijos
pequeños, con más cuidado cuanto mayor sea la madurez que los años y la
experiencia nos van dando.
1 Mt 19,
13-15. —
2 Cfr. S.
C. Para la Doctrina de la Fe, Instrucción sobre el bautismo de
los niños, 20-X-1980. —
3 Catecismo
Romano, II, 2, 32. —
4 Código
de Derecho Canónico, can. 867. 1. —
5 Ch. Lubich, Palabras
para vivir, Ciudad Nueva, Madrid 1981, p. 47. —
6 1
Jn 3, 1. —
7 Cfr. B.
Perquin, Abba, Padre, p. 142. —
8 San
Josemaría Escrivá, Forja, n. 329. —
9 Cfr. B.
Perquin, o. c., p. 143. —
10 Lc 18,
17. —
11 San
Ambrosio, Comentario al Evangelio de San Lucas, 18, 17.
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